Los hombres y las mujeres que no se rindieron
Fernando Molina
El antropólogo Francisco Pifarré (Los guaraní-chiriguano. Historia de un pueblo) calculaba, usando varias fuentes históricas, que, en el siglo XVI, cuando los españoles llegaron a la zona de la actual Santa Cruz de la Sierra, allí vivían unos 400.000 chanés y unos 100.000 guaraní-chiriguanos (pág. 39).
Con el paso del tiempo, bajo la presión de la conquista española, estos pueblos prácticamente desaparecieron. Muchos de sus componentes fueron exterminados; otros, integrados forzosamente a la vida urbana como sirvientes y mano de obra; otros más, vendidos como esclavos para el trabajo minero en Charcas o a las expediciones portuguesas que se arrimaban a la región en busca de mercancía humana.
Con diferentes ritmos de consumación y grados de crueldad, con métodos que oscilaban entre la persuasión ideológico-religiosa, el engaño y la guerra —que a veces era de conquista, a veces defensiva y a veces de exterminio—, éste fue el sentido general de este proceso histórico. Una orientación hacia el genocidio que se justificó por el carácter “bravo” y a la vez “taimado” de los chiriguanos, o por su condición “indómita”. Adjetivos como estos abundaban en las crónicas históricas, desde las de Indias hasta las actuales. Inclusive una antropóloga contemporánea tan seria y meritoria como Isabelle Combés ha calificado a los guaraníes, en Una etnohistoria del Chaco boliviano, de “recalcitrantes”.
Tales definiciones de este pueblo, que varios testimonios consideraban, por el contrario, “dulce”, cumplió un importante papel legitimador de su fatal destino. Luego de clasificarlo como amante de la guerra e incapaz de firmar un acuerdo de paz sin traicionarlo, se postuló estas características violentistas como la causa de lo que finalmente le sucedió, en lugar de responsabilizar a la entrada en escena de los civilizadores que, en último término, ambicionaban su territorio y su fuerza de trabajo.
Pensemos que ocurriría hoy si los bolivianos fuéramos invadidos por foráneos interesados en apropiarse de nuestras cosas y ponernos a trabajar para ellos. ¿Reaccionaríamos entonces por “chúcaros”, “belicosos”, “valientes”, o porque sería normal que lo hagamos?
El tratamiento especial que se daba a los guaraníes-chiriguanos (es decir, a los guaraníes de la cordillera, en el territorio que luego sería boliviano), o, como dice Pifarré, el mito de su temperamento, aunque podía suponer una cierta apreciación admirativa de las “virtudes viriles” de este pueblo, al final lo quintaesenciaba como irracional, pues no se quería someter a la lógica de la historia, la cual mandaba sin discusión que las civilizaciones superiores se impusieran sobre las demás.
Este esquema establecía, implícitamente, que los chiriguanos no tenían derecho a luchar por una causa perdida; ni a sentir la rabia que sintieron, porque al fin y al cabo era suicida. Lo único estratégico para estos indios, entonces, hubiera sido plegarse con docilidad, cumpliendo pactos que sabían que no les convenían, a la voluntad de los blancos. En este esquema, éstos, los “karai”, ocupaban el consabido puesto de superioridad ya no por razones raciales, sino de filosofía histórica. Eran portadores del “ascenso” civilizatorio que, en último término, conducía inevitablemente a parecerse a Europa.
Las misiones jesuitas y franciscanas que “redujeron” a los indígenas de los llanos bolivianos tuvieron un papel, y no el más insignificante, en esta trama general de aplastamiento de la singular humanidad que preexistió a la Conquista. La tesis de la película de Roland Joffé, La misión (1985), de que algunos sacerdotes se identificaron con los indígenas al punto de enfrentarse al mecanismo colonial de exterminio, aun siendo cierta en algunos pocos casos, no cambia que el propósito general de la obra misional fue lograr con métodos educativos lo mismo que los colonos buscaban por medio de la vaca, la violación de indias y el arcabuz —luego el fusil—, es decir, hacer que lo “indómito” fuera domado, que lo incomprendido y diferente fuera normalizado, que lo irreductible quedara reducido.
La utopía misionera de una comunidad de siervos de Dios que compartieran todo y fueran iguales a los apóstoles, es decir, a los sacerdotes que los representaban, era más peligrosa, en este sentido, que la evangelización jerárquica que se realizó en occidente, que rara vez pretendió cambiar los hábitos laicos, los lenguajes y la corporalidad de los indígenas que, por otra parte, eran de un número inmensamente superior al de los colonizadores.
A los gobiernos bolivianos de la última parte del siglo XIX les cupo la triste “gloria” de dar culminación a este proceso “reduccional” de cuatro siglos. En enero de 1892, 400 años después de la llegada de Colón, la última confederación de indios chaqueños insubordinados fue aniquilada por el ejército nacional.
Solemos recordar el periodo 1880-1900 como el primer periodo relativamente democrático e institucional de la historia del Estado, en el que no hubo golpes militares y la oposición pudo llegar al parlamento, aunque no a la presidencia. En realidad, fue un tiempo negro para los indígenas bolivianos. Tiempo de exvinculación agraria en el occidente y en el que se aniquiló, en el sureste, a los últimos hombres y mujeres que no se rindieron.