Insumos probables
Algunos insumos a través de los cuales un mundo, tan particular como cualquier otro, puede levantarse, verosímil y enhiesto, frágil y contradictorio, necesariamente auto enfrentado a la pregunta de mayor importancia en el quehacer y en el pensar cotidiano: ¿por qué?
Los hoteles de Cioran, imaginados sórdidos, de tonos naranja, con olor a guardado, quietos, espanta todo pop, espanta Zizek, espanta seres de luz.
El ronco, torcido, espectralmente denso, inestable como debe ser, esperado, que no adivinado, acorde suspendido en el tiempo, de una qonqota tosiendo en medio de la pampa que separa una bandera blanca de la plaza de Macha.
Un aroma indiscutible, efímero y duradero, que aparece siempre alrededor de una sensación de amparo y de hoguera. Un aroma como péndulo que recorre el comino, unas veces, y el almizcle, otras. Un aroma que aterriza, que se atreve, que tiene con el entorno inmediato una suerte de llave en mano.
Sin dudar más de tres minutos y medio, el movimiento casi regular de un tren, percibido desde el coche comedor, en el que se puede optar por cerveza fría o por una cola tibia. Las colas no llevan en la etiqueta la recomendación de ser previamente enfriadas antes de servirlas. Con no agitarlas basta. Con la cerveza a bordo de un tren camino a la ciudad de los ajíes, no pasa lo mismo. Es su deber estar fría, como lo es el de un pájaro libre, ser libre, de libre vuelo.
Los campos de arvejas florecidas. De blancos explosionados. Los esquimales reconocen cientos, no sé, una barbaridad de tonos del blanco. Alguna gente, uno, contra el negro. Entiende el blanco como una negación del negro y al revés. Entiende el mundo como una tácita separación entre dos partes. No entenderían, ni con chuis, el asunto ese del tercero incluido. El tercero debe ser excluido. Por tanto, también todos los blancos de un campo de arvejas florecido, puntillista, pacífico, desafiante.
Un plano largo de Tarkovski que parezca que no tiene animación propia, que sea el sonido el que lo mueva como esculpiendo en el tiempo, con la sonrisa paulatina que esta experiencia desde el audiover provocaría.
Inacabados. Los dibujos, los trazos en la cerámica rústica, las líneas en el papel obra, las puntadas en la prenda de lino. Inacabados porque permiten que los espíritus, los que trascienden, puedan irse. Tienen puertas abiertas, salen cuando quieran, no están atados a nada, ni a una melodía, ni a una consigna, ni a una forma sigilosa en el agua.
El momento preciso en el que un sabor provoca múltiples sensaciones y temblores, por ende, o estremecimientos, o saltitos, o sudores, o rubores, o ganas de trepar a un árbol de ciento veintitrés años de antigüedad o simplemente, mirar a los ojos adecuados y lanzar una señal, tan clara como la que nos envían los extraterrestres desde millones de años luz, tiempo en los que todavía no existía el universo conocido por nuestro desconocimiento. El momento preciso de una combinación de, no sé, albahaca, cereza, ají de Tomina, limón del jardín del edén.
Todo recorrido por la piel de las cosas. De los seres esquivos, de los dóciles, de los escondidos. Por la envoltura de madera latente, por las de terciopelo falsificado en un taller ubicado al fondo de un ministerio en el que se fabrican casos y balas de papel crepé. Por la vestidura que cubre toda una vida y lleva en la primera cicatriz una especie de marca de origen. Por las extensiones de proteínas y pigmentos, castaños, rojizos, negros, blancos, rubios, ahora lilas, verdes, azulados. Por los cuerpos del humo. Hasta dar con el centro y con la substancia que haga flotar a los sentidos, a los siete.
La almohada de Sei Shonagon. No el libro. La almohada, con una ligera tibieza todavía intacta y ella, Sei, volviendo, de espaldas.
Óscar García es compositor y escritor.
LA RAZÓN da la bienvenida a nuestro nuevo columnista Óscar García. Tenemos la certeza de que sus opiniones enriquecerán la pluralidad de visiones que habitan estas páginas. Sus textos se publicarán cada 15 días. Esta casa periodística sigue creciendo.