Entre la vida y la vida
Este viernes, en casa se sirvió para un pequeño puñado de familiares un imponente fricasé mixto (o sea, con derecho a un par de pedazos de chicharrón con cuerito y todo), cerveza fría, vino, Coca Cola, agua y singani que tomamos pensando en las ramas del árbol de nuestra esencia.
El viernes, después de un divertido preludio de Halloween, se abrieron las puertas de esa otra dimensión de donde vienen cada año los seres entrañables que despedimos con enorme tristeza. Antes de volar hacia ese lado de la presencia humana, el artista y columnista de La Razón, Édgar Arandia, lo explicó en una de las últimas entrevistas que le hicimos: “Las personas que partieron ayudan a que las semillas crezcan en el ciclo de cada año. La muerte gira, nadie se muere para siempre”. Con él entendí que todo lo del mundo de arriba tiene su correspondencia con el mundo de abajo. Por lo mismo, armamos la mesa el 1 de noviembre para que los nuestros coman y beban a través de nuestros cuerpos: en estas mesas/homenaje servimos los platos que les gustaban, el pan, las masitas, las bebidas, los dulces… Los abrazamos con muchas flores. Los abrazamos con tanto sentimiento.
Este viernes, en casa se sirvió para un pequeño puñado de familiares un imponente fricasé mixto (o sea, con derecho a un par de pedazos de chicharrón con cuerito y todo), cerveza fría, vino, Coca Cola, agua y singani que tomamos pensando en las ramas del árbol de nuestra esencia. Llegaron a las doce en punto. Recibí a mi papá imprescindible; Elena, Julio César, Adela y Roberto, mis cuatro abuelos que con su amor hicieron posible el encuentro de mi mamá y mi papá. ¿Cómo no voy a recibirlos en este día? ¿Cómo no voy a agradecerles a estas mujeres y hombres haberme dado vida y el milagro de concebir en mi cuerpo a mi hijo Julián, clave de todos los sentidos y las alegrías? ¿Cómo, después de tanta energía amorosa, puedo atreverme a no creer en la eternidad y la belleza de la vida que solo se transforma? En mi mesa no faltó el pan que abre noviembre en forma de caballos, escaleras y personas; sobró la fruta; compitieron en colores los dulces y las flores. Las velas fueron el marco a medida para las fotos de los míos: mis tíos Pepe, Vicky y Pachi; mis siempre presentes amigos Sandra Aliaga y el Chino Arandia; la imágenes fotografiadas o dibujadas o simplemente los nombres de los animales que me sostuvieron desde la niñez hasta esta niñez actual que sigue necesitando la ternura perru/gatuna. La mesa de del 1 de noviembre, más que una mesa, es un puente. Uno que se hace corto a punta de recuerdos, de lágrimas, de canciones, de risas, de emociones vueltas a nacer. Es la certeza de que una sola línea nos separa: la piel (reinterpretando al poeta Rubén Vargas). Es la certeza de la fuerza de la existencia: estamos aquí continuando sus latidos, su respiración, sus luchas. Aquí estamos, para completar sus sueños, para preservar el maravilloso hilo de la vida.
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El hilo de la vida. Édgar, en ese hilo, siempre quiso ser colibrí. No es solo por la belleza indiscutible de este animalito. Es porque dicen que cuando va de flor en flor se encarga de llevar las almas al “alma mundo”. Lo dice quien transitó, mientras vivió, con particular apego por el 1 de noviembre porque, como él mismo confirmó, esta fecha es su “no cumpleaños”: un día como éste fue herido de bala en la masacre de Todos Santos. Los últimos 44 años de su tiempo en esta vida lo sintió con dolor. “Parece que el cuerpo tiene una memoria genética porque siempre en esta época vienen mis achaques con virulencia”. Sus obras lo mostraron hasta el final: las heridas de las balas que no se borran como no se borraron las heridas del accidente de tranvía que atravesó la vida de la Frida Kahlo.
El hilo de la vida. En este día en el que ponemos en el espejo la vida y la muerte, nos tocó ver, con angustia, cómo la violencia sobrevolaba la tensión con epicentro en Cochabamba, con los polos evista y arcista jalando con bronca, con la sociedad boliviana sufriendo a izquierda y derecha la falta de alimentos, las insufribles colas por gasolina, los precios maltratando el valor de nuestro trabajo, los temores taladrando nuestro bienestar y nuestro futuro. Armamos nuestras mesas temiendo caer en los pasillos ciegos de la violencia, de las balas, de las piedras, de los odios. Armamos mesas caseras deseando desarmarnos como sociedad, deseando que se emborrache la ciudad, que se alegre el campo, que amanezca y ganen las buenas intenciones.
*Claudia Benavente es doctora en ciencias sociales y stronguista