¿Cuál es nuestro límite?
Mal acostumbrados a vivir crisis políticas, recuerdo que se solía decir que Bolivia siempre llega con sus conflictos hasta las penúltimas consecuencias. Luego está el histórico dato de que, antes de caer al precipicio, solemos encontrar un nuevo inicio en las urnas, yendo a votar. Y volvemos a empezar.
Si los graves hechos de octubre y noviembre de 2019 habían ya producido un profundo shock en nuestra sociedad y democracia, ningún boliviano hubiera podido avizorar que este escenario solo podía ponerse peor con una pandemia de por medio y sus derivadas consecuencias. No obstante, incluso entonces era difícil imaginar que después de una crisis sanitaria global, podría ocurrir algo que pudiera revolver aún más este manido, cansino y prolongado conflicto político que estamos atravesando.
Pero también recuerdo que se suele decir —en un lamento entre chauvinista y fantástico— que Bolivia es el país de lo posible. Siendo así perfectamente viable que podamos encontrar la forma de agravar hasta el límite el futuro a corto y largo plazo de nuestra democracia a través de nuestras acciones propias como sociedad y las de nuestra clase política.
Como ciudadanía, durante los últimos años, producto de la erosión a la democracia que se generaba desde nuestras instituciones políticas, hemos deteriorado al límite nuestra convivencia democrática. Nuestros otrora diálogos, con algún que otro argumento de por medio, han devenido en simplones intercambios de adjetivos que hoy, sin poder sonrojarnos ante la mirada del otro, se profieren incansablemente detrás de una pantalla, mientras nos hundimos cada vez más a fondo en nuestra propia cámara de eco.
Y, como no, nuestra clase política que hace ocho meses había acordado encaminarnos hacia las urnas para iniciar (una vez más) un camino común de re-construcción de lo público, hoy demuestra no tener ya ni la voluntad ni la capacidad para hacerlo (probablemente lo tuvo el año pasado). Visto de esa manera, resulta casi anecdótico que los intercambios entre la ciudadanía se hayan limitado a la adjetivación y anulación del otro, cuando hemos empezado a ver como la “nueva normalidad política” consiste en una total falta de comunicación y respeto entre dos de los principales poderes que nos gobiernan. Como si la democracia aguantara realmente todo, las afrentas simbólicas y de hecho entre Legislativo y Ejecutivo se están volviendo la moneda común con el paso de los días, haciendo pedazos los resabios de institucionalidad que nos quedaban para retomar el rumbo plenamente democrático.
Es posible que los supuestos que damos por sentado nos hacen pensar que somos una sociedad que políticamente aguanta todo. Huelga entonces recordar que también solíamos dar por hecho que nuestra democracia había tenido las décadas suficientes para cimentarse sólidamente en los valores y prácticas de su ciudadanía, las que hoy también vemos esfumarse. Quizá estas palabras están amplificadas desde el ojo de la tormenta sanitaria, política, económica y social que vivimos estos días y la historia contenga episodios aún más trágicos en sus espaldas o nos guarde muchos episodios terribles hacia adelante. A reserva de ello, es urgente que hoy nos preguntemos nosotros y se pregunte la clase política, ¿cuál es nuestro límite? Porque aunque pareciera que todo puede repararse con el tiempo, muchas veces aquello que se rompe lo hace de forma irremediable.
Verónica Rocha es comunicadora social