No es caridad
Verónica Ibarnegaray
Nos acercamos al final de otro año más sorteando la escalada de crisis, desastres y récords climáticos con acrobacias de sobrevivencia, mientras los acuerdos para frenar el calentamiento global, la pérdida de biodiversidad y sus impactos galopantes avanzan sin mucho impulso en las negociaciones mundiales. Este 2024 va camino a posicionarse como el año más caluroso registrado, superando a 2023 y el umbral de 1,5 grados centígrados de aumento de la temperatura del planeta. Una nueva alerta roja lanzada semanas atrás por la Organización Meteorológica Mundial.
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Estamos conviviendo con paisajes más inflamables y un clima de fuego que favorece la proliferación de incendios voraces, como los que hemos visto este año en gran parte del planeta y especialmente en Bolivia. La sequía extrema y las temperaturas anormalmente altas, agravadas por el fenómeno de El Niño y factores vinculados al uso de la tierra y la deforestación, nos han expuesto al mayor desastre que ha enfrentado el país en términos de escala y afectación, con consecuencias devastadoras para la naturaleza y la sociedad que perdurarán en el tiempo. Las emisiones de carbono de los incendios alcanzaron los niveles más altos registrados para Bolivia, según el Servicio de Monitoreo Atmosférico de Copernicus, reforzando el ciclo de retroalimentación peligrosa con el cambio climático.
Mientras continúa el balance de los daños, la sociedad demanda respuestas a qué hacer después de los incendios. Las propuestas desde el ámbito de la conservación abogan por estrategias que prioricen la regeneración natural como la vía más efectiva para restaurar los ecosistemas afectados, siempre que se establezcan las condiciones que permitan que la naturaleza siga su curso en la recuperación de la salud del suelo y la biodiversidad. Desde luego, esto se logra con políticas y medidas que garanticen su protección para evitar su conversión a otros usos de la tierra, que sean compatibles con la prevención y respondan a las necesidades y aspiraciones de las comunidades locales y pueblos indígenas, cuya vulnerabilidad se ha profundizado tras la sequía y los incendios forestales, y cuyas voces deben estar al centro de las discusiones.
En un año tan complejo para la economía mundial, los desastres relacionados con el clima y la naturaleza nos recuerdan que no puede haber recuperación económica sin invertir en soluciones que aborden de manera eficaz las causas y consecuencias de los riesgos crecientes. Tras años de negociaciones polarizadas, los países finalmente acordaron un nuevo objetivo colectivo de financiamiento climático en la Conferencia sobre el clima en Bakú (COP29), con el compromiso de canalizar al menos 300.000 millones de dólares al año hacia los países en desarrollo, para apoyar sus esfuerzos frente a la crisis climática. Una meta que para muchos resulta insuficiente, y, aun así, constituye un paso adelante en el camino hacia economías más limpias y sostenibles, que ayuden a proteger a las poblaciones vulnerables de los efectos del cambio climático.
En medio del oleaje de incertidumbres y cantos de sirenas que rodean los mercados de carbono y otros mecanismos financieros basados en la naturaleza, conviene saber navegar el potencial que ofrecen para la conservación de los bosques y la resiliencia de las comunidades. El tiempo es crucial para crear incentivos positivos que ayuden a revertir la ecuación económica que hace que la tierra sea más valiosa deforestada que con bosques en pie.
La financiación climática no es caridad, es una inversión, como señaló Antonio Guterres. Se trata de invertir en nuestro futuro y en un mundo más seguro, sano y próspero para todos.
(*) Verónica Ibarnegaray es directora de proyectos, Fundación Amigos de la Naturaleza