La fundación del ‘racismo científico’ en Bolivia
Fernando Molina
En la “Introducción” a su Catálogo del archivo de Mojos (1888), Gabriel René Moreno, “príncipe de las letras” e historiador insigne, afirmaba que este archivo era especialmente valioso porque hablaba de un experimento social que “interesa[ba] a la vez a la etnología, a la fisiología y a la demografía”. Dicho experimento probaba —conforme a la ciencia positiva y como si se hubiera realizado en un laboratorio— una hipótesis que entonces compartían las mencionadas disciplinas: la hipótesis del determinismo racial.
El archivo registraba la correspondencia burocrática en torno a la administración de Mojos (hoy Beni) durante el “Extrañamiento” o expulsión, en 1776, de los jesuitas que habían manejado esta región y su sustitución por curas del Obispado de Santa Cruz. El experimento social e histórico al que aludía, según Moreno, era más amplio: se había realizado antes y después del Extrañamiento en varias etapas de creciente complejidad.
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Primero, desde la década de 1680 y por un siglo, los jesuitas habían reducido a pueblos indígenas habituados a vivir a salto de mata en la selva, dentro de misiones agrícolas y manufactureras bien ordenadas en las que la propiedad era común, se cumplían rigurosas normas morales y todos distribuían su tiempo entre el trabajo manual, la oración y el arte. De este modo, habían mantenido a los mojeños apartados de las normas modernizadoras que comenzaron a aplicarse en los reinos americanos a la llegada de la dinastía borbónica al poder metropolitano (1700), medidas que buscaban —sin lograrlo— convertir a criollos e indígenas en súbditos plenos de una monarquía absoluta.
Los jesuitas habían intentado construir el paraíso terrenal, inaugurando una tradición política que se desarrollaría y adquiriría enorme importancia en los siglos venideros. Sin embargo, su voluntarismo político no fue criticado más que tangencialmente como justificación de la dramática proscripción que Carlos III les aplicaba. Más bien se argumentó que no habían logrado inculcar a los indígenas un verdadero sentimiento cristiano; que sus misionarios se limitaban a acatar una ritualidad vacía de contenido; por ejemplo, flagelándose a sí mismos de forma mecánica; que sentían miedo del infierno y el diablo como antes habían temido a los seres oscuros del bosque; que en Jesús y los santos encontraban únicamente una promesa de placer, tranquilidad y afecto.
Entrando en este debate un siglo después con la intención de usar armas ideológicas modernas en él, Moreno afirmaba que nada más podía habérsele pedido a la Compañía de Jesús, ya que era imposible que la raza con la que había interactuado pudiera haber llegado a niveles más avanzados de espiritualidad: “Si algunas ráfagas de piedad luminosa había de producir la mente estrecha de estos indios, tenían ellas que ser proyecciones racionales o sentimentales provocadas por medio de todos los aparatos de los sentidos. Un cerebro mojeño primero estallaría como una bomba Orsini, antes que comprender ápice de esa sencillez suavísima y penetrante que se titula Introducción a la vida devota, por San Francisco de Sales”.
Moreno simpatizaba con los indígenas del oriente boliviano como un adulto simpatiza con los niños, con los cuales los comparó varias veces. Formaban, decía, “una sociedad sencilla, infantil, inocentona, pero en todo y por todo muy vecina de la ciega y carnal barbarie”. Así que encontraba natural que se los colocara en el último nivel de la jerarquía social del Virreinato, “vista su inferioridad respecto de la raza incásica”. De ahí que, después del Extrañamiento, y hasta 1810, el poder de Chuquisaca tratara de sustituir la tutela jesuítica de Mojos por la tutela, que al final resultaría venal y lasciva, de los curas del Obispado de Santa Cruz. No había otras posibilidades. Había que tener a los indígenas sofrenados por medio de supersticiones y ritos. “El largo uso acredita que freno y bocado eran propios de [esta] caballería”, metaforiza Moreno. Infierno o “cara de Cristo” en la otra vida, y culto y cilicios en esta, “constituyen el máximum que del espíritu del cristianismo puede ser desprendido del foco en obsequio del hombre negro y el hombre amarillo. El cristianismo, el pleno cristianismo, es solo para los blancos. No se sienten bien ni se adaptan bien a él los inferiores”.
Se trataba, eso sí, de una estrategia transitoria, ya que el género humano debía terminar unificado “caucáseamente”; esto es, emerger blanco y europeo de la desaparición de los negros y los amarillos, cuya evolución quedaría trabada a causa de su inferioridad. Por lo menos esta era la posibilidad finalista. Entonces y solo entonces se cumpliría la profecía del triunfo completo y definitivo del cristianismo.
En tanto darwinista social, Moreno creía en la supervivencia del más apto. Siendo él mismo blanco, razonaba que su raza era más apta que las otras: la única en “estado de madurez; o sea [la] de mejor y más perfecto desarrollo”. Al mismo tiempo, como positivista que también era, tenía necesidad de justificar su aserto con un discurso basado en hechos y pruebas: “Nada de hipótesis ni de fábulas para este estudio, nada que el positivismo de la ciencia más experimental no pueda admitir hoy día”. De ahí su entusiasmo por la oportunidad de escudriñar en los papeles de Mojos: a través de los anales de esta experiencia se podía demostrar la cuestión de las superioridades e inferioridades raciales de manera incontrovertible. Al intentar hacerlo, Moreno fundaba el “racismo científico” o positivista en Bolivia.
(*) Fernando Molina es periodista