San Pedro, los techos y los puchos

Decían antes que un escritor verdadero no era tal si no pasaba una temporada en la cárcel. Dicen ahora que la prisión es un buen sitio para escribir. El tarijeño Ramiro Antelo León cayó en “cana” sin querer queriendo, tiempo que le sirvió, entre otras cosas, para escribir el mejor libro sobre una cárcel boliviana que he leído nunca. Es “La balada de San Pedro” (editorial “Los socios del naufragio”, Oruro). Es una crónica que te cogetea; es un diario asfixiante de esa ciudad sin horizontes ni crepúsculos.
Los paceños/paceñas no miramos la cárcel del barrio de San Pedro. Pasamos por delante de esta “Babilonia de adobe y acero”. Nos sentamos a comer los maravillosos helados “Splendid” de la esquina de la plaza. Pero apenas fijamos la mirada en los muros. A lo sumo vemos las colas que se forman los jueves y domingos, días de visita. Hacemos como si San Pedro no existiese. Es un sentimiento de culpa/temor. Es nuestro lado oscuro.
Ramiro Antelo León nos mira desde adentro. Nos coloca delante de la ciudad prohibida, rodeada de una muralla de adobes invisibles. Es San Pedro y el vaivén del candado amarillo de la puerta de salida. Ramiro es un “preso nuevo”. A medida que la narración salvaje avanza, dejará de serlo. Pasea por las secciones/barrios: Guanay, Cancha, Muralla, Grúa, Posta, Pinos, Álamos, San Martín, Palmar, Primero de Mayo, “Chonchocorito”. Y el lector, con él.
“La balada de San Pedro” es un gran viaje por la geografía cautiva, por la teología carcelaria, por los barrios y clases sociales de la mazmorra. “No hay preso que no lea la Biblia; los maleantes son unos beatos de primera”. Ramiro confiesa -ante la multiplicación de callejones sin salida- que no llegará a conocer toda esa geografía a pesar de los años. Confiesa que los presos sienten estar en un zoológico cuando las visitas traen plátanos y cigarrillos. “Las visitas se esperan tanto y se soportan tan poco”. Confiesa que las peleas a muerte llegan en la noche en “población” cuando llueve y nadie mira.
Subimos a los tejados, acudimos a los llamados de lista, soportamos audiencias judiciales infinitas, fumamos pucho tras pucho, “globito” tras “globito” para mirar de frente a los cielos. “La luz y el humo son servicios básicos en San Pedro”. Sentimos el olor a preso impregnado en ropa que no tiene color. Vemos como el tiempo se detiene, como el pasado y el futuro se desordenan. Como las tardes se hacen lentas. Caminamos los patios/conventillos, como viejas calles de Damasco. “En San Pedro se camina mucho”. Nos cocinamos arroz tras arroz. Nos dormimos vestidos gracias a un “lorito” (pastilla de Lorazepam). “Dormir es la única forma de libertad”, escribe Ramiro. “Por eso al preso no se lo molesta cuando duerme”. Nos sentimos solos pues la soledad es la verdadera cárcel. Festejamos las fiestas. Y los días sin nombre ni número “donde el tiempo no debe ser contado porque se estira molesto”.
“La balada de San Pedro” es una gran crónica de personajes en la ciudad de los adobes, en “la máquina de moler alegría”. El viejo preso que vende pan y nadie conoce su voz. Los policías, quince para 1.500 presos. Los “treintones” (condenados a 30 años sin derecho a indulto). Tomás Colque, el único jovial entre ellos. Los “estufas” (presos por estafa, los que no gozan de respeto y son humillados). Don Robertito, uno de ellos. Es el que vende artículos financieros a profesores universitarios.
Los “Milosevich” (condenados por narcotráfico, por la ley 1008). Los maleantes comunes, condenados a ser “taxis” (mensajeros por calles y techos) dentro de este hogar de muros altos. Los “violines” o “violetas”, los condenados por violación (y su fatal destino de palizas y muerte).
Los curas (el negro panameño, entre ellos). Y las monjas de visita. “El domingo en la tarde es aterrador”. Los “Payasitos”, una pareja de hermanos que trabajaban en un elenco de teatro costumbrista. “El Siles”, el Jaime Rivera, el “Chino” Suárez, el “Lobo”, preso insondable, el “Fantasma”. El fugado “Conde” Baltasar. El “Nabo” y el “Muleta”, dos franceses en “Chonchorito”, los dos “Milosevich”. El “Muleta” retrata alaridos silenciosos que un “pintor famoso y exquisito de la ciudad de La Paz” compraba a un precio irrisorio. Prohibido cantar nombres.
La emotiva salida de Sandro (que reparte todo pues trae mala suerte sacar algo de San Pedro) y la muerte fatal del querido Robertito Luis en la Grulla a manos de un “violeta hijo de puta” tocan el corazón. El “preso nuevo” está a punto de salir tras largos años. Mejor salgamos con él de este libro preso entre techos y puchos para mirar el horizonte y el crespúsculo otra vez.
Ricardo Bajo H. publicaba artículos de Ramiro León Antelo en Fondo Negro.