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En diciembre, John Lennon
Nunca más volvimos a ver a Joan Báez, pero desde entonces nos acompaña cada diciembre
La Razón (Edición Impresa) / Fernando Mayorga
09:15 / 11 de diciembre de 2016
Sucede cada 8 de diciembre. O cada 10, cuando su cuerpo fue incinerado. Es inevitable. Duelo por la muerte de John Lennon. Su asesinato. Recuerdo la caricatura de una revista mexicana de ese fatídico año: 1980. Tenía ocho cuadros: en el primero está John Lennon, lentes a cuestas, saliendo del edificio Dakota y, en el octavo, el cuadro es una página que se ha convertido en una paloma en vuelo ascendente porque, a medida que avanza la historia que muestra el asesinato de John Lennon, un cuadro tras otro cuadro, alguien (el dibujante, el lector) va plegando, doblando, los papeles en arte origami, y el músico de los lentes redonditos termina envuelto en papel y se va al cielo convertido en paloma. Imagine.
Ese diciembre residía en el Distrito Federal de México. Y estábamos más tristes que nunca con mi amigo Mauricio Bayro, el pintor, porque John Lennon había sido asesinado. En un acto de homenaje dejamos de leer los cuentos y las historias de cronopios y de famas de Julio Cortázar que tanto nos hacían sonreír.
Más que un minuto de silencio, pero... la canción debía continuar y nos fuimos a un concierto de Joan Báez. El recital transcurría sin sobresaltos y la voz de Joan Báez evocaba a Sacco y Vanzetti, héroes de la clase obrera, o entonaba “Cucurucucú Paloma”, que no requiere comentarios. De repente, sin discurso de circunstancia ni tono ceremonial, Joan Báez pidió un minuto de silencio por su —nuestro— hermano John y empezó a cantar Imagine. Y le seguimos, desafinadamente, todos.
Esa fue la señal decisiva para que uno y luego varios lennonistas nos paremos encima de las butacas y empecemos a correr saltando o resbalando por las columnas (nosotros estábamos en el tercer piso del auditorio, el más barato, como corresponde a un pintor —el Bayro— y a un pseudocronista) hasta terminar trepados en el escenario, rodeando a Joan Báez para cantar con ella; haciéndole coro pluri-multi cuando entonaba una y otra y otra canción de John Lennon. Imagine. Ella con su guitarra, y los cuates alrededor. No sé si el pintor trazó un trazo de esa tarde intensa, yo intento cada año combinar unas letras. Nunca más volvimos a ver a Joan Báez, pero desde entonces nos acompaña cada diciembre.
Mucho se especuló acerca de las razones del asesino Mark David Chapman que le disparó cinco balas con un revólver 38. Cuatro fueron mortales, la otra se quedó clavada en la pared del edificio Dakota. Y cuando se arrodilló para entregarse a la Policía, cayó al suelo un ejemplar de El guardián entre el centeno, una novela de J. D. Salinger, que era objeto de culto desde su publicación en los años 50. El asesino cargaba a cuestas un ejemplar de ese libro. El tal Chapman estaba alienado y se creía el personaje de esa novela, a tal punto que estampó su autodedicatoria y escribió una frase inquietante: “Esta es mi declaración”. El libro de Salinger también fue traducido como El cazador oculto. Nada es casual, decíamos con el Bayro. Tampoco todo. No éramos hegelianos, más bien neftalímoróndelosroblesianos.
Nueve años después, en otro diciembre, en el coliseo de la Coronilla de Cochabamba fui testigo de otro homenaje especial: Charly García y su banda tocaron canciones de John Lennon durante media hora de espaldas a la escasa concurrencia. Le importábamos un carajo. Estaba cantando para/con él porque, de rato en rato, el Charly miraba al cielo y pasaba una paloma, similar a la del origami de la revista mexicana. Hace tres décadas que busco ese origami. Hasta que no lo encuentre estoy condenado a escribir sobre John Lennon, en su honor.
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