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Friday 24 Jan 2025 | Actualizado a 13:28 PM

Revolución

Por su importancia en la historia de la humanidad, se considera revolución la operada en el Neolítico, cuando la humanidad se volvió sedentaria al desarrollar la agricultura y las técnicas de conservación de los alimentos, circa 10.000 a.C.

Claudio Rossell Arce

/ 17 de noviembre de 2024 / 01:13

Originalmente, la palabra pertenecía al dominio de la astronomía y nombraba el movimiento de los astros y planetas, que giran y cambian sus circunstancias, pero siempre vuelven al mismo punto; la revolución como rotación. Sin embargo, desde hace mucho tiempo los diccionarios le asignan como significado el cambio profundo, generalmente violento, en las estructuras políticas y socioeconómicas de una comunidad nacional; la revolución como transformación.

La humanidad tiene, entre muchos de sus rasgos distintivos, y únicos entre las especies, el inconformismo, que se aplaca con su opuesto, el conformismo. Inconformes con sus circunstancias, las personas hacen cuanto necesitan para cambiarlas, al menos en teoría. Existen innumerables obstáculos que inhiben el paso de la incomodidad a la movilización, y la energía necesaria para dar el paso suele ser tanta que se desborda de modos inesperados. Cuánto más si el cambio lo ejecuta toda una sociedad o grupos importantes de ella.

Por su importancia en la historia de la humanidad, se considera revolución la operada en el Neolítico, cuando la humanidad se volvió sedentaria al desarrollar la agricultura y las técnicas de conservación de los alimentos, circa 10.000 a.C. Existe abundante literatura sobre todo lo que sucedió después, incluyendo el desarrollo del patriarcado y la propiedad privada, que parecen ir de la mano “desde siempre”, y es muy probable que, especialmente la segunda, haya sido la causa de las revoluciones que desde entonces se sucedieron. Ambas formas resisten exitosamente los embates revolucionarios, incluso cuando se operan algunos cambios más o menos importantes en el orden social y político.

Del autor: Queja

Revoluciones famosas, son, por ejemplo, la de 1688, en Inglaterra, que inauguró el uso actual de la palabra al forzar cambios en el gobierno de la época. La historia marca en 1776 la revolución que dio paso a los Estados Unidos de América; poco después, en 1789, con la toma de la Bastilla se inauguró la Revolución Francesa, que demoró muchísimo en consolidar la Primera República. Pero el epítome de la teoría y la práctica de la revolución se produjo en Rusia, en 1917, muchos años después de que V. Lenin señalase qué se necesita y cómo se hace, y fuese capaz de pasar de las palabras a los actos. Quiso la fortuna que su programa revolucionario quede reducido a los libros que su sucesor publicó con gran entusiasmo, pero probablemente no haya leído.

Hay quien opina que la única manera de lograr que una revolución prospere, es bañándola en sangre. Ejemplos abundan, comenzando por la ya nombrada Revolución Francesa. El terror que produce la violencia del cambio debería disuadir a los derrocados de ofrecer más resistencia, pero también a quienes se atreven a criticar los medios. El riesgo aquí es que el inconformismo con las condiciones anteriores ceda paso al conformismo con las nuevas, especialmente en la clase gobernante, que fácilmente puede perder la brújula y emplear la misma fuerza para disciplinar a los antiguos revolucionarios.

Eso significa que es muy fácil que la revolución sea traicionada. Puede ser por falta de programa, como sucedió en Rusia antes de la victoria de octubre o, más recientemente, allí donde una nueva Constitución Política sirvió únicamente como emblema y no como horizonte para construir las nuevas instituciones y las nuevas prácticas. También por la condición humana, que, así como inspira sacrificios heroicos, conduce a muchas personas a buscar su satisfacción personal, a satisfacer sus deseos y, eventualmente, a aferrarse a los privilegios, legítimos o no que el poder garantiza. Finalmente, se la traiciona cuando el poder, que debiera ser un medio, se convierte en un fin. Hoy son numerosos los ejemplos de líderes que siguen imponiendo su voluntad y satisfaciendo miserables apetitos en nombre del pueblo y de la revolución.

La revolución viene acompañada siempre de palabras como esperanza, sacrificio y voluntad, pero también puede asociarse con frustración y con sufrimiento cuando los principios que la inspiraron desaparecen en los bolsillos y los estómagos de los satisfechos. Es entonces cuando, así sea todavía diminuto e invisible, surge el germen de la próxima revolución.

*Claudio Rossell es profesional de la comunicación social.

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Verdad

La verdad, pues, es tan difícil de ver, que aparece, con suerte, en los intersticios de todo aquello que no es verdadero

Claudio Rossell Arce

/ 19 de enero de 2025 / 06:01

Difícil de asir como un pececito en un estanque enorme, la verdad también es difícil de nombrar, aunque en apariencia sea todo lo contrario, como demuestran los autócratas de una y otra orientación cada vez que trinan, tictoquean o toman un micrófono, para delirio de sus adictos y furia de sus detractores.

Durante muchísimo tiempo, la verdad se entendía generalmente como la adecuación entre el objeto y el intelecto (adequatio rei et intellectus), y así lo señala, entre muchas otras acepciones, el Diccionario de la Lengua Española. El problema es que tanto objeto, como intelecto, se prestan a infinidad de interpretaciones. Así, no es que la verdad sea relativa, sino que las interpretaciones que de ella se hacen sí lo son.

Revise también: Utopía

Más influyente de lo que se puede imaginar (a veces por las razones o interpretaciones equivocadas), el filósofo francés J. Derrida afirmó que la verdad apenas deja rastros de sí, una huella, abierta a interpretaciones contingentes y, por tanto, nunca completamente estable ni fija, ya que siempre depende de un contexto cambiante y de asociaciones que se transforman sin fin.

Antes que el francés, M. Heidegger había desempolvado el término griego aletheia, que significa “desocultamiento” o “revelación”, para explicar que no es únicamente una cuestión de correspondencia entre una proposición y un estado de cosas, sino que la verdad, al no presentarse automáticamente, es «revelada» o «mostrada» en el contexto de la existencia humana. Y antes que el alemán, su paisano E. Husserl señaló que la verdad depende de la intencionalidad, es decir, de un acto intencional que dirige la conciencia hacia el objeto; por lo tanto, esta intención es el marco en el que no solo se produce la experiencia, sino que se la evalúa en términos de verdad o falsedad.

De ahí que, en la vida cotidiana, en apariencia tan lejana a la filosofía pura y dura, se habla de diferentes formas, parciales, de verdad, comenzando por la verdad de Perogrullo, que, por conocida, por sabida, por manida, no necesita ni decirse; los políticos bisoños, o los perezosos, que abundan, son muy buenos usando este tipo de verdad, lo cual no es un mérito, sino todo lo contrario. O la verdad de la milanesa, que tal vez sea que en realidad ese delicioso asado apanado típico de Buenos Aires no es de Milán ni mucho menos de Nápoles, aunque sea napolitana.

También hay una verdad jurídica que, como decía el buen Foucault en una famosa conferencia, es el resultado de un buen manejo de los dispositivos de la verdad, que no son más que los rastros, aludidos antes, empleados según unas reglas del juego que posibilitan, en un grosero ejemplo, que un grupo de personas sin mandato gobierne de facto desde un tribunal de (in)justicia sin que haya poder o reclamo capaz de impedirlo. Pero si el pensamiento del filósofo de Poitiers ya no alcanza para comprender estados avanzados de descomposición del aparato de Justicia, tal vez sirvan los relatos del también francés Marqués de Sade, que tan bien retratan la moral y las costumbres de los jueces y otros hombres del poder. Verdad jurídica es, en manos de tales personas, una moneda girando en el aire.

Parecida en sus intenciones, y en mucha de su retórica, la verdad de la política o, mejor dicho, de los políticos, es, en palabras del Papirri, filósofo y trovador paceño, una verdadera mentira. Así, es fácil reconocerla en todo lo que no se dice, por ignorancia descarada, por calculado olvido o, lo más común, por simple mala fe. El resultado no es solo la ostensible falta de coherencia y hasta de claridad en los principios (los fines, ay, esos son lo que importan), sino la naturalización e imitación de las malas mañas a lo largo, ancho y grueso de la sociedad.

Hay también una verdad periodística, cada vez más escasa a falta de recursos para practicarla, que ha sido reemplazada por sofisticados mecanismos de relaciones públicas, que es otra forma de nombrar a la propaganda, sean cuales fueran sus fines. Muchas y muchos periodistas, que en su juventud leyeron a Beltrán, también boliviano, se equivocan cuando creen que decirle adiós a Aristóteles es olvidarse del ethos, el pathos y el logos.

La verdad, pues, es tan difícil de ver, que aparece, con suerte, en los intersticios de todo aquello que no es verdadero, y vaya uno a saber cuál es la diferencia…

(*) Claudio Rossell Arce es profesional de la comunicación social

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Utopía

A la utopía se llega sin saber cómo, de ella se sale creyendo posible volver, y siempre, como en el paraíso perdido, es imposible regresar

Claudio Rossell Arce

/ 5 de enero de 2025 / 06:02

Aquello que es posible y a la vez inalcanzable. Depende de muchos factores, pero seguramente el que resulta determinante es la naturaleza humana. La utopía puede verse, casi casi tocarse con las manos, pero, ay, aparentemente nunca alcanzarse. Se atribuye a Thomas More (castellanizado Moro) el primer uso de la palabra, por haber titulado con ella su famoso libro, publicado en 1516. Pero lo cierto es que ya en la antigua Grecia se representaba el ideal humano como el oxímoron de posibilidad imposible.

Consulte: Tribunal

Según el diccionario, utopía viene del latín moderno, combinando los vocablos griegos que nombran no y lugar. Como la isla del célebre inglés, empeñado en mostrar a la sociedad de su época que era posible ser mejores, y que siéndolo todos podían vivir mejor. De eso se trata la utopía como género literario: la isla imaginada por More, la Narnia de Lewis y un interminable etcétera. Su opuesto, dice el Diccionario, es distopía, es decir la representación de “una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana”, el ejemplo más manido, y más cabal, es el 1984 de Orwell.

Estudiosa de la utopía, R. Levitas afirma que se trata del “deseo de una mejor manera de vivir”, casi una “propensión”, que lleva a la humanidad a anhelar una vida mejor; pero, advierte, no es lo mismo deseo que esperanza: el primero puede tenerse y nunca realizarse, la segunda debería motivar a la acción transformadora. La utopía puede cumplir tres grandes funciones, a menudo complementarias: la de compensación, cuando se presenta como imagen de algo mejor, que se desea para salir de la miseria presente.

También tiene una función crítica, cuando la utopía plantea no solo la posibilidad de un estado de cosas mejor, sino sobre todo sirve como medida de lo deseable; finalmente, cumple la función de cambio cuando efectivamente motiva, inspira y cataliza transformaciones sociales. Es el horizonte de la revolución, sea de manera violenta, cuando la justicia se sirve de las personas y no al revés; o de manera democrática e institucional, como sueñan los utopistas neoliberales, irónicamente empeñados en demoler la institucionalidad a la que dicen servir.

Así, no es raro que las utopías de políticos en ejercicio del poder o tomadores de decisiones coincidan apenas en la forma con las utopías del pueblo. Los primeros construyen castillos en el aire sin intención alguna de habitarlos o hacerlos habitables para los demás, y se refieren a ellos siempre en tiempo futuro, en forma de promesa que se hace sin ánimo de cumplir; los segundos sueñan con la posibilidad sin saber cómo hacerla real, hasta que aparece un líder que conduce a los demás por el escarpado camino hacia la utopía, pero que, inevitablemente al parecer, pierde la brújula, el horizonte, la visión, y deja a todos con la esperanza frustrada, si es que no pierde hasta la razón y comienza a romper lo construido.

Otra estudiosa, F. Vieira, aporta otros elementos a la comprensión de la utopía; encuentra, por ejemplo, que en los relatos literarios, la llegada se produce solo después de tormentas y naufragios, y, aunque no lo dice, es común que tales tragedias se produzcan a causa de la impericia, cuando no abierta estulticia, del timonel y su equipo. A la utopía se llega sin saber cómo, de ella se sale creyendo posible volver, y siempre, como en el paraíso perdido, es imposible regresar. Hay quienes deben vivir cotidianamente con tal destino, y se atrincheran en sus recuerdos, en sus delirios de poder, en el fervor de las multitudes que estuvieron a punto de tocar el cielo con las manos y están dispuestos a tomarlo por asalto.

Utopía es, pues, el consuelo de la fe en el porvenir, y por eso hay quien trata de compararla con el paraíso de las religiones, que es solo promesa para la vida ultraterrena; pero también puede ser germen del inconformismo, de la rebeldía que no está dispuesta a esperar tanto para ver un mundo nuevo, un faro mitológico, una estrella que orienta la ruta, pero que se aleja con cada paso que se da para alcanzarla.

(*) Claudio Rossell Arce es profesional de la comunicación social

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Tribunal

Muy rara vez los tribunales son electos por voto popular. Especialmente en la justicia.

Claudio Rossell Arce

/ 22 de diciembre de 2024 / 09:07

El significado más común de la palabra incluye la idea de una institución pública, conformada por uno o varios jueces que, actuando como cuerpo colegiado, tienen el poder y el mandato de interpretar y aplicar el Derecho en la resolución de conflictos entre partes, garantizar el cumplimiento de las leyes y proteger los derechos de los ciudadanos; se supone que cualquier tribunal debe observar el principio de imparcialidad, es decir, actuar sin prejuicios para garantizar justicia equitativa, y debe hacerlo según reglas claras y siguiendo procedimientos formalizados. La experiencia reciente en Bolivia es evidencia de que no siempre sucede así.

Consulte: Sistema

«Tribuna» y «tribunal» comparten la raíz semántica «tribu», pero se distinguen en que la primera es el lugar donde, aunque a veces el juez impartía justicia resolviendo disputas entre privados, en general se discutían asuntos de interés público. En tiempos del Imperio romano, era allí donde el tribuno ejercía sus dotes de influencia y liderazgo, especialmente cinco siglos antes de nuestra era, cuando su función explícita era defender al pueblo, la plebe, de los excesos y abusos de los poderosos y privilegiados. Muchos siglos después, sería inspiración del ombudsman o defensor del pueblo. Por extensión, todas las personas que defienden los derechos humanos deberían ser reconocidas como tribunos contemporáneos.

Tribuna también es la que se reúne en los estadios donde se juega fútbol; en este caso, la disputa se resuelve cuando la pelota, movida casi únicamente con los pies, y raramente con la cabeza, llega al fondo del arco rival. Extremando la metáfora de «la política es como el fútbol…», se puede entender gran parte de las decisiones que toman los gobernantes y sus oposiciones.

Asimismo, se puede decir que la opinión pública, en contra del sueño del buen Jürgen, no es un tribunal que dirime asuntos públicos, sino una tribuna donde cualquiera puede juzgar y sancionar en medio de un atronador ruido causado por la avalancha permanente de mensajes en forma de equis, tiktoks y demás formas de mensajes (contenido, se le llama hoy) que circulan en las redes sociales digitales. Los efectos de estos juicios son a menudo equivalentes a los que produce en la tribuna deportiva una jugada violenta o un error del juez en la cancha de fútbol.

Se puede distinguir a los tribunales por su composición. Así, por ejemplo, son jueces, o magistrados, si su rango es el más elevado, los que conforman los tribunales de justicia; son árbitros quienes se encargan de los tribunales de arbitraje, donde, a menudo, en lugar de dictarse justicia, se imponen las reglas del capitalismo global; y son consejeros quienes componen los diferentes tribunales administrativos, incluyendo los de ética.

En momentos revolucionarios, se han instalado, con diversos nombres, tribunales populares que, en el trance de romper un sistema normativo para instalar uno nuevo, administraron justicia popular, a menudo de manera sumaria y prescindiendo del debido proceso y otras blandeces que hubieran entorpecido el paso revolucionario. En no pocas ocasiones, en la antigüedad y hoy mismo, tales tribunales han evolucionado hasta convertirse en la máscara de unos pocos líderes poderosos ejerciendo su arbitrio en nombre de un pueblo cada vez más lejano a la toma de decisiones.

Muy rara vez los tribunales son electos por voto popular. Especialmente en el ámbito de la justicia, y mucho más en los modelos republicanos que respetan la independencia de poderes, es el legislativo el que designa los miembros de los tribunales, un poco dotando de poder de interpretar y aplicar las leyes que produce a un puñado de personas notables y un poco fijando límites a su propia actuación.

Pero hay excepciones; y el problema es que estas, mal manejadas o, peor, empleadas con mala fe, degradan la legitimidad de los tribunales y sus miembros y, lo que es peor, dan paso a la anomia y la injusticia. Es en estos casos cuando se hace evidente que la sociedad necesita más tribunos al estilo romano y menos tribunales al estilo boliviano.

(*) Claudio Rossell Arce es profesional de la comunicación social

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Sistema

Una definición de sistema dice que es un conjunto organizado de elementos interrelacionados

Claudio Rossell Arce

/ 8 de diciembre de 2024 / 06:02

A menudo, cuando se busca comprender la ineficacia, o, peor, la maldad de las instituciones sin rostro visible, pero con efectos en la vida cotidiana, la respuesta fácil está en decir que “es el sistema”, y, en efecto, es probable que sea correcta. No importa si se trata de una respuesta institucional, como una fría carta, o un individuo que porta las credenciales, y los hábitos, de la organización, siempre es el sistema que se manifiesta de maneras diversas, pero aparentemente opuestas al interés del individuo.

Una definición básica de sistema dice que es un conjunto organizado de elementos interrelacionados que interactúan entre sí y con su entorno de manera coherente y estructurada, ya sea física, conceptual, social, económica o simbólicamente. Lo que le da sentido es su propósito de cumplir una función o alcanzar un objetivo dentro de un marco definido de reglas, dinámicas o principios, a menudo, en apariencia, inhumanos.

Consulte: Revolución

Sin embargo, no todos los sistemas cumplen con la definición: tómese por ejemplo el sistema solar, que es tal porque muchos cuerpos celestes orbitan (revolucionan, si se prefiere) en torno a una estrella. Al parecer, hay millones de esos en el Universo, aunque la pretensión humana reduzca este al conjunto de sus actividades, comenzando, por ejemplo, con concursos como el Miss Universo, en el que la ganadora siempre es una terrícola.

Otros sistemas, de presencia cada día mayor en la vida humana, son los informáticos, que incluyen los sistemas operativos, que mantienen funcionando el dispositivo que se emplea para leer, por ejemplo, este artículo; los que hacen funcionar la mítica world wide web, donde se encuentra este diario; y ni qué decir de los que hacen funcionar sofisticadas redes computacionales que posibilitan la inteligencia artificial generativa, que amenaza con reducir la inteligencia natural humana a su mínima expresión.

Hay sistemas de transportes, que se organizan con, sin o a pesar de la intervención estatal, como se puede ver en las ciudades de Bolivia, donde los gobiernos municipales sirven, a lo mucho, como el antagonista necesario para hacer funcionar el relato; las y los pasajeros son, en el mejor de los casos, extras que justifican la trama. Hay sistemas ecológicos, que todo el mundo dice apreciar, pero que casi nadie se atreve a proteger, sobre todo si aparecen como el obstáculo para la utopía del desarrollo.

Hay sistemas de educación, que en países como Bolivia dan pena, si no miedo, y que justifican ríos de tinta y horas de comentarios defendiendo su importancia y proponiendo soluciones, pero nada más, pues su éxito y desarrollo le quitarían eficacia a los discursos que amenazan con soles que se esconden y lunas que huyen. De los sistemas de salud también se dice mucho, pero se hace casi nada para mejorarlos; los mercaderes de la medicina lo agradecen mientras, satisfechos, cuentan su dinero.

Hay sistemas de justicia, que en la mayoría de los casos son todo lo contrario, y que funcionan como reloj suizo cuando se trata de favorecer intereses parciales o de impedir transformaciones estructurales que, tal vez, solo tal vez, los harían menos ineficientes y odiosos. Concomitantes con ellos son los sistemas políticos, que medran del estado de cosas, mientras sus agentes se llenan la boca con propuestas de transformación que apenas si sobreviven hasta el día de la elección.

También hay sistemas económicos, que funcionan muy bien en el papel o en delirantes conferencias de prensa, de las que se sale creyendo que el problema no está en los gobernantes, sino en la incapacidad de la gente para comprender las buenas intenciones de quienes toman las malas decisiones (o no toman ninguna, que también suele suceder). En ellos prosperan los sistemas financieros, con gran flexibilidad para adaptarse a toda clase de circunstancias y maximizar la ganancia de sus miembros, a cualquier costo.

Todo ellos, y muchos otros, forman el sistema social, en el que se aprende a vivir a pesar de las durezas, sinsentidos y abusos, atribuibles a la cultura, a las normas y a las instituciones, pero casi nunca a la naturaleza humana, como si no fuera esta el origen de todas las anteriores. Hace más de medio siglo que la filosofía mira con desconfianza a estos sistemas, y los opone al “mundo de la vida”, cada día más reducido, en nombre de valores abstractos y promesas imposibles de cumplir.

(*) Claudio Rossell Arce es profesional de la comunicación social

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Queja

La queja, como la risa o el suspiro, pero con palabras o gestos llenos de significado, es inherente al ser humano. Quejar, dice el diccionario, es “expresar con la voz el dolor o pena que se siente”.

Claudio Rossell Arce

/ 3 de noviembre de 2024 / 00:06

La queja, como la risa o el suspiro, pero con palabras o gestos llenos de significado, es inherente al ser humano. Quejar, dice el diccionario, es “expresar con la voz el dolor o pena que se siente”. Queja es el sustantivo derivado de ese verbo, y sirve para nombrar, entre muchas otras cosas, lamentación, lamento, gemido, quejido, llanto, lloro, pena. Quejarse es lo que mejor hacen las personas: de la circunstancia, del tiempo, del jefe o el subalterno, de la pareja, los amigos y, mucho más de los examigos, exparejas y enemigos, y de tantas otras cosas.

En la conversación cotidiana hay quien, satisfecho, afirma que no tiene de qué quejarse. No tienen, o no deberían tener, razones para la queja quienes disfrutan de suficientes alimentos disponibles, un techo, abrigo, pequeñas y grandes satisfacciones personales, alegrías colectivas; mucho menos quienes gozan de los privilegios contemporáneos, comenzando por el dinero, que paga por todas las formas de desigualdad. Hay, también, quienes con y sin razón tienen motivos para la queja: de la falta de recursos, incluso para comer, de la falta de afecto, del exceso de odio, de la envidia, del clima, de la moral propia y ajena (sobre todo la ajena), de la falta de esperanza “porque la cosa está muy fea”… de todo y de nada.

Pero también hay quienes saben, sienten o creen que es mejor quedarse callado. Dicen con ironía “no puedo quejarme”. Por ejemplo, de los delirios de su exjefazo, que prefiere ver a su país arder antes que renunciar a su ambición de volver a posarse sobre la silla presidencial y satisfacer sus deseos (los más sublimes y los más perversos, Les luthiers dixit), porque no faltará quien diga “pero el otro es peor”, sin compadecerse de quienes arden en la hoguera, o que desate sobre el quejoso la poscensura y sus horribles formas de cancelación.

Del autor: Poder

No es posible quejarse del fascismo inherente a dichos y actos de quienes se dicen (y hasta se creen) de izquierda o socialistas, porque los guardianes de la ideología afirman, a menudo con lenguaje autoritario y descalificador, que tales ideas y prácticas pertenecen únicamente a quienes se dicen (y se saben) de derecha. Tampoco de la ostensible incapacidad de gobernar de quienes recibieron el mandato de la mayoría, pero luego decidieron ir a contramano de sus promesas; que buscaron y encontraron conflicto, incluso allí donde no debería haber ninguno; y que entregaron el poder de decisión sobre los asuntos estratégicos del Estado a quien no había sido legitimado para hacerlo, reproduciendo la tragedia de Faetón, que exigió a Helios conducir su coche solo para estrellarlo y quemar el mundo en el accidente, porque dirán que hacerlo es ir contra la voluntad del pueblo.

Difícil quejarse, porque no hay dónde, de la falta de medios y canales donde gozar de más y mejor libertad de expresión, en parte porque a los poderosos de uno y otro lado les incomoda tener que lidiar con las dudas, preguntas y críticas periodísticas; pero también porque las y los periodistas que abandonaron los principios del oficio para ponerlo al servicio de fines espurios, hoy actúan como como comisarios de la verdad, mientras la mantienen secuestrada, y agreden, por activa o por pasiva, a quienes les critican y cuestionan.

Tal vez por todo eso, queja también significa reclamación o, en el ámbito del derecho, “acusación ante juez o tribunal competente, ejecutando en forma solemne y como parte en el proceso la acción penal contra los responsables de un delito”. Por tanto, la queja puede ser más que lamentación: un acto de rebeldía y de protesta contra lo que se acepta como dado, un deseo de cambiar el estado de las cosas.

Por todo eso hay que quejarse, aunque sea difícil y hasta provoque susto: del racismo de nuevo cuño, que siembra la división allí donde había que promover la igualdad y posterga la salida del problema esencial de esta sociedad; de la desconfianza generalizada en forma de prejuicios que se circulan cual monedas de oro, del odio que provoca. Hay que quejarse de la falta de respuestas, pero también de la ausencia de voces críticas; de la incertidumbre y la falta de esperanza. Hay que quejarse en lugar de permanecer callado cuando todo se derrumba alrededor.

*Claudio Rossell es profesional de la comunicación social.

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