Obra de varias voces —entre las que se cuentan dos ampliamente sobresalientes: la peruana de Ricardo Palma y la boliviana de Julio Lucas Jaimes—, la reedición de El juicio de trigamia implica un novedoso descubrimiento relacionado con ese ámbito a la vez familiar y lejano: la literatura del siglo XIX. Esta obra de sátira en verso —publicada por entregas en el semanario limeño La Broma de octubre de 1877 a abril de 1878— es un torneo de ingenio del tipo llamado picaresco, salpicado de alusiones personales entre los autores, humor refinado de citas “cultas” y las típicas pullas groseras —referidas al sexo y los amoríos ligeros— que remarcan siempre la distancia entre lo que uno y otro género consideran amor y deseo.

En términos formales, consta de una fase preparatoria, un juicio dilatado y una sentencia comunicada formalmente a todas las partes: un militar acusado de haberse casado en tres ocasiones y las tres mujeres que declaran, cada una a su manera, ser las legítimas esposas. Intervienen abogados defensores y acusadores, un peculiar notario, el juez, representantes —dudosos o muy sinceros— de la Iglesia y una serie de testigos —ya en aquella época tan auténticos como en la actualidad— de la más amplia gama social, inclusive extranjeros que recrean un muy buen español.

Así, desde el algo torpe bautizo de los principales personajes en pugna (Cornelia Vaca Ganosa y el capitán Toro Espada), el humor es suscitado por una serie de intervenciones que hacen maravillosas e inesperadas fintas de torero a la verdad en juego: es la verdad —aquello que en teoría debe establecerse sin lugar a dudas en un juicio— la que queda mal parada tras cada intervención de los llamados a declarar: ¿es trígamo el capitán y víctima la Ganosa?, ¿o es polígama la Ganosa y víctima de su espíritu caritativo el capitán?

Probablemente no podría ser de otra manera, tratándose de enredos de personas que han recurrido al matrimonio, “dando después quehacer hasta al demonio”, como declara un comisario consultado, subrayando la invocación tácita al maligno que en los acuerdos rubricados ante notarios se juega. En este arte de retrucos, sobresale la Ganosa, quien ya durante el juicio, a resultas de los sucesivos alegatos en contra, parece arrinconada en más de una ocasión, solo para realizar otra finta y, nuevo testigo mediante, quedar de nuevo bien parada y haciendo dudar hasta al lector.

Con todo, es la jerarquía —invaluable para cualquier puesta en escena que aspire a juzgar los humanos deslices, como pasa con cualquier proceso judicial— la que resulta más afectada en esta sabrosa obra: ya en el preludio los participantes se declaran —todos— presidentes, jueces, testigos y notarios. Durante el transcurso de la obra, también pasarán —todos— a ser acusados de ligeros de cuerpo, sobornables, ineficaces, falsos y “lisos” con las implicadas, confirmando, vox populi, que los “letrados” conforman un grupo bastante ponzoñoso y de cuidado.

En el transcurso de esta larga seguidilla de alegatos a favor y en contra no falta la testigo que no quiere hablar mal de la implicada (por ser muy su amiga), pero que cuenta a pie juntillas todo lo que considera su deber no declarar; el notario que guarda constancia tanto de sus avances amorosos como de las amenazas recibidas durante el desempeño de su incomprendida labor, aunque evidentemente le agrada: “encontré al abogado Eloy Buxó. / Y, como a la ocasión la pintan calva, / ‘de que notifique no se salva’, / dije entre mí —y le espeté el decreto” (p. 157).

Un aspecto que tal vez torna pesada la obra es el apego a todos los rituales de rigor judicial por cada intervención: acta, firma, fecha, lugar, nombre del notario, etc., especialmente en el caso de que se presenten certificados, rotundamente sellados, de manera que ante tal suma incesante de pruebas —todas “legalizadas”, aunque contradictorias— uno tiene la impresión de asistir a un juicio de verdad.

De otro lado, resultan jocosas las alusiones al defensor de la Ganosa: “Si no es notorio / que el mismo [Ricardo] Palma / tiene con ella / cuestiones de alma” (p. 161) y de “abogado insolente / que en sus tradiciones miente” (p. 65); así como las referidas al célebre Brocha Gorda: “un tal Julio Lucas Jaimes, / letrado que en Chuquisaca / dejó nombre por ser siempre / defensor de malas causas. // En asuntos criminales / tuvo suerte tan extraña / que nunca escapó de la horca / el reo que él amparaba” (pp. 143-144).

De esa suerte transcurre el proceso hasta que halla un sorprendente dictamen —que ciertamente ensalza, al menos tres veces, la institución del matrimonio—, suscitando en el lector desde la media sonrisa torcida hasta la franca carcajada con movida de cabeza. Al final, tras esta sátira del lenguaje judicial —de sus ardides, de sus forma de demostrarse legítimo y con autoridad, de acumular pruebas y sellos— al lector le queda la sana duda de si es posible acceder a la verdad desnuda o si bien esta reputada señorita no acostumbra corresponder a cortejos insolentes.