Sistema
Una definición de sistema dice que es un conjunto organizado de elementos interrelacionados
Claudio Rossell Arce
A menudo, cuando se busca comprender la ineficacia, o, peor, la maldad de las instituciones sin rostro visible, pero con efectos en la vida cotidiana, la respuesta fácil está en decir que “es el sistema”, y, en efecto, es probable que sea correcta. No importa si se trata de una respuesta institucional, como una fría carta, o un individuo que porta las credenciales, y los hábitos, de la organización, siempre es el sistema que se manifiesta de maneras diversas, pero aparentemente opuestas al interés del individuo.
Una definición básica de sistema dice que es un conjunto organizado de elementos interrelacionados que interactúan entre sí y con su entorno de manera coherente y estructurada, ya sea física, conceptual, social, económica o simbólicamente. Lo que le da sentido es su propósito de cumplir una función o alcanzar un objetivo dentro de un marco definido de reglas, dinámicas o principios, a menudo, en apariencia, inhumanos.
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Sin embargo, no todos los sistemas cumplen con la definición: tómese por ejemplo el sistema solar, que es tal porque muchos cuerpos celestes orbitan (revolucionan, si se prefiere) en torno a una estrella. Al parecer, hay millones de esos en el Universo, aunque la pretensión humana reduzca este al conjunto de sus actividades, comenzando, por ejemplo, con concursos como el Miss Universo, en el que la ganadora siempre es una terrícola.
Otros sistemas, de presencia cada día mayor en la vida humana, son los informáticos, que incluyen los sistemas operativos, que mantienen funcionando el dispositivo que se emplea para leer, por ejemplo, este artículo; los que hacen funcionar la mítica world wide web, donde se encuentra este diario; y ni qué decir de los que hacen funcionar sofisticadas redes computacionales que posibilitan la inteligencia artificial generativa, que amenaza con reducir la inteligencia natural humana a su mínima expresión.
Hay sistemas de transportes, que se organizan con, sin o a pesar de la intervención estatal, como se puede ver en las ciudades de Bolivia, donde los gobiernos municipales sirven, a lo mucho, como el antagonista necesario para hacer funcionar el relato; las y los pasajeros son, en el mejor de los casos, extras que justifican la trama. Hay sistemas ecológicos, que todo el mundo dice apreciar, pero que casi nadie se atreve a proteger, sobre todo si aparecen como el obstáculo para la utopía del desarrollo.
Hay sistemas de educación, que en países como Bolivia dan pena, si no miedo, y que justifican ríos de tinta y horas de comentarios defendiendo su importancia y proponiendo soluciones, pero nada más, pues su éxito y desarrollo le quitarían eficacia a los discursos que amenazan con soles que se esconden y lunas que huyen. De los sistemas de salud también se dice mucho, pero se hace casi nada para mejorarlos; los mercaderes de la medicina lo agradecen mientras, satisfechos, cuentan su dinero.
Hay sistemas de justicia, que en la mayoría de los casos son todo lo contrario, y que funcionan como reloj suizo cuando se trata de favorecer intereses parciales o de impedir transformaciones estructurales que, tal vez, solo tal vez, los harían menos ineficientes y odiosos. Concomitantes con ellos son los sistemas políticos, que medran del estado de cosas, mientras sus agentes se llenan la boca con propuestas de transformación que apenas si sobreviven hasta el día de la elección.
También hay sistemas económicos, que funcionan muy bien en el papel o en delirantes conferencias de prensa, de las que se sale creyendo que el problema no está en los gobernantes, sino en la incapacidad de la gente para comprender las buenas intenciones de quienes toman las malas decisiones (o no toman ninguna, que también suele suceder). En ellos prosperan los sistemas financieros, con gran flexibilidad para adaptarse a toda clase de circunstancias y maximizar la ganancia de sus miembros, a cualquier costo.
Todo ellos, y muchos otros, forman el sistema social, en el que se aprende a vivir a pesar de las durezas, sinsentidos y abusos, atribuibles a la cultura, a las normas y a las instituciones, pero casi nunca a la naturaleza humana, como si no fuera esta el origen de todas las anteriores. Hace más de medio siglo que la filosofía mira con desconfianza a estos sistemas, y los opone al “mundo de la vida”, cada día más reducido, en nombre de valores abstractos y promesas imposibles de cumplir.
(*) Claudio Rossell Arce es profesional de la comunicación social