Icono del sitio La Razón

El asedio de París

Este año el presidente Emmanuel Macron no pronunció el tradicional discurso del 14 de julio, sacrosanto aniversario patrio, por la sencilla razón de que sus palabras, cualquiera que hubiesen sido, no habrían convencido como estímulo de aliento u optimismo frente a las convulsiones sociales recurrentes que su gobierno tiene que afrontar. Primero fueron las manifestaciones callejeras reclamando la reforma de pensiones que establecía una prolongación en la edad de jubilación de 62 a 64 años, cuya vocinglería fue vencida solo al cabo de la fatiga de sus gargueros y, últimamente, la deplorable muerte de un joven de 17 años, abatido por aquel desgraciado disparo del policía que intentaba detenerlo la noche del 27 de junio. Ese accidente fue la chispa que desató la ira contenida de la juventud de los barrios populares que contornan París que en hordas amorfas se autoconvocaron en diversos puntos de la capital protestando contra la violencia policial que la tildan de desproporcionada y racista. En tres noches sucesivas los vándalos, en su mayoría menores de edad, destruyeron a su raudo paso vitrinas comerciales, incendiaron indiscriminadamente automóviles y prendieron fuego a las sedes de las alcaldías locales, escuelas y cuanto lugar se imaginaban como emblema del orden establecido. Las fuerzas policiales se mostraron insuficientes para contener la salvaje avalancha que saciaba su furia solo con el saqueo de centros comerciales, de donde salían munidos de los artículos de su preferencia. Con la luz del día, sociólogos y analistas se frotaron las manos por tener material tangible en que apoyar sus trasnochadas teorías acerca de las motivaciones que impulsaron esos excesos. Ciertamente esas mareas humanas emergieron de los ghettos de la periferia parisina donde residen —mayormente— familias de migrantes maghrebinos y africanos, cuyos hijos y nietos son franceses de pleno derecho, por el jus solis vigente en la Constitución. Sin embargo, pese a gozar de todos los derechos y prerrogativas del generoso Estado-providencia, esos jóvenes se sienten discriminados en la ardua navegación hacia estamentos más elevados del ascenso social, tanto en las oportunidades laborales como en la ubicación habitacional en áreas más apetecibles de la ciudad. Lo grave fue que esa protesta se propagó a otras ciudades del hexágono galo como Marsella, Lyon, etc., con iguales características de violencia. En verdad, lo sucedido es la culminación de reclamaciones insatisfechas, no obstante que el gobierno central invirtió miles de euros en el mejoramiento de aquellos barrios. Inútil añadir que el rédito político de los disturbios fue aprovechado por igual por derechas e izquierdas, llegando unos a postular la anulación del jus solis (o sea el derecho de nacimiento) para poner más barreras en la obtención de la ciudadanía. Evidentemente, esas barriadas desfavorecidas ofrecen escenarios propicios a la criminalidad, sea la prostitución, el tráfico de drogas y otros, aumentando el sentimiento de frustración en la muchachada.

La dinámica política exterior desplegada por Macron no llega a mitigar la opinión negativa de su ejecutoria nacional que requerirá de mayores esfuerzos para culminar exitosamente su mandato.

Carlos Antonio Carrasco es doctor en Ciencias Políticas y miembro de la Academia de Ciencias de Ultramar de Francia