Solo preguntas II: Mala música
Reflexión sobre la música chicha en sus dimensiones sociológicas e identitarias
Directo al grano: no son pocos los que desestiman la música chicha, empero muchos los que hallaron en este género musical un lazo de identificación, pertenencia e identidad. De la periferia cultural musical vienen también el flamenco, el jazz y la cumbia, géneros que hoy representan en sí mismos procesos sociales y culturales determinantes. ¿Y acaso la música chicha no encarna en sí un proceso de transformación reflejo de migraciones, búsquedas y sobrevivencias? Vamos por más.
Un fenómeno. En La Ópera Chola, música popular en Bolivia y pugnas por la identidad social, de Mauricio Sánchez, texto fundamental para el estudio de la música popular en Bolivia, se afirma que a fines de los años 1980 la chicha peruana ya era parte de la cotidianidad de los inmigrantes bolivianos. Un lazo directo y casi de hermandad hallaron los que fuera de sus tierras natales sentían en la chicha el espacio cultural de “el mundo de los pobres”, “los ambulantes” o “los corazones cholos” (Sánchez, 2017, p.301).
El huayño andino les hablaba de su tierra, del cultivo y las comunidades, mientras que la chicha tomaba el cotidiano vivir como alimento para sus letras; y ello lo hacía casi imitando el ruido de las grandes ciudades al combinar la guitarra, el bajo y el sintetizador eléctrico con el tempo de la cumbia andina. Los inmigrantes construyeron “otra” comunidad, una que aglutinase a los discriminados por su estatus social y educativo, y donde la música chicha se viviera desde la carne, aunque para la clase alta cultural fuese considerado un género pobre y marginado. Algunos etnomusicólogos afirman que los referentes temáticos andinos desaparecieron, sin embargo el desamor y el abandono son los más recurrentes. Más bien este indígena moderno chichero regresa, y visualmente invade su comunidad con una nueva estética: lo andino a un segundo plano, y la guitarra eléctrica al primero, he ahí la modernidad de la “mala música”.
El medio. Las semejanzas culturales y la cercanía espacial entre Bolivia y Perú posibilitaron que se mezclen y compartan diversas manifestaciones culturales. Una vez que el género traspasó las fronteras y comenzó a lograr adeptos en Bolivia, el fenómeno se multiplicó. Las compilaciones musicales pasaron de un bus a otro; de una frontera a otra. La melodía se adueñó casi por completo de la radio: un medio de comunicación que fungía como herramienta de cambios sociales, de fortalecimiento cultural y participación ciudadana donde los oyentes eran los protagonistas.
En el proceso de adaptación a la ciudad, la radio les acompañaba desde tempranas horas como fuente informativa, de ubicación e identificación esencial, y fue ahí donde los programas matutinos musicales realzaron la música chicha tal como si fuera un lenguaje universal. Ambos ganaban: la radio más audiencia; la audiencia un medio que valide sus “gustos”. Si bien era un sector determinado el que escuchaba este género, la radio y la reproducción autónoma provocó una colisión de clases sociales: un minibús, un restaurante o una construcción en cualquier parte de la ciudad de La Paz, donde sonase la hoy llamada “mala música”.
Una necesidad. La chicha responde a la necesidad de lograr originalidad cultural, de tener un derrotero propio, un lazo social común en medio de una sociedad elitista culturalmente que segrega al de menor nivel educativo y por ende, a sus procesos culturales. El género representa una búsqueda de pertenencia y al mismo tiempo de diferenciación. El inmigrante boliviano vive un proceso de desapropiación de sus referentes andinos musicales, modernizarse bizarramente con un nuevo sonido. La música chicha se convierte en el resultado no solo de la mezcla de instrumentos musicales, sino también de las superposiciones de varias pieles culturales; su raíz, un fenómeno social común: la migración campo-ciudad. El nuevo vecino era más moderno: ya no escucha huayño, sino la “mala música”.
Por otro lado, y en defensa de aquellos que consideran pobre su propuesta musical, cabe preguntarse si pese a las condiciones educativas y a la formación autodidáctica, hoy los músicos no podrían reformular su propuesta artística: quizás sí. Sin embargo la riqueza y el aporte de la música chicha se hallan más en su dimensión sociológica e identitaria que musical, tal como en los inicios del jazz o del flamenco. Sobre gustos es injusto teorizar, pero sobre procesos culturales, necesario. ¿Decir entonces que la chicha es “mala música” (como forma despectiva y segregadora socialmente, alejado de la evaluación meramente técnica musical) no implicaría negar y aborrecer un proceso social y político clave para entender el fenómeno de la migración campo-ciudad? ¿Será acaso la discriminación hacia este género un camuflaje de cierto rechazo al “otro indígena”? ¿Es entonces la chicha “el bálsamo para el excluido”? ¿O un sonido “popular”, como dijera Martín Barbero, un modo cultural que se impone ante los hegemónicos, un espacio de resistencias, dominación y negociación? En fin, son solo preguntas.