‘Pasó lo que tenía que pasar’
Rubén Atahuichi
Imagen: La Razón
Pasó lo que tenía que pasar”, contó ayer una joven que denunció acoso y abuso de poder de parte del presidente Luis Arce. La mujer estaba acompañada del diputado evista Héctor Arce, quien —con su impronta altisonante en la disputa del Movimiento Al Socialismo (MAS)— suele encargarse de denunciar al mandatario, los hijos de éste, los ministros y colegas suyos respecto de casos de corrupción.
Se trata del último capítulo de esta puesta en escena, parecida a un reality, sobre —quizás— la pelea más encarnizada y miserable en un partido política cuya trascendencia histórica va reduciéndose al descrédito absoluto en desmedro de un proceso que cambió la historia del país y movilizó a sectores mayoritarios antes minoritarios.
Todo comenzó en septiembre de 2022, cuando el líder del MAS, Evo Morales, denunció un “plan negro” en su contra. O, como dijo el presidente Luis Arce, “muy temprano”, en 2021.
Arce llegó al poder arropado desde el exilio por Morales, quien, como suele actuar, sobrepasó la decisión del cabildo del MAS de Huanuni, que a inicios de enero de 2020 se decantó por el binomio David Choquehuanca-Andrónico Rodríguez.
Quién iba a pensar que la apuesta de Morales iba a resultar su peor enemigo político, a juzgar por la inmisericorde confrontación interna, al punto de calificar al gobierno de “dictadura” y a los militantes evistas de “golpistas”.
Esto ya está descontrolado. Por más azorados que veamos cómo los masistas van sacando sus trapitos al sol día a día, mañana aparecerá otro escándalo que ya no causará sorpresa.
El MAS ha perdido el rumbo. Aquel partido que en 2005 fue la sensación electoral por su propuesta de país, su identidad con lo nacional-popular y la reivindicación de los pueblos indígena originario campesinos, hoy es un remedo de su historia.
Esta situación de degradación política ha resignado la retroalimentación interna, ha ultrajado la consecuencia, ha devaluado el discurso, ha degenerado el debate ideológico, ha desinstitucionalizado al país y ha desordenado la democracia. Ha tocado lo más sagrado de la vida: la privacidad de las personas y los derechos de las mujeres, niñas, niños y adolescentes, cuyos nombres incluso afloran en la lucha de quien es más sobre el otro.
Incluso ha desahuciado su propia existencia. Al zafar el artículo 13 de su estatuto, que obliga la coordinación de la dirección nacional con las organizaciones matrices (campesinos, Bartolina Sisa e interculturales) para la convocatoria de su congreso. Así, no por el interés de uno sino de ambas facciones, se encamina a su autoproscripción.
Y lo más importante, ha desportillado su visión de país, esa construcción de años de lucha sociales: la consolidación del Estado Plurinacional.
Las consecuencias parecen lógicas: el desencanto de su militancia, la desacreditación de su proyecto política y la entrega en bandeja de oro las opciones electorales a la oposición real.
Esto último es más posible que nunca. Con razón han caído desde su mirada de palco Carlos Mesa y Jorge Quiroga, con su visita a Luis Fernando Camacho en la cárcel, o la reaparición en la arena política de Samuel Doria Medina. Y comienzan a reproducirse en busca de “unidad” en torno a uno y todos a la vez, y un electorado “antimasista”, sin importar quien sea elegido. En suma, la reactivación de aquella megacoalición que fue enterrada por la irrupción nacional-popular.
Aquel día, que podría ser el 17 de agosto de 2025, esa militancia se encontrará con una realidad distinta a la de 2005. “Pasó lo que tenía que pasar”, será quizás la frase de resignación.
Rubén Atahuichi
es periodista.