En su clásico estudio El positivismo y la circunstancia mexicana, Leopoldo Zea señala que el positivismo francés fue la ideología de la burguesía posrevolucionaria que pretendía superar los excesos izquierdistas del siglo XVIII sin al mismo tiempo volver al “antiguo régimen”. Se trataba entonces de una ideología centrista, y por esto resultaba ideal para la circunstancia que vivió la burguesía mexicana a partir de la sexta década del siglo XIX, cuando se consolidó la república de México.
El positivismo postulaba un orden social dinámico, pero moderado y progresivo, que superara el tradicionalismo mexicano al mismo tiempo que eliminara la “anarquía” introducida previamente al país por la lucha liberal-conservadora. Su consigna era la comtiana: “orden con cambio y cambio con orden” (la misma de Goni Sánchez de Lozada en los años 90).
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¿Podemos aplicar este esquema de clases a Bolivia? A fines del siglo XIX, no. Es cierto que el positivismo fue también aquí (o, para decirlo de otra manera, fue intrínsecamente) una ideología “burguesa”, es decir, una ideología del progreso industrial y de la legalidad y la institucionalidad liberales. Sin embargo, ¿de qué “burguesía” boliviana se podría hablar en este momento, entendiendo por “burguesía” a la clase de los propietarios de los medios modernos de producción? A esta categoría solo pertenecían los mineros de la plata y un puñado de grandes comerciantes de ultramarinos, un grupo exiguo, aliado al tradicionalismo agrario y agrupado en la facción conservadora, es decir, opuesto al positivismo.
Tendría que pasar un tiempo para que, durante los primeros años del siglo XX, el positivismo y el liberalismo se hicieran mayoritarios y un nuevo sector recién aparecido de la burguesía minera, el de los productores de estaño, los enarbolara como banderas ideológicas.
Entonces, ¿quiénes procesaron la ideología positivista y liberal en el momento de su recepción en el país?, ¿quiénes las extendieron e impulsaron hasta convertirla en la ideología del poder? En nuestro caso, el papel de la “burguesía progresista” fue cumplido por ciertas clases medias profesionales y comerciales creadas por la prosperidad minera, en particular desde la década de 1870; clase medias que antes de llegar al poder en 1900 se perfilaron como la contra-élite política del país. Los positivistas eran profesores y profesionales independientes. El Partido Liberal fue fundado en 1883 por Eliodoro Camacho, un militar, apoyado por intelectuales, empleados y propietarios o herederos de haciendas agrícolas, la mayoría de ellos jóvenes.
Esta contra-élite lucharía contra los gobiernos conservadores (1884-1899) con todas las armas a su alcance, incluso enfrentando su positivismo contra el tomismo y el clericalismo de estos.
Luego de su victoria, el liberalismo y el positivismo se convertirían, sí, en expresiones de la burguesía minera y comercial, pero ya no de la facción de la plata, la cual se fue retirando progresivamente y cediendo su espacio a los empresarios del estaño, que se hicieron militantes o eran amigos del partido liberal.
Tenemos entonces que, desde la Revolución Federal de 1899, que comenzó el periodo liberal, el cual se extendió con diferentes formas y aspectos hasta la guerra del Chaco (1935-1938), el positivismo “llegó al poder”. En este tiempo se estableció la libertad de enseñanza, se limitó el magisterio eclesial, se reformó la educación pública conforme a las ideas de la “religión del progreso”, se avanzó en la parcelación de las comunidades indígenas, causa de múltiples abusos y protestas, se puso basamento nacional a algunas “ciencias positivas”, la geología, la geografía, la arqueología, la antropología, en menor medida la psicología y la sociología, se exploró el territorio y se trató de vertebrarlo por medio de ferrocarriles y caminos, al mismo tiempo que se adoptaba todos los adelantos científicos internacionales que se pudiera importar, se aprobó el divorcio (15 de abril de 1932), etc.
Pero el positivismo —y en gran parte también el liberalismo— tuvo un lado maligno y fue su concepción “social-darwinista” del cambio social. Según esta concepción, la raza no solo era una característica positiva, esto es, científica de la población, sino que determinaba el comportamiento de esta. De una manera muy conveniente para quienes ocupaban las posiciones de clase más ventajosas (burgueses, terratenientes, grandes comerciantes e intelectuales), todos los cuales eran blancos, el positivismo definía la determinación racial a favor de quienes poseían un fenotipo europeo. Se suponía entonces que los blancos o “hispanos” eran los únicos racialmente adaptados para la modernidad, para los requerimientos del trabajo avanzado y, por tanto, los únicos que podían tener un desempeño social productivo y bienhechor. En cambio, los indígenas y los “cholos”, es decir, los hijos mezclados de indígenas e “hispánicos”, constituían razas inferiores, incapaces de crear, de asumir los desafíos progresistas, la responsabilidad y la lucha por la subsistencia; eran una rémora para la nación, un problema que resolver, etc.
Por un lado, no era posible evitar un mayor cruce con los indígenas, de modo que el país se iba poblando de mestizos, seres flojos, lascivos, indisciplinados, poco esforzados, listos pero no inteligentes, o inteligentes pero carentes de voluntad, etc. Por el otro, se anatemizaba o renegaba de esta futura mayoría nacional, constituyendo un pensamiento pesimista y depresivo que tendría como su principal cultor a Alcides Arguedas, y como su primer denostador, a Franz Tamayo, aunque fuera un denostador desde dentro del mismo racismo, gesto y posición que inauguraría el indigenismo nacional.
Aunque no es posible encontrar este tipo de razonamiento en los documentos fundamentales del Partido Liberal, resulta indudable que el primer presidente boliviano liberal, José Manuel Pando, así como otros altos dirigentes de este partido y del país, fueron positivistas y racistas.
Una de las primeras expresiones del racismo positivista fue el Nicómedes Antelo de Gabriel Rene-Moreno, ensayo escrito en 1882 en Buenos Aires, donde el historiador dio en encontrarse con Antelo, paisano y amigo suyo, precoz receptor y divulgador cruceño de la teoría de la evolución y la biología más moderna de la época, y socialdarwinista. Lo estudiaremos en 15 días.
(*) Fernando Molina es periodista