Columnistas

Thursday 16 Jan 2025 | Actualizado a 11:30 AM

Desatando los demonios

/ 15 de noviembre de 2024 / 23:41

Estamos entrando en una coyuntura de gran peligro para nuestra democracia y estabilidad. Las decisiones de dos magistrados del Tribunal Constitucional que en pocos días han intervenido sin ningún pudor en el funcionamiento del poder electoral no son inquietantes por sus impactos en la autodestructiva pelea del oficialismo, sino porque ponen en cuestión la institucionalidad y las normas que garantizan que la ciudadanía pueda ejercer sus derechos políticos libremente y sin interferencias.

A lo largo de nuestra historia, hemos solucionado crisis y feroces discrepancias mediante el voto, incluso en circunstancias de gran tensión. Hemos aprendido que para que esos mecanismos funcionen precisamos de una institucionalidad mínima y de candados normativos que impidan que los poderosos, el primero de ellos el gobierno en funciones, metan su mano indebidamente.

Cuando hubo tremendos errores en la gestión de los procesos electorales o el tribunal electoral se reveló débil ante las presiones, como lamentablemente sucedió durante los comicios de 2019, el resultado fue una crisis política y convulsión social que hasta ahora nos sigue dividiendo.

Poniendo en pausa los debates polarizados sobre las responsabilidades en esa debacle, al menos nos debería haber quedado a todos la certeza que no se debe jugar en ningún caso con el voto de las bolivianas y bolivianos.

Pero como el ser humano suele ser también necio e irresponsable, otra vez estamos abriendo la caja de pandora del conflicto electoral por la vía de una judicialización alevosa. No voy a entrar en detalles jurídicos, hay personas más capacitadas para ello, pero la seguidilla de resoluciones recientes de una sala del Tribunal Constitucional vulnera la independencia y normativa del Tribunal Supremo Electoral.

Anulan elecciones ya convocadas, mandando al diablo el principio de preclusión que garantiza que no se pueden revisar decisiones del TSE cuando estas ya fueron resueltas, principio que tiene como objetivo evitar que algún poder interfiera en un proceso a posteriori cuando algo no le pareciera conveniente. De igual modo, están imponiendo decisiones sobre una controversia interna partidaria, cuando esas cuestiones están bajo la tuición exclusiva del poder electoral.

Es decir, un par de jueces suplantan a un poder del Estado sin respetar siquiera las reglas de ese órgano, y lo más impresionante es que el tribunal acaba rindiéndose, pese a haber convocado a un acuerdo partidario en un inicial reflejo de preservación. En medio de ese desmadre, el gobierno, inmerso en una deriva autoritaria preocupante, no solo no respaldó al TSE sino parcería estar alentando esa pérdida de autoridad.

Algunos dirán que exagero pues, por ahora, el principal damnificado de la maniobra es Evo Morales, personaje que no es del agrado de muchos y que parece atrapado en una estrategia fallida y negadora de la realidad. Pero eso no es lo importante, lo decisivo es que nadie nos asegura que las cosas se van a detener en ese punto, no seamos ingenuos. Aunque no esté necesariamente planificado desde hoy, ya se ha demostrado que se puede, la impunidad se está imponiendo, porque no seguir entonces si parece que funciona.

Tampoco es algo del otro mundo. Hace un año, una alianza de un gobierno y un poder judicial corruptos se dedicaron sistemáticamente a manipular una elección para preservar a cualquier costo su poder, al punto de eliminar a dos partidos de la competencia con argumentos falaces y sacar de la contienda al candidato que iba primero en las encuestas cuatro semanas antes de las elecciones. No contentos con eso, cuando el voto de los ciudadanos les frustró sus maniobras, intentaron anular la segunda vuelta, ilegalizar al partido ganador e incluso impedir la toma de mando del presidente electo. Eso pasó en Guatemala y solo de milagro y por la fuerza de la calle y de la comunidad internacional, Bernardo Arévalo pudo asumir la presidencia en ese país.

No estamos ahí, pero podemos desembocar en esos escenarios dañinos si ciertas lógicas siguen fortaleciéndose. Dicen que guerra avisada no mata, pues bien, se las estoy contando, quizás es el momento de despabilarse y hacerse cargo de esos riesgos. Este no es un problema de izquierdas o derechas, es una cuestión que tiene que ver con el derecho de los ciudadanos a vivir en democracia y a elegir en paz y libremente a quien ellos consideren mejor para gobernarlos.

Armando Ortuño Yáñez es investigador social.

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Anomalías y lentes descompuestos

/ 11 de enero de 2025 / 08:42

La campaña electoral ya está lanzada en un entorno de gran desaliento. Las primeras maniobras de los candidatos, sin embargo, parecen convencer a muy pocos debido a su incapacidad de hacer o decir algo nuevo. Hay mucha confusión y escasas anomalías que subviertan el estancado panorama que nos proponen las dirigencias políticas y mediáticas tradicionales.

Incertidumbre es el término que mejor describe el panorama que muestran las encuestas que se publicaron o se compartieron recientemente. A parte de algunas obviedades, como la posibilidad, ahora sí, de una derrota del oficialismo o la esperanza que varios parecen aún tener en la persistencia de un voto de rechazo, ya sea contra el masismo o el retorno del neoliberalismo, no hay casi novedad en el frente.

Lamentablemente las encuestas están otra vez derivando en un carnaval de mercachifles, manipulaciones y aprovechamiento de la ignorancia de los medios que las difunden y de la candidez de una ciudadanía que no se merecería esa calidad de información.

Aparecen “encuestas”, levantadas en redes sociales sin metodología conocida o entre algún grupo de convencidos, u otras algo más serias pero que se refieren a universos muestrales no representativos, haciendo elegir listas de candidatos al gusto del cliente, sacando a fulanito y metiendo a zutanito o al revés. Todas pretendiendo orientar sobre las preferencias “de los bolivianos”.  

Es entretenido ver como una subidita de dos o tres puntos crea “presidenciables”, alborota el gallinero, permitiendo recolectar platita o rejuntar a la clásica columna de oportunistas que ahora sí se sienten cerca del poder o que desean preservarlo. Incluso parece rentable invertir unos pesitos para lanzar su propia candidatura a la presidencia y luego cederla por “el bien de la nación”, a cambio de una diputación o algún futuro cargo gubernamental.

Más allá de esos cambalaches, lo cierto es que el instrumento demoscópico parecer estar encontrando límites para descifrar los sentimientos de la ciudadanía. Para empezar, incluso si viviéramos en un escenario “normal”, se sabe que recolectar intenciones de voto a ocho meses de una elección, en la que además no sabemos quienes podrán inscribir su candidatura, suele ser muy impreciso.

Pero si a eso se le agrega que una gran mayoría anda cabreada con los políticos y que los niveles de apoyo a las instituciones y de lealtad con los partidos se han derrumbado, es posible que una buena lectura de hojas de coca sea, en este momento, más eficaz que una encuesta para predecir algún resultado electoral. Las buenas encuestas sirven para otras cosas en este momento. 

Todos los sondeos indican que hay al menos cuatro o cinco candidatos en torno al 10-15% de intenciones de voto, otros tantos alrededor de 5%, mientras un tercio de los entrevistados no dicen nada. Y esos datos tienen intervalos de error de +/- 3% o más. Es decir, todo es posible, nada se puede descartar, ergo, el instrumento no permite dirimir el pleito.

Husmeando en este desierto de ideas y entusiasmos, apenas emergen algunas anomalías, es decir situaciones que se desvían de los discursos y estrategias usuales de masistas y opositores tradicionales que insisten en seguir medrando de la polarización.

Una fue el shock político y sobre todo estético que significó el lanzamiento de la candidatura de Manfred en el Félix Capriles, lleno de cholos, algunos ponchos y uno que otro guardatojo y al ritmo de Maroyu y algunas caporaleadas, al punto que varios opositores de rancia estirpe lo interpretaron como una demostración patente de que el capitán se habría vuelto masista, fuchila.

La otra, más sustantiva, aunque algo menos comentada, fue el desmarque de Andrónico de uno de los dogmas más repetidos de la izquierda clásica al reivindicar un rol estratégico para el Estado en la economía, pero sin que eso derive en un “paternalismo” que ahogue los emprendimientos y la autonomía de ciudadanos y productores.

Guardando distancias, son dos casos, por lo pronto aislados, de ensayos de trascender las rigidices del actual campo político, que impiden a la dirigencia conectar con los nuevos estilos de vida y deseos de las mayorías. En un caso, aceptando las formas populares como un dato ya inamovible de nuestra cultura política y en la otra asumiendo la necesidad de adaptar radicalmente el dispositivo programático de la izquierda nacional popular a los nuevos tiempos.

Porque, quizás Andrónico y Manfred intuyen que la elección se jugará en un inédito espacio central, que no es equivalente a un centrismo descafeinado, conformado por electores que esperan soluciones pragmáticas a sus problemas, que no desean retrocesos sociales y de reconocimiento y que son en su gran mayoría hijos independizados de la revolución plebeya que cambió Bolivia desde el 2005.

Armando Ortuño Yáñez
es investigador social
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Implosión

/ 30 de noviembre de 2024 / 06:00

Ya está, la implosión del sistema de partidos se ha confirmado. En este tiempo de incertidumbre radical, no es un dato menor. Sin embargo, no hay señales sobre la naturaleza del artefacto político que remplazará el hegemonismo masista. Pueden entonces empezar las guerras del hambre en un campo de juego casi sin reglas, mientras la sensación de ingobernabilidad se extiende.

Al final, se consumó la captura del MAS por parte del oficialismo, con métodos irregulares y triturando, de paso, a la institucionalidad electoral. A la mitad de la platea parece no importarle, porque la eliminación de Evo fue algo que esperaron por años, sin percatarse que se abrieron las puertas a un escenario sin reglas, donde todo vale.

Como la política es un lugar salvaje, la destrucción de la imparcialidad del TSE y la judicialización grosera del proceso electoral, van a incentivar tácticas igualmente desinstitucionalizadas de todos los actores. Los vocales del TSE parecen no comprender el quilombo en que los metieron, que pregunten a sus predecesores del 2019, sus riesgos se multiplicaron, pero cada uno elige su destino.

Lo cierto es que el poderoso bloque político que gobernó Bolivia por quince años parece estar viviendo sus últimos días, al menos en la forma en la que lo conocimos, aunque Evo y su entorno insistan en una estrategia negacionista que sorprende viniendo de gente con tanta experiencia.

Para que Morales sea nuevamente candidato tendrían que pasar muchas cosas, muy improbables, lo que no quiere decir que ese líder este muerto. Como Perón y Correa en el exilio, Lula en una celda en Curitiba o Uribe procesado, su desaparición del escenario es, por lo pronto, más un deseo que una realidad, seamos serios. Al contrario, sospecho que despojado de su obsesión podría ser determinante en el juego que viene. Pero, puede también que decida inmolarse junto a sus abogados, a lo faraón.

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En frente, no parece haber habido tiempo para descorchar el champán, no solo porque ya no hay dólares para importarlo, sino debido al inocultable grado de entropía de la economía que destruye cotidianamente cualquier intento de comunicación positiva de parte del gobierno. A parte de ellos mismos, pocos les creen, quizás porque han logrado combinar lo inimaginable: la UDP con Añez.

Así pues, recuperar la sigla azul parece nimio en medio de semejante sensación de descontrol y pesimismo. Ahí también sorprende la miopía, todo va bien, dicen en la casa grande, mientras en tiktok los están destrozando, los taxistas los odian, las caseritas los desprecian, pagar Netflix es una odisea y las encuestas, las buenas, las por internet y la de Claure, coinciden en que nos acercamos a un nivel de bronca social preocupante y Catacora no resuelve.

Tampoco la variopinta oposición parece en su mejor momento. Ya no hay partidos, sino una decena de facciones en la asamblea. Y los buenos deseos unitarios son como la disponibilidad de gasolina, volátiles y medio mamada. Ya empezaron las puteadas en pantalla compartida, los reproches entre tibios keynesianos y radicales austriacos, suena chistoso pero así es el mundo de X, y las candidaturas se multiplican, cada uno con encuesta y patrocinador bajo el brazo.

Todo lo anterior es una colección de postales de un solo fenómeno: la implosión del sistema de partidos y el fin de la gobernabilidad hegemónica. Lo que viene después de este derrumbe no está aún claro y no debería sorprendernos, la emergencia de lo nuevo suele siempre tardar, depende de muchos factores. Justamente, la querella política futura será sobre esos contenidos.

¿Eso quiere decir que es borrón y cuenta nueva? Tampoco será así, la recomposición que está empezando se hará, en buena medida, con los actuales actores, que seguirán intentando sobrevivir, y quizás con algunos nuevos que nos sorprendan. Con esos bueyes medio lerdos habrá que arar. Pero la crisis y el retorno al orden serán, en el corto plazo, nuestro mantra y habrá oportunidad para la audacia y la disrupción. Aunque las estructuras de representación están en ruinas, persistirán por mucho tiempo las poderosas identidades políticas que se desarrollaron en estos años, quizás con otras formas, estructuras y líderes según la coyuntura. No será tiempo de refundación sino de un inteligente rehilado de coaliciones sociopolíticas que permitan gobernar. El nuevo régimen se construirá desde ahí y solo será viable si es coherente con la fascinante y compleja sociedad que emergió en este siglo.

Armando Ortuño Yáñez es investigador social.

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Bloqueados en la oscuridad

/ 2 de noviembre de 2024 / 00:28

Como una maldición recurrente, el país está viviendo un nuevo episodio de confrontación que solo puede solucionarse desde la política. Pensar que hay otras vías funciona apenas para la coyuntura. Parecería que no aprendemos de nuestra larga historia de conflictos sociales, bloqueos campesinos y luchas políticas maximalistas.

El país ha sorteado parecidas coyunturas, después de graves pérdidas, pactando imperfectamente y por tanto entendiendo al otro, no como enemigo sino como un adversario con sus razones y sinrazones. La búsqueda de una victoria rápida y definitiva suele ser imposible, puede ser incluso explosiva, aporta apenas triunfos parciales insostenibles en el mediano plazo y al final tiende a enraizar el conflicto y hacer ingobernable el país.

Y que conste que este no es un llamado ingenuo a la pacificación o al diálogo, aunque éticamente me sitúo desde ese espacio, sino una constatación sobre los límites que nos impone una realidad que puede no gustarnos pero que no se puede ignorar. Es decir, las tácticas basadas en la exacerbación de la represión estatal no suelen funcionar, en primer lugar, porque no hay condiciones para operarlas y hacerlas sostenibles.

La cuestión del orden implica siempre un equilibrio complejo entre el respeto de la legalidad, la legitimidad del Estado y su capacidad para hacerlas respetar. Históricamente, frente al conflicto, el Estado boliviano, y sus gestores temporales, siempre se han cobijado en el primer factor, obviamente, pero han tenido grandes problemas con los otros dos.

En simple, para levantar un bloqueo carretero o reprimir a un levantamiento, aunque sea focalizado, en el que están involucradas comunidades que conocen y viven en su territorio, no basta con que las autoridades se resguarden en la ley o que  cuenten con el apoyo de las élites urbanas que ven el conflicto desde el palco, lo crítico es que construyan un mínimo de legitimidad en los territorios reacios a sus órdenes y sobre todo que tengan un instrumental suficiente para sostener su presencia sin cometer agravios que endurezcan la resistencia y que, al final, hagan improbable el retorno a la normalidad.

El largo ciclo de levantamientos campesinos de 2000-2005 fue el ejemplo vivo de esos escenarios. Banzer, Quiroga y luego Sánchez de Lozada lo experimentaron en carne propia, nunca pudieron estabilizar al país con la fuerza bruta, se fueron agotando políticamente y en el último caso se derrumbaron en el intento. La doctrina, inaugurada por Carlos Mesa, de abstenerse de la intervención estatal violenta fue una respuesta realista a esas imposibilidades.

Posteriormente, la larga estabilidad masista encontró la alquimia de una legitimidad renovada a partir de la promesa de un nuevo estado y mejoras de bienestar, por tanto, no necesito recurrir a la fuerza, aunque se enfrascaba frecuentemente en largas y tortuosas negociaciones para resolver ciertas situaciones. Aun así, en el caso del conflicto del Tipnis, no pudo manejarlas con inteligencia y estuvo a punto de descarrilarse.

Ahora, nuevamente estamos frente a un conflicto difícil con consecuencias peligrosas. Por supuesto, las razones actuales de la insubordinación popular no son las mismas que las de esos años, pero algo hay, no se puede subestimarlas, sino no se explicaría su persistencia y su fuerza en algunas regiones. Es posible que la apuesta del gobierno es que estas no sean tan sólidas, que sean apenas espejismos de la ambición de Evo Morales y, por tanto, que con una demostración de fuerza se disolverán como por arte de magia. Es una apuesta, arriesgada, por cierto, el tiempo dirá si fue correcta.

Hasta ahora, la respuesta gubernamental, azuzada por los cultores del orden a cualquier costo que proliferan en redes sociales, medios y salones, solo ha agregado más leña al fuego, en medio de un estado que muestra sus hilachas por todos lados y con una economía desquiciada.

Si históricamente, el Estado siempre tuvo problemas para encontrar salidas frente a este tipo de eventos, en contextos de mayor estabilidad y con una fuerza estatal más coherente y bien preparada, las dudas se acumulan sobre el desenlace de la aventura. Incluso si tiene algún logro, no sé si mutar a un remedo del régimen de Dina Boluarte es el destino que Arce y sus colaboradores desean.

Pero, esto quizás está marcando un fin de ciclo. En medio de la noche, se estaría reconfigurando el campo político. Basar la autoridad en la represión del pueblo, aunque sus demandas no sean razonables, es un clivaje que luego no se puede cerrar ni olvidar.

Armando Ortuño Yáñez es investigador social.

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Zombis de la polarización

/ 19 de octubre de 2024 / 00:13

La implosión del masismo y la anomía de las oposiciones tradicionales son reveladoras de la aguda crisis de representación que está erosionando la gobernabilidad del país. Sin embargo, como zombis en medio de un mundo devastado, las dirigencias siguen actuando como si nada pasara a su alrededor, devorándose entre sí, suponiendo que son dueñas de las voluntades y sobre todo del voto de los ciudadanos.

Al final, más allá de sus grotescas vicisitudes, la pelea masista encuentra su sentido en una única creencia, que es compartida por los grupos dirigenciales de ambas facciones: el que se quede con la sigla es dueño de casi todo el espacio de la izquierda nacional popular. Por tanto, no importa cómo se haga, de lo que se trata es de eliminar al adversario coyuntural, para quedarse solito y obtener el voto del 40% que le ha sido leal a esa fuerza por casi dos décadas.

Al otro lado de la acera, los razonamientos tampoco son más sofisticados. Todos le tienen un amor desbordado a la polarización anti-masista, es decir a la convicción que, llegado el momento, un otro 40% de ciudadanos podría incluso votar por Drácula si estuviera en la boleta contra un masista. De ahí, el melodramático llamado a la “unidad”, deporte favorito de las elites opositoras y de sus adláteres mediáticos, las cuales a punta de encuestas intentan unir a moros y cristianos porque “si no, no se gana”.

Convengamos que ambas narrativas tienen algo de cierto, la coyuntura 2018-2020 fue el momento en el cual más sentido tuvieron ambas interpretaciones, con impactos en los resultados electorales y las movilizaciones callejeras. Fueron los años dorados de la polarización, pititas contra masistas, eso era el país, en eso también coinciden las historias oficiales de ambos bandos. Era fácil elegir el “mal menor” sin pensar en sus consecuencias, basta ver la gestión de Iván Arias para entender lo dañino de esas lógicas.

Sería, por tanto, irrealista no darle a la polarización en torno al masismo su importancia para comprender las dinámicas políticas y electorales. De hecho, soy de los que consideran que en estos decenios han cristalizado en el país dos poderosas identidades políticas, una masista nacional popular, y otra de carácter más negativo y de resistencia, una suerte de antimasismo sociológico, pero no por ello menos intenso y relevante.

El problema es que ambas lógicas funcionan más o menos con intensidad para algo más del 20% de ciudadanos en uno y otro lado, mientras el resto de la población se sitúa en un continuo de sentimientos, posicionamientos y expectativas políticas mucho más complejos que la bipolaridad radicalizada. Aún más, la gente, incluso aquellos pertenecientes a grupos vulnerables o con menor escolaridad, no deja de actuar según sus intereses concretos y sus ideales y visiones de mundo. No son marionetas sin cerebro y sin espíritu, como creen las elites partidarias.

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Por eso, es falso pensar que el elector masista votará por cualquier personaje con una bandera azul blanca sin importar las barbaridades y traiciones que haya cometido. Las mayorías de ese partido fueron posibles por momentos históricos donde convergieron un poderoso proyecto político, que respondía a sus expectativas y una dirigencia con capacidad para representarlos y efectivizar sus mandatos. Esa fue la alquimia, de una gran racionalidad y con un vínculo emotivo real con los líderes de esa aventura. Aspectos que brillan por su ausencia a la vista de la soberbia de las actuales dirigencias oficialistas que se están disputando.

Parecido en las oposiciones, cuando sus dirigentes erraron apostando a la radicalidad y solo al rechazo al MAS, se quedaron con su tercio y nada más, fueron minoría durante quince años. Cuando casi empatan no fue tanto por su intenso pititismo, sino por el cansancio de algo más del 10% de electores masistas a los que la continuidad de Morales no les parecía buena idea. Por eso, Evo obtuvo menos del 50% en 2019, pese a que el 60% estaba satisfecho con su gobierno.

Ahora bien, en una Bolivia al borde de la crisis económica y después de un quinquenio de incertidumbre, frente a un gobierno masista inoperante, dirigencias zombificadas y la experiencia no muy alejada de una contrarrevolución derechista corrupta e ineficiente, con un recuerdo aún fuerte de los buenos tiempos, el espacio de la indecisión y de la volatilidad se está constituyendo en el núcleo central y mayoritario del electorado. Es ahí donde se ganará la elección, no en los extremos porque estos se están reduciendo.

Armando Ortuño Yáñez es investigador social.

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Dando palos de ciego

/ 18 de noviembre de 2023 / 07:05

Uno de los grandes misterios de la humanidad es por qué se prefiere, con frecuencia, complicar cosas que suelen ser simples. El psicodrama legislativo de esta semana es un ejemplo de esa fatalidad: evento desagradable que no solo era previsible sino además evitable. Después de mil vueltas, hemos retornado al mismo punto de partida y a algunos avispados recién se les ocurre descubrir que su resolución se resume a dos palabras: diálogo y negociación.

Hace unas semanas, todas las facciones partidarias en la Asamblea Legislativa se acusaban de las más rocambolescas traiciones y alianzas a propósito de la elección de sus directivas. Por su parte, algunos estrategas gubernamentales daban a entender que el control oficialista de esos espacios les garantizaba algún tipo de estabilidad en el trabajo legislativo. Dimes y diretes francamente confusos para la mayoría de los ciudadanos.

Como dice un viejo refrán, al final la única verdad es la realidad: el fraccionamiento de las fuerzas presentes en el Órgano Legislativo es un dato que no va a cambiar, no hay mayorías desde el año pasado y habrá que vivir con eso. Nos estamos estrenando en lo que los cientistas políticos llaman un “gobierno dividido”.

Los 62 votos a favor de la reformulación del Presupuesto General del Estado no son tampoco un descubrimiento, son los 46-47 diputados y 7 senadores del “ala arcista” más una decena de disidentes opositores “paraoficialistas”. Contabilidad que estaba clara hace varios meses. Fuerza significativa pero minoritaria en una Asamblea conformada por 130 diputados y 36 senadores.

Por tanto, muchas cosas no cambiaron en el escenario político con el falso afán que generaron las barrocas negociaciones por directivas. Más que un problema de gran estrategia, a esta altura del partido parece una pelea con la aritmética la que aqueja a los operadores oficialistas. Sin importar la composición de la directiva, no hay mayoría automática.

Si eso es así, entonces era obvio que no se iba a conseguir fácilmente los votos para esa norma sin una negociación y gestión política previa. Obviamente, en esos casos es válido presionar a los legisladores movilizando a los sectores supuestamente afectados, incluso acusarlos de insensibilidad o revelar datos sobre lo dañino de su indecisión, pero, por otra parte, se tiene que necesariamente conversar y negociar con los que tienen la llave del cofre.

Y digámoslo, negociar implica ceder, no se puede pretender imponer algo por muy bueno que sea en tales contextos. Alguien me dirá que eso no es quizás muy eficiente o justo para toda la comunidad, pero es lo posible en una democracia pluralista. Siempre lo posible que se puede aprobar será mejor que lo perfecto que no tiene consenso.

Mientras más rápido todos los actores políticos asuman ese nuevo estado de situación y actúen en consecuencia, el país ira encontrando una vía para resolver algunos de sus problemas en estos tiempos turbulentos. Si insisten en pedir peras al olmo y obviar los cambios en la correlación de fuerzas, el desorden se irá instalando. 

Aunque mal de muchos sea un consuelo de tontos, la gestión de un “gobierno dividido” no debería ser entendido como una anormalidad democrática. Justamente, en estos días, el gobierno de Biden en Estados Unidos está ante un bloqueo similar. 

Hay pues urgencia por un cambio de estrategia en todos los involucrados. El Gobierno tiene que entender que no basta con victimizarse, quejarse y ver conspiraciones por todo lado, tiene que tomar el toro por las astas, negociar, ver que es realista proponer, convencer y mantener un mínimo de contacto y conversación con todas las fracciones parlamentarias. Cierto, es más difícil que cuando metías la ley al Legislativo y se aprobaba en 24 horas, pero ya no hay más vuelta atrás. Es eso o nada.

De igual modo, ser opositor en las cámaras es hoy interesante porque tienes más poder y puedes obligar al Gobierno a explicarse y negociar si quiere avanzar en sus propuestas. Pero también aumenta su responsabilidad y los expone a la opinión pública: no basta con oponerse porque sí, hay que explicar las razones y eventualmente encontrar opciones de negociación y transacción con el Gobierno porque el país tiene que seguir funcionando. En suma, aunque tortuoso, quizás este nuevo momento augura una transición a un sistema político y país más pluralista, en caso contrario, todos perderemos.

Armando Ortuño es investigador social

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