Desatando los demonios
Estamos entrando en una coyuntura de gran peligro para nuestra democracia y estabilidad. Las decisiones de dos magistrados del Tribunal Constitucional que en pocos días han intervenido sin ningún pudor en el funcionamiento del poder electoral no son inquietantes por sus impactos en la autodestructiva pelea del oficialismo, sino porque ponen en cuestión la institucionalidad y las normas que garantizan que la ciudadanía pueda ejercer sus derechos políticos libremente y sin interferencias.
A lo largo de nuestra historia, hemos solucionado crisis y feroces discrepancias mediante el voto, incluso en circunstancias de gran tensión. Hemos aprendido que para que esos mecanismos funcionen precisamos de una institucionalidad mínima y de candados normativos que impidan que los poderosos, el primero de ellos el gobierno en funciones, metan su mano indebidamente.
Cuando hubo tremendos errores en la gestión de los procesos electorales o el tribunal electoral se reveló débil ante las presiones, como lamentablemente sucedió durante los comicios de 2019, el resultado fue una crisis política y convulsión social que hasta ahora nos sigue dividiendo.
Poniendo en pausa los debates polarizados sobre las responsabilidades en esa debacle, al menos nos debería haber quedado a todos la certeza que no se debe jugar en ningún caso con el voto de las bolivianas y bolivianos.
Pero como el ser humano suele ser también necio e irresponsable, otra vez estamos abriendo la caja de pandora del conflicto electoral por la vía de una judicialización alevosa. No voy a entrar en detalles jurídicos, hay personas más capacitadas para ello, pero la seguidilla de resoluciones recientes de una sala del Tribunal Constitucional vulnera la independencia y normativa del Tribunal Supremo Electoral.
Anulan elecciones ya convocadas, mandando al diablo el principio de preclusión que garantiza que no se pueden revisar decisiones del TSE cuando estas ya fueron resueltas, principio que tiene como objetivo evitar que algún poder interfiera en un proceso a posteriori cuando algo no le pareciera conveniente. De igual modo, están imponiendo decisiones sobre una controversia interna partidaria, cuando esas cuestiones están bajo la tuición exclusiva del poder electoral.
Es decir, un par de jueces suplantan a un poder del Estado sin respetar siquiera las reglas de ese órgano, y lo más impresionante es que el tribunal acaba rindiéndose, pese a haber convocado a un acuerdo partidario en un inicial reflejo de preservación. En medio de ese desmadre, el gobierno, inmerso en una deriva autoritaria preocupante, no solo no respaldó al TSE sino parcería estar alentando esa pérdida de autoridad.
Algunos dirán que exagero pues, por ahora, el principal damnificado de la maniobra es Evo Morales, personaje que no es del agrado de muchos y que parece atrapado en una estrategia fallida y negadora de la realidad. Pero eso no es lo importante, lo decisivo es que nadie nos asegura que las cosas se van a detener en ese punto, no seamos ingenuos. Aunque no esté necesariamente planificado desde hoy, ya se ha demostrado que se puede, la impunidad se está imponiendo, porque no seguir entonces si parece que funciona.
Tampoco es algo del otro mundo. Hace un año, una alianza de un gobierno y un poder judicial corruptos se dedicaron sistemáticamente a manipular una elección para preservar a cualquier costo su poder, al punto de eliminar a dos partidos de la competencia con argumentos falaces y sacar de la contienda al candidato que iba primero en las encuestas cuatro semanas antes de las elecciones. No contentos con eso, cuando el voto de los ciudadanos les frustró sus maniobras, intentaron anular la segunda vuelta, ilegalizar al partido ganador e incluso impedir la toma de mando del presidente electo. Eso pasó en Guatemala y solo de milagro y por la fuerza de la calle y de la comunidad internacional, Bernardo Arévalo pudo asumir la presidencia en ese país.
No estamos ahí, pero podemos desembocar en esos escenarios dañinos si ciertas lógicas siguen fortaleciéndose. Dicen que guerra avisada no mata, pues bien, se las estoy contando, quizás es el momento de despabilarse y hacerse cargo de esos riesgos. Este no es un problema de izquierdas o derechas, es una cuestión que tiene que ver con el derecho de los ciudadanos a vivir en democracia y a elegir en paz y libremente a quien ellos consideren mejor para gobernarlos.
Armando Ortuño Yáñez es investigador social.