Queja
La queja, como la risa o el suspiro, pero con palabras o gestos llenos de significado, es inherente al ser humano. Quejar, dice el diccionario, es “expresar con la voz el dolor o pena que se siente”.
Claudio Rossell Arce
La queja, como la risa o el suspiro, pero con palabras o gestos llenos de significado, es inherente al ser humano. Quejar, dice el diccionario, es “expresar con la voz el dolor o pena que se siente”. Queja es el sustantivo derivado de ese verbo, y sirve para nombrar, entre muchas otras cosas, lamentación, lamento, gemido, quejido, llanto, lloro, pena. Quejarse es lo que mejor hacen las personas: de la circunstancia, del tiempo, del jefe o el subalterno, de la pareja, los amigos y, mucho más de los examigos, exparejas y enemigos, y de tantas otras cosas.
En la conversación cotidiana hay quien, satisfecho, afirma que no tiene de qué quejarse. No tienen, o no deberían tener, razones para la queja quienes disfrutan de suficientes alimentos disponibles, un techo, abrigo, pequeñas y grandes satisfacciones personales, alegrías colectivas; mucho menos quienes gozan de los privilegios contemporáneos, comenzando por el dinero, que paga por todas las formas de desigualdad. Hay, también, quienes con y sin razón tienen motivos para la queja: de la falta de recursos, incluso para comer, de la falta de afecto, del exceso de odio, de la envidia, del clima, de la moral propia y ajena (sobre todo la ajena), de la falta de esperanza “porque la cosa está muy fea”… de todo y de nada.
Pero también hay quienes saben, sienten o creen que es mejor quedarse callado. Dicen con ironía “no puedo quejarme”. Por ejemplo, de los delirios de su exjefazo, que prefiere ver a su país arder antes que renunciar a su ambición de volver a posarse sobre la silla presidencial y satisfacer sus deseos (los más sublimes y los más perversos, Les luthiers dixit), porque no faltará quien diga “pero el otro es peor”, sin compadecerse de quienes arden en la hoguera, o que desate sobre el quejoso la poscensura y sus horribles formas de cancelación.
Del autor: Poder
No es posible quejarse del fascismo inherente a dichos y actos de quienes se dicen (y hasta se creen) de izquierda o socialistas, porque los guardianes de la ideología afirman, a menudo con lenguaje autoritario y descalificador, que tales ideas y prácticas pertenecen únicamente a quienes se dicen (y se saben) de derecha. Tampoco de la ostensible incapacidad de gobernar de quienes recibieron el mandato de la mayoría, pero luego decidieron ir a contramano de sus promesas; que buscaron y encontraron conflicto, incluso allí donde no debería haber ninguno; y que entregaron el poder de decisión sobre los asuntos estratégicos del Estado a quien no había sido legitimado para hacerlo, reproduciendo la tragedia de Faetón, que exigió a Helios conducir su coche solo para estrellarlo y quemar el mundo en el accidente, porque dirán que hacerlo es ir contra la voluntad del pueblo.
Difícil quejarse, porque no hay dónde, de la falta de medios y canales donde gozar de más y mejor libertad de expresión, en parte porque a los poderosos de uno y otro lado les incomoda tener que lidiar con las dudas, preguntas y críticas periodísticas; pero también porque las y los periodistas que abandonaron los principios del oficio para ponerlo al servicio de fines espurios, hoy actúan como como comisarios de la verdad, mientras la mantienen secuestrada, y agreden, por activa o por pasiva, a quienes les critican y cuestionan.
Tal vez por todo eso, queja también significa reclamación o, en el ámbito del derecho, “acusación ante juez o tribunal competente, ejecutando en forma solemne y como parte en el proceso la acción penal contra los responsables de un delito”. Por tanto, la queja puede ser más que lamentación: un acto de rebeldía y de protesta contra lo que se acepta como dado, un deseo de cambiar el estado de las cosas.
Por todo eso hay que quejarse, aunque sea difícil y hasta provoque susto: del racismo de nuevo cuño, que siembra la división allí donde había que promover la igualdad y posterga la salida del problema esencial de esta sociedad; de la desconfianza generalizada en forma de prejuicios que se circulan cual monedas de oro, del odio que provoca. Hay que quejarse de la falta de respuestas, pero también de la ausencia de voces críticas; de la incertidumbre y la falta de esperanza. Hay que quejarse en lugar de permanecer callado cuando todo se derrumba alrededor.
*Claudio Rossell es profesional de la comunicación social.