La huerta
La huerta, tercer eslabón de una saga que se podría inscribir en la historia del cine nuestro bajo el apartado de algo así como “cine costumbrista tarijeño”, viene a completarla los dos episodios precedentes: La boda (2008) e Historias de vino, singani y alcoba (2009). Se trata, tengo la impresión, de un cierre, en varios sentidos. Todo cuanto podía dar —que no era demasiado— esta recurrente visita al modo de ser de ciertos estratos de la sociedad urbana del más sureño de nuestros departamentos ha sido exprimido a fondo.
Adicionalmente, asoma con indisimulable nitidez el peligro de ese “más de lo mismo” que puede acabar neutralizando cualquier nueva vuelta de tuerca, por mucho que ciertos matices hayan sido acentuados por el director-guionista. En particular, lo erótico, concebido como la obsesión de personajes cuyo devenir pareciera reducirse a la búsqueda de la manera de pasarla lo mejor posible, en una suerte de ilustración de las presuntas virtudes compendiadas en el sabroso alegato expuesto hace ya algunos años por William Bluske Castellanos en Subdesarrollo y felicidad.
La huerta, bellísima propiedad campestre de los Vásquez, es el microcosmos donde se concentra una galería de patrones de comportamiento representativos de las conductas de la clase media tarijeña, sus manías y, sobre todo, esa forma tan propia de concebir lo diario como una fiesta inacabable. Allí, los sentimientos —falsos y verdaderos—, las relaciones —sentidas o fingidas— y las ambiciones —modestas o pretenciosas— son los hilos con los que se trama la red de los contenciosos entre sus moradores.
TRAMA. El asesinato de Beto —sujeto inclasificable en el retablo de figuras que se aman, o apenas hacen el amor, se envidian, se desprecian y se enfrentan en un ritornelo incesante de gestos siempre al borde de la parodia— es el punto de partida y de llegada para una trama circular armada en torno al viejo recurso del género de suspenso: la búsqueda y el desvelamiento de la identidad del asesino.
Todos los restantes miembros de esa comunidad pasan de inmediato a ser sospechosos, pues a ninguno le faltan motivos para haber apretado el gatillo. El modelo de las novelas de Agatha Christie se aplica al pie de la letra: los sospechosos obvios, por ello mismo, son los seguros inocentes y los sospechosos inciertos, por ello mismo, son los previsiblemente culpables.
Suspenso y comedia son entonces las cuerdas que Ayala se propone pulsar en el armado de su relato. A medida que avanzan las pesquisas de los dos investigadores —tan patéticamente desasistidos de recursos y saberes como el cabo de Las bellas durmientes de Marcos Loayza—, la trama va y viene del presente al pasado, componiendo un rompecabezas cuyas piezas deben ir encajando poco a poco hasta dejar las cosas en su lugar.
Los Vásquez son una familia venida a menos. De los viejos esplendores queda esa propiedad cuya eventual venta se convertirá en motivo de sordas disputas, especialmente entre Martín, el mujeriego factótum de todas las juergas, y doña Verónica, la atrabiliaria lideresa del grupo enfrascada en un apasionado entrevero erótico con Hugo, jefe de la panadería familiar.
Así como la precariedad de los policías se muestra con su arribo en bicicleta pedaleando cuesta arriba, los disimulos de que está hecho el buen pasar de los Vázquez se exhibe en el recurso a los mercadillos de ropa usada americana para no dejar de vestir a la moda. Lamentablemente, el estilo de ese par de momentos no se sostiene a lo largo de la película. Al contrario, buena parte transcurre con el respaldo ortopédico de una voz en off que cuenta y/o explica pormenores y entretelones de las biografías, frustraciones y desvelos de los personajes.
Esa verbalización incesante, que relega las imágenes a la tarea de ilustrar lo dicho, conspira severamente contra la fluidez del relato, le resta fuerza y abre dilatados paréntesis, máxime cuando algunos actores dan cuenta de notorias insuficiencias para mostrarse creíbles. Tampoco ayudan a aligerar el ritmo de la narración las escenas multiplicadas de, por ejemplo, los encuentros en el café entre las amigas, aunque este elemento podría estar calculado para connotar la monotonía de esas existencias.
MONTAJE. El montaje acude a un estilo de corte nervioso en afán de paliar la pesadez de muchas secuencias, incluyendo las del principio y del final: una buena parte del elenco acomodado frente al televisor para seguir las alternativas de una telenovela. La idea del guión es marcar un paralelo entre las tribulaciones de los protagonistas del culebrón televisivo y las de los Vásquez y demás involucrados en los sucesos de La huerta, a pesar de que ellos mismos no alcanzan a percatarse de la similitud.
El punto alto de la puesta es el trabajo de fotografía de Juan José Arce, que aprovecha a cabalidad la belleza del escenario. La cámara cumple también con su función descriptiva, moviéndose con soltura para acompañar los desplazamientos de un elenco que hace lo suyo con despareja convicción, acertando intermitentemente en el recitado de las largas parrafadas que nutren su papel. Esto se debe en buena medida a que el argumento y la puesta apuntan a los tipos antes que a los personajes. Y también a un modelo de comicidad basado en el rescate de las maneras de ser, estar y decir propias de un cotidiano retratado con mirada atenta, pero necesitado de una dosis mayor de ironía y mala leche para avanzar un paso más allá de la superficie.
Tedio, aburrimiento, rutina y el sexo practicado a mansalva como improbable válvula de escape. Con un pasar sin apreturas, pero al mismo tiempo con un horizonte sin perspectivas, los tipos de La huerta simbolizan a una clase social estancada viendo escurrirse la vida, ajena a las transformaciones del mundo, sometida a los gestos y a las ceremonias de un ayer desencajado de la realidad presente.
De alguna manera, o de varias, algo de eso mismo le ocurre al cine de Rodrigo Ayala, desafiado ahora a marcar una inflexión en su obra. ¿En qué sentido? Eso nadie puede saberlo con certeza, y la respuesta no se halla en ningún recetario. Lo evidente es que las visitas en clave de comedia costumbrista al vacío existencial de las gentes de su entorno ya no parecieran ofrecer más tela para cortar.
Ficha técnica
Título original: La huerta. Dirección: Rodrigo Ayala Bluske. Guión: Rodrigo Ayala Bluske.Fotografía: Juan José Arce. Arte: Mariela Baldivieso Castillo, Igor Porcel. Sonido: Ignacio Zeballos. Música: Beto Martínez, Igor Porcel. Producción: Laura Rodríguez, Claudia García Portela, Alfonso Blanco. Intérpretes: Luciana Acosta, Valeria Catoira, Virginio Lema, Toto Vaca, Adrián Vaca Navajas, Liliana Arce, Diego Gabriel Arana, Mónica Valdez de Beccar, Ariel Álvarez, Eugenio Bellando, Marcela Aramayo. BOLIVIA/2013.