Cegados por el prejuicio
La discusión sobre varios de los temas de la coyuntura se ha vuelto confusa y demasiado llena de mitificaciones y prejuicios.
A ese ritmo, seguimos alimentando una improductiva confrontación y sobre todo no tenemos ninguna posibilidad de resolver los problemas que enfrenta la nación.
Y sucede que son las élites políticas y comunicacionales las más afectadas por esta enfermedad, de ahí su creciente desconexión de las necesidades de una ciudadanía fatigada por ese triste espectáculo.
Desde la falta de divisas hasta la trágica muerte del interventor del Banco Fassil, pasando por las luchas internas en el MAS o los negocios turbios de algunos empresarios en Santa Cruz, casi todo es objeto de simplificaciones, búsqueda de culpables y una construcción casi neurótica de conspiraciones, interpretaciones aproximadas, proyecciones de deseos en la realidad y un gusto goloso por narrativas y lenguajes catastróficos.
Pasa casi cualquier cosa y no falta alguien que verá detrás de ello la sombra de la maldad intrínseca del masismo, mientras otros sospecharan de las perversas oligarquías separatistas y neoliberales, por mencionar los dos tópicos simplificadores más comunes.
Tampoco es una enfermedad tan extraña y propia de los bolivianos, esta nuestra época caracterizada por la preminencia de los sentimientos sobre la reflexión, la velocidad de las comunicaciones y la desconfianza radical en casi todas las instituciones facilita y hasta incentiva esas derivas.
Pero mal de muchos, consuelo de tontos. En un país que necesita resolver con urgencia ciertos problemas para seguir avanzando, este bloqueo de la discusión y acción colectivas es mucho más costoso que en los países donde ya existe una base institucional y social más sólida que, al menos, permite que las cosas funcionen, aunque sea por inercia.
Es así, por ejemplo, que mientras andamos obnubilados por las sospechas delirantes en torno al deceso del interventor del Banco Fassil, buscando que algo nos confirme que nuestro villano favorito es el culpable, se nos olvida que en medio de la sala está un elefante que se llama crimen organizado, cuyo poder e influencia están afectando por igual a todos los partidos y a muchos sectores empresariales, sociales y cívicos.
Por esa razón, la caída de ese banco que, al parecer incursionaba alegremente en actividades más propias de una agencia inmobiliaria o una lavandería, termina convirtiéndose en una conversación casi metafísica sobre los vicios del “modelo cruceño” o de las pulsiones dominadoras del “centralismo”.
A falta de una sólida investigación policial y judicial y una comprensión política más integral del fenómeno, estamos obteniendo un festival de aproximaciones, generalizaciones y prejuicios varios, mayormente recalentados porque los escuchamos desde hace una década.
Tópicos confortables y archiconocidos que nos impiden plantear algunas preguntas incómodas y enfrentar realidades que seguirán impactando en la vida del país en el largo plazo.
Lo trágico es que las dirigencias, políticas y comunicacionales, que tienen mayor responsabilidad y se supondría que cuentan con mayor información, son los principales y entusiastas difusores de estas lecturas. Incluso, a veces, sospecho que no recurren a esas estrategias en sus confrontaciones únicamente instrumentalizándolas en función de sus intereses, sino que parece que se las creen.
Dado este panorama, la gran incógnita son los efectos de este bloqueo persistente sobre la credibilidad y la confianza en las instituciones y dirigencias políticas.
Por lo pronto, unos y otros creen que están ganando algo en ese juego, aunque sea únicamente para mantenerse vigentes. Pero, la brecha entre población y élites se sigue abriendo y hay evidencias del cansancio e irritación de cada vez más personas con todo el sistema, particularmente en estos tiempos de incertidumbre económica y temor ante el futuro.