Bloqueados en la oscuridad
Como una maldición recurrente, el país está viviendo un nuevo episodio de confrontación que solo puede solucionarse desde la política. Pensar que hay otras vías funciona apenas para la coyuntura. Parecería que no aprendemos de nuestra larga historia de conflictos sociales, bloqueos campesinos y luchas políticas maximalistas.
El país ha sorteado parecidas coyunturas, después de graves pérdidas, pactando imperfectamente y por tanto entendiendo al otro, no como enemigo sino como un adversario con sus razones y sinrazones. La búsqueda de una victoria rápida y definitiva suele ser imposible, puede ser incluso explosiva, aporta apenas triunfos parciales insostenibles en el mediano plazo y al final tiende a enraizar el conflicto y hacer ingobernable el país.
Y que conste que este no es un llamado ingenuo a la pacificación o al diálogo, aunque éticamente me sitúo desde ese espacio, sino una constatación sobre los límites que nos impone una realidad que puede no gustarnos pero que no se puede ignorar. Es decir, las tácticas basadas en la exacerbación de la represión estatal no suelen funcionar, en primer lugar, porque no hay condiciones para operarlas y hacerlas sostenibles.
La cuestión del orden implica siempre un equilibrio complejo entre el respeto de la legalidad, la legitimidad del Estado y su capacidad para hacerlas respetar. Históricamente, frente al conflicto, el Estado boliviano, y sus gestores temporales, siempre se han cobijado en el primer factor, obviamente, pero han tenido grandes problemas con los otros dos.
En simple, para levantar un bloqueo carretero o reprimir a un levantamiento, aunque sea focalizado, en el que están involucradas comunidades que conocen y viven en su territorio, no basta con que las autoridades se resguarden en la ley o que cuenten con el apoyo de las élites urbanas que ven el conflicto desde el palco, lo crítico es que construyan un mínimo de legitimidad en los territorios reacios a sus órdenes y sobre todo que tengan un instrumental suficiente para sostener su presencia sin cometer agravios que endurezcan la resistencia y que, al final, hagan improbable el retorno a la normalidad.
El largo ciclo de levantamientos campesinos de 2000-2005 fue el ejemplo vivo de esos escenarios. Banzer, Quiroga y luego Sánchez de Lozada lo experimentaron en carne propia, nunca pudieron estabilizar al país con la fuerza bruta, se fueron agotando políticamente y en el último caso se derrumbaron en el intento. La doctrina, inaugurada por Carlos Mesa, de abstenerse de la intervención estatal violenta fue una respuesta realista a esas imposibilidades.
Posteriormente, la larga estabilidad masista encontró la alquimia de una legitimidad renovada a partir de la promesa de un nuevo estado y mejoras de bienestar, por tanto, no necesito recurrir a la fuerza, aunque se enfrascaba frecuentemente en largas y tortuosas negociaciones para resolver ciertas situaciones. Aun así, en el caso del conflicto del Tipnis, no pudo manejarlas con inteligencia y estuvo a punto de descarrilarse.
Ahora, nuevamente estamos frente a un conflicto difícil con consecuencias peligrosas. Por supuesto, las razones actuales de la insubordinación popular no son las mismas que las de esos años, pero algo hay, no se puede subestimarlas, sino no se explicaría su persistencia y su fuerza en algunas regiones. Es posible que la apuesta del gobierno es que estas no sean tan sólidas, que sean apenas espejismos de la ambición de Evo Morales y, por tanto, que con una demostración de fuerza se disolverán como por arte de magia. Es una apuesta, arriesgada, por cierto, el tiempo dirá si fue correcta.
Hasta ahora, la respuesta gubernamental, azuzada por los cultores del orden a cualquier costo que proliferan en redes sociales, medios y salones, solo ha agregado más leña al fuego, en medio de un estado que muestra sus hilachas por todos lados y con una economía desquiciada.
Si históricamente, el Estado siempre tuvo problemas para encontrar salidas frente a este tipo de eventos, en contextos de mayor estabilidad y con una fuerza estatal más coherente y bien preparada, las dudas se acumulan sobre el desenlace de la aventura. Incluso si tiene algún logro, no sé si mutar a un remedo del régimen de Dina Boluarte es el destino que Arce y sus colaboradores desean.
Pero, esto quizás está marcando un fin de ciclo. En medio de la noche, se estaría reconfigurando el campo político. Basar la autoridad en la represión del pueblo, aunque sus demandas no sean razonables, es un clivaje que luego no se puede cerrar ni olvidar.
Armando Ortuño Yáñez es investigador social.