El Estado de Excepción en Bolivia

Ha pasado casi un mes desde que un proyecto para regular el Estado de Excepción en Bolivia fuera sancionado por ambas cámaras de la Asamblea Legislativa y promulgado por la presidenta del Senado, no sin despertar suspicacias y sospechas de desestabilización política en las cabezas del actual oficialismo, que elevó la ley en consulta al Tribunal Constitucional Plurinacional. Los promotores de la norma sostuvieron, en su momento, que dicha iniciativa tenía el objetivo de impedir el uso discrecional del aparato represivo del Estado en coyunturas críticas, como la atravesada desde noviembre del año pasado y que hasta ahora tiene un saldo de más de una treintena de muertos en las localidades de Sacaba y Senkata, entre otras violaciones a los derechos humanos.
Aunque bienintencionados, se podría decir que los legisladores del Movimiento Al Socialismo (MAS) pecaron también de ingenuos, al tratar de imponer límites a algo que esencialmente carece de delimitación como fenómeno jurídico y político. Para explicar nuestro punto recurriremos a la descripción que hace del Estado de Excepción el filósofo italiano Giorgio Agamben: “El estado de excepción no es una dictadura (constitucional o inconstitucional, comisarial o soberana), sino un espacio vacío de derecho, una zona de anomia en la cual todas las determinaciones jurídicas —y, sobre todo, la distinción misma entre público y privado— son desactivadas (…) El estado de necesidad no es un ‘estado del derecho’, sino un espacio sin derecho (aun cuando no se trata de un estado de naturaleza, sino que se presenta como la anomia que resulta de la suspensión del derecho)”.
La suspensión parcial o definitiva de ciertos derechos y libertades durante un lapso indefinido es su rasgo distintivo, generalmente impuesta en nombre de la conservación de la Constitución o la democracia o la simple preservación del Estado frente a potenciales convulsiones sociales que amenacen su existencia. Lo interesante del abordaje de Agamben es que también señala que dicha interrupción de derechos y libertades no es general sino específica. Es dirigida, en otras palabras, exclusivamente a sectores de la sociedad que se consideran, por cualquier razón, no integrables al orden político dominante. Es un estado de excepcionalidad jurídica, sí, pero excepcional para algunos, y no para otros.
Es decir, tenemos un Estado de Excepción que no es ni para resguardar el orden constitucional vigente (que los actuales gobernantes desprecian), ni para fundar uno nuevo (que los actuales gobernantes ni dilucidan). Es un Estado de Excepción pura y esencialmente depuratorio, selectivo y represivo, es decir, con el simple y llano objetivo de eliminar un sujeto político: el masista. Y ojo, el masista no tiene que ser necesariamente un militante de aquel partido, ni siquiera debe ser de izquierda. Simplemente debe estar en contra del orden establecido, como los habitantes de K’ara K’ara. Para el régimen cualquier acto de disidencia es interpretado como una declaración de filiación azul.
Al hacer eso, despojar a ciertas personas de derechos políticos y libertades civiles de una situación jurídica específica, las excluye, obviamente de su condición de ciudadanos. Es decir, corta el vínculo entre estas personas y su comunidad política y las convierte en una suerte de parias sin arraigo, en las victimas del máximo ostracismo. Y si algo ha caracterizado las peores crisis humanitarias de los últimos siglos es justamente aquella situación de indefensión y abandono por parte de sus propios Estados, tal como le sucedió a la comunidad judía durante los días del nazismo. O como diría Hanna Arendt: “La calamidad que ha sobrevenido a un creciente número de personas no ha consistido entonces en la pérdida de derechos específicos, sino en la pérdida de una comunidad que quiera y pueda garantizar cualesquiera derechos. El Hombre, así, puede perder todos los llamados Derechos del Hombre sin perder su cualidad esencial como hombre, su dignidad humana. Solo la pérdida de la comunidad misma le arroja de la Humanidad”.
¿Se han investigado hasta ahora las muertes de Senkata y Sacaba (es decir, individuos con derechos fundamentales que emanan de su simple y llana condición de seres humanos)? ¿Alguien ha reclamado por los cientos de arrestos y casos de tortura perpetrados por el actual Gobierno desde su instauración? ¿No tenían estas personas los mismos derechos que los manifestantes “pititas” que también tomaron las calles sin sufrir disparos de armas automáticas por parte de las fuerzas del orden? Ciertamente, se hizo una excepción con los derechos de los protestantes de El Alto y Cochabamba. Y como ellos, cientos de líderes sindicales, exautoridades gubernamentales del gobierno del MAS (como mi padre asilado en la residencia mexicana) y simples y sencillos detractores del actual Gobierno, que también han visto cercenados sus derechos más fundamentales.
Aquella situación de despojo y exclusión es representada por Agamben con el concepto de Homo Sacer, una figura del antiguo derecho romano que significaba algo así como proscrito y, consecuentemente, carente de derechos. Estas personas eran excluidas legalmente de la vida política de su comunidad y, en algunos casos, de su propio derecho a la vida. La criminalización de una identidad política tan legítima como cualquier otra, tal como la de “masista”, y el elocuente despliegue de soldados, tanques y aviones de combate durante aquellos días de noviembre y en un par de ocasiones más, revelan que lo que actualmente atraviesa Bolivia no es una inédita transición democrática sino un clásico Estado de Excepción.
*Carlos Moldiz Castillo es politólogo