Europa podría caer por un tema de fronteras
A los ciudadanos europeos siempre les han vendido la idea de la Unión Europea con base en la practicidad: productos más baratos, viajes más sencillos, prosperidad y seguridad. Sin embargo, los dirigentes fundadores tenían algo más grande en mente. La concibieron como un experimento radical para trascender los Estados-nación, cuyas ideas centrales de identidad basada en la raza y competencia de suma cero habían ocasionado desastres en dos ocasiones en el lapso de tan solo una generación.
Cuando en 1949 el Ministro de Relaciones Exteriores de Francia anunció el antecedente del bloque, lo llamó “un gran experimento” que pondría “fin a la guerra” y garantizaría “paz eterna”. El ministro de Relaciones Exteriores de Noruega, Halvard M. Lange, comparó a Europa en ese momento con las primeras colonias de lo que más tarde sería Estados Unidos: bloques separados que, con el tiempo, se desharían de su autonomía e identidades para formar una nación unificada. Así como los oriundos de Virginia y Pensilvania se habían convertido en estadounidenses, los alemanes y los franceses se convertirían en europeos… si se les podía convencer.
“El agudo sentimiento de identidad nacional debe considerarse una barrera real a la integración europea”, escribió Lange en un ensayo que se convirtió en un texto fundacional de la UE. No obstante, en lugar de salvar esa barrera, los dirigentes europeos fingieron que no existía. Aún más nocivo, evitaron mencionar por completo aquello a lo que debían renunciar los europeos: a cierto grado de sus identidades nacionales profundamente arraigadas y a la soberanía nacional arduamente ganada.
Ahora que los europeos están luchando con las tensiones sociales y políticas desatadas por la migración desde países pobres asolados por la guerra y externos al bloque, algunos claman por preservar lo que sienten que nunca aceptaron ceder. Su batalla contra los gobernantes europeos está estallando alrededor de un asunto que, quizá más que cualquier otro, expone la contradicción entre el sueño de la Unión Europea y la realidad de las naciones de ese continente: las fronteras.
Los dirigentes europeos institucionales insisten en que las fronteras al interior del bloque se mantengan abiertas. El propósito de la libre circulación es trascender las barreras culturales, integrar las economías y facilitar un mercado único. Pero una cantidad creciente de electores europeos quiere limitar de manera marcada la llegada de refugiados a sus países, lo que requeriría cerrar las fronteras. Esto podría parecer tan solo un asunto de reconciliación entre las normas internas y las exigencias de la gente en torno al problema relativamente limitado de los refugiados, que ya ni siquiera están llegando en grandes cantidades.
Pero hay un motivo por el que el asunto ha llevado a Europa al punto del colapso. Tanto es así que su gobernante más importante, la canciller alemana, Angela Merkel, advierte sobre un desastre y está en riesgo de perder el poder. La cuestión de las fronteras es en realidad la de si Europa puede dejar atrás las nociones tradicionales del Estado-nación. Se trata de un cuestionamiento que los europeos han evitado enfrentar, ya no digamos responder, durante más de una década.
Si se refuerzan suficientes fronteras, los refugiados podrían terminar estancados en Italia, Grecia y España; un desenlace que Merkel también ha advertido que podría condenar al bloque al alentar a esos países a abandonarlo. Por otro lado, frenar la circulación al interior podría eliminar algunas de las ventajas más populares de la UE (facilidad de viajar por trabajo, vacaciones o cuestiones familiares) y afectar el comercio y los traslados laborales, lo que debilitaría la economía de mercado único.
Por lo tanto, podría parecer extraño que tal política se perciba como una cesión ante las exigencias populares. El hecho de que sus ramificaciones puedan ir más allá de los refugiados, cuya llegada de cualquier manera se ha reducido drásticamente, sugiere que las exigencias populares son algo más que un sentimiento en contra de los refugiados.
Quizá el impulso de restaurar las fronteras al interior de Europa se trata, hasta cierto punto, sobre las fronteras mismas. Tal vez cuando los populistas hablan de recuperar la soberanía y la identidad nacional no usan solo un eufemismo para el sentimiento en contra de los refugiados (aunque ese sentimiento de hecho abunda); quizá ese sea realmente su propósito.
¿Por qué las fronteras? Cuando viajaba con un colega para elaborar un reportaje sobre la ola populista que se extiende por Europa escuchamos las mismas inquietudes, una y otra vez: fronteras que desaparecen; identidad perdida; instituciones en las que no se confía; renuncia a la soberanía a favor de la Unión Europea; demasiados migrantes…
Los simpatizantes de los partidos populistas a menudo hablan de los refugiados como un punto focal y una manifestación física de temores más grandes y más abstractos. Con frecuencia dicen, como lo hizo una mujer tras la finalización de un mitin de Alternativa para Alemania (un partido populista en ascenso), que temen que su identidad nacional se esté borrando. “Alemania necesita una relación positiva con su identidad”, le dijo Björn Höcke, una figura destacada de la extrema derecha en el partido, a mi colega. “Los cimientos de nuestra unidad son la identidad”.
Aceptar a los refugiados, incluso en grandes cantidades, no significa que Alemania ya no será Alemania, por supuesto. Pero incluso este sutil cambio cultural es un componente de un proyecto europeo más amplio que ha requerido renunciar, aunque sea solo un poco, a nociones centrales de un Estado-nación completamente soberano.
En algunos asuntos, las políticas nacionales quedan sujetas a los vetos y a la autoridad de la Unión. Eso incluye el control de las fronteras, que están parcialmente abiertas para los refugiados, pero totalmente abiertas para otros europeos. Aunque las reacciones negativas se han enfocado en los refugiados, quienes tienden a presentarse como más obviamente extranjeros, los estudios sugieren que también están impulsadas por un resentimiento hacia los migrantes europeos.
En un viaje reciente por Yorkshire, un área postindustrial en el norte de Inglaterra, escuché quejas que comenzaban en contra de los refugiados, pero que rápidamente giraban hacia los trabajadores polacos, que han llegado al Reino Unido en cantidades mucho mayores. Algunos hablaban ominosamente, aunque de manera inverosímil, de pueblos donde es más fácil escuchar hablar polaco que inglés.
Para los europeos no es fácil abandonar la identidad nacional a la vieja usanza, arraigada en la raza y la lengua, que les ha causado tantos problemas. El deseo humano de una identidad grupal sólida (y de una homogeneidad percibida dentro de ese grupo) es muy profundo. Alemania para los alemanes, Cataluña para los catalanes. Un país de personas que se parezcan a mí, hablen mi idioma y compartan mi legado. Esos impulsos nacionalistas, aunque peligrosos, emergen de un instinto humano básico. Hace que nos sintamos seguros: perderlo nos hace sentir amenazados. Se refuerza en nuestra cultura popular y queda presente en el orden internacional.