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De carne y hueso
Si hay algo que nos hace iguales en la sociedad humana es que todos somos de carne y hueso
La Razón / Pablo Mendieta Paz
00:05 / 27 de diciembre de 2011
Si hay algo que nos hace iguales en la sociedad humana es que todos somos de carne y hueso, por más que haya diferencia en el pigmento de la piel, en el nombre, o en el idioma que hablamos, cuyo embrollo, como enseña el mito inspirado en el zigurat babilónico, se debió al disparate de los hijos de Noé de intentar construir en Babel una torre por la que podría escalarse hasta el mismísimo cielo; absurda tentativa que Dios cortó de plano mediante la confusión de las lenguas.
Pero así como todos somos de carne y hueso, existe otra similitud: poseemos esa parte superior del cuerpo llamada cabeza, que aunque en unos es más grande o pequeña, o cuadrada antes que esferoidal, al final de cuentas nos diferencia de otros vertebrados por su cualidad pensante; la que, averiguadas las cosas, se manifiesta de igual manera en las capas hiemales de Groenlandia, en la hoguera natural de El Azizia, en el templado y generoso valle de Cochabamba, en el arrítmico corazón de Wall Street (que es la parte globosa y algo hundida de uno de los extremos de la llamada Gran Manzana), o en los cordones de pobreza bañados por el mar Rojo.
De modo que no hay de qué preocuparse. Por más que unos sean del primer mundo u otros del tercero (dudo que pueda descubrir en qué momento se esfumó el segundo), todos pensamos o actuamos igual. Que jocosamente Einstein saque la lengua como mi inocente nieto de tres años, o que al príncipe Carlos se lo vea muchas veces con falda escocesa jugando con un tallito de cualquier cosa en su mano y dando saltitos infantiles, o que Piñera opine que la Educación es un “bien de consumo”, habla de la inmanencia de la condición humana.
No extraña, por tanto, que en el mundo común y corriente de arriba y de abajo, con la simétrica mentalidad puesta a prueba, los criticones hablen de tal o cual vecino con ironía o maldad, pasando por alto estos severos juzgamundos que alguna vez ellos mismos se enredaron en idénticos dislates que ahora censuran.
Así, una pareja ya mayor, con una considerable sucesión de descendencia, condena agriamente a la nieta de sus íntimos amigos, de sólo 16 años, “una niña” que ha quedado encinta; y olvidan que ellos mismos inauguraron su familia enroscados a la pasión de un amor carnal que los obligó a casarse precipitadamente en una sencilla ceremonia. O que el otro amigo, el de la sagrada comunión dominical, no es más que un corrupto en el ejercicio de la abogacía y que por eso puede mantener a las cinco mujeres oficiales que tuvo, “y a cuántas más será”.
O, como pregona la fatua mujer protagonista de las páginas sociales, el hijo del honorable amigo ya muerto (sobre quien recayeron las más gruesas diatribas en vida) no le llega ni al talón al padre porque es un borracho y pendenciero, como si nadie estuviera al tanto (todo se sabe) de que no hace mucho ella misma tropezó y cayó de bruces sobre la estética escultura que adorna la entrada de su casa, luego de empapar su organismo con seis copas bien cargadas de whisky en un té canasta.
Esta gente, de rango mediocre, pulula como ejército de ciempiés en esta tiznada Tierra (iluminada, eso sí, para quienes viven con otro horizonte). Y a así transcurre, y transcurrirá por siempre este singular circo de gente que insólitamente no se aplaza ni se halla sometida a Escalafón, como amargamente proclamó Discépolo.
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