Las palabras y su visa
¿Cuántos bolivianos se sentirán emocionados con el ingreso al libro gordo de la lengua del vocablo ‘charquicán’?

Claudia Benavente
Esta A tenía que decidir si este domingo volvía a acercarse a la miseria de la política boliviana en tiempos de magistrados autoprorrogados y lo que queda de paciencia en la gente que vive entre filas, inflación y restricciones, o si más bien lamentaba con impotencia femenina la forma cómo comenzamos el 2025, con la vida apagada de Sandra, en San Julián, por la violencia machista o si, finalmente, se sumaba a la bronca de la hinchada stronguista por el descalabro desatado este viernes en nuestra sede de Achumani cuando entre policías y periodistas, se desataba una escandalosa pelea entre dirigentes, con la justicia y la interesada Federación Boliviana de Fútbol de por medio. O sea, era una competencia de tres tipos de indignación. Sin embargo, esta A que es boliviana, mujer y stronguista, ya no encontró, en pleno estreno de año, más palabras para prolongar lamentos bolivianos, femeninos y stronguistas debido a que, de tan larga y necia crisis política y económica, de tantos crueles asesinatos de mujeres humildes que dejan a tantos niños en absoluta soledad, de tantos secuestros y abandonos fuera y dentro de la cancha al club de mi papá, a mi tierno tigre, las palabras se vaciaron, los verbos se secaron, los adjetivos se rompieron y la rabia quedó muda.
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Así, la A propuso hablar de las palabras mismas. No de las que no encontramos para este tiempo de desesperanza, no de las palabras que no alcanzan para describir la desilusión, sí de las palabras que lograron su visa para entrar al “gran diccionario”. Como dijo un colega, “hace semanas que publicamos la nota”. Verdad. Sin embargo, unas pocas semanas no bastan para masticar y digerir los nuevos ingredientes de la enorme y cambiante sopa de letras que es el diccionario de nuestra lengua castellana (¿o prefiere usted “española”?). La Real Academia Española (RAE) admitió más de 4000 nuevos términos. En verdad, se trata de palabras que nacieron y crecieron en el uso de los hablantes (y pensantes y sintientes y escribientes y escribidores y escritores) sin el permiso real y dorado de la Academia. La diferencia es que hoy cuentan con un carnet de identidad. O con visa para un sueño.
¿Cuántos bolivianos se sentirán emocionados con el ingreso al libro gordo de la lengua del vocablo “charquicán”? A muchos nos alegrará a condición de que entre con los huevos bien puestos y bien grandes y dos pedazotes de queso con los bordes bronceados. ¿Cuántos argentinos recibieron, con un grito de gol, hace un tiempo ya, el ingreso al arco de los significados compartidos el verbo “gambetear”? Con seguridad hubo que hacer una gambeta a los impulsos conservadores de un mundo de la lengua que no cede fácil a las manganetas de los usos idiomáticos en cada rincón de este universo panhispánico donde las palabras ya cruzaron, en absoluta clandestinidad, las fronteras de los países. De lo contrario, no podría una cochabambina decir que su amigo chukuta pico verde es un gil o un cholo limeño decir que lo desmadraron los que ayer fueron sus cuates.
Lo cierto e inmodificable es que las lenguas son como el agua. Encuentran inexorablemente el camino para transitar y abrirse paso allí donde no hay el pavimento de lo admitido. Por lo mismo, a nadie en nuestro país le quita el sueño que la RAE le selle la visa a la palabra “trameaje”, que solo le quita el sueño a quienes no les alcanza para pagar dos pesos más hasta su barrio. Por lo mismo, aunque muchos queremos que se borre del mapa la palabra “autoprorrogados”, será parte de nuestro debate público y Espada junto a Hurtado pueden mañana sacar una sentencia constitucional que incluya esta palabra clave en la R.A.E: “mecanismo para gobernar en medio de la desinstitucionalización”. Por lo mismo, nos importa menos que el vocablo marraqueta esté ya en el libro que los panaderos amenacen con su desaparición de las tiendas; nos importa más el precio de las polleras en la Garita que la definición de “chola” en el diccionario; nos importa más el precio de la carne a fin de año que la ausencia de la palabra “picana” en la biblia panhispánica que poco dice sobre los condimentos de la verdadera picana que sin cuestionamientos es la de mi abuela y la de mi madre.
Con todo, no es un dato menor la cantidad interminable de quechuismos y aymarismos que sobrevivieron a la colonización y que hoy se imponen en el diccionario de los caballeros (como la palabra “cancha”, futboleros del mundo). Se llama resistencia. Se llama glamour. Pero qué le importan estos números al “minibusero” que baja navegando en sus cumbias desde el Cementerio. Como cantó la más argentina de todas y la maestra entre maestros, Tita Merello: Si me gano el morfi diario, qué me importa el diccionario, ni el hablar con distinción, llevo un sello de nobleza, soy porteña de una pieza, tengo voz de bandonéon.
(*) Claudia Benavente es doctora en ciencias sociales y stronguista