Verdad
La verdad, pues, es tan difícil de ver, que aparece, con suerte, en los intersticios de todo aquello que no es verdadero

Claudio Rossell Arce
Difícil de asir como un pececito en un estanque enorme, la verdad también es difícil de nombrar, aunque en apariencia sea todo lo contrario, como demuestran los autócratas de una y otra orientación cada vez que trinan, tictoquean o toman un micrófono, para delirio de sus adictos y furia de sus detractores.
Durante muchísimo tiempo, la verdad se entendía generalmente como la adecuación entre el objeto y el intelecto (adequatio rei et intellectus), y así lo señala, entre muchas otras acepciones, el Diccionario de la Lengua Española. El problema es que tanto objeto, como intelecto, se prestan a infinidad de interpretaciones. Así, no es que la verdad sea relativa, sino que las interpretaciones que de ella se hacen sí lo son.
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Más influyente de lo que se puede imaginar (a veces por las razones o interpretaciones equivocadas), el filósofo francés J. Derrida afirmó que la verdad apenas deja rastros de sí, una huella, abierta a interpretaciones contingentes y, por tanto, nunca completamente estable ni fija, ya que siempre depende de un contexto cambiante y de asociaciones que se transforman sin fin.
Antes que el francés, M. Heidegger había desempolvado el término griego aletheia, que significa “desocultamiento” o “revelación”, para explicar que no es únicamente una cuestión de correspondencia entre una proposición y un estado de cosas, sino que la verdad, al no presentarse automáticamente, es «revelada» o «mostrada» en el contexto de la existencia humana. Y antes que el alemán, su paisano E. Husserl señaló que la verdad depende de la intencionalidad, es decir, de un acto intencional que dirige la conciencia hacia el objeto; por lo tanto, esta intención es el marco en el que no solo se produce la experiencia, sino que se la evalúa en términos de verdad o falsedad.
De ahí que, en la vida cotidiana, en apariencia tan lejana a la filosofía pura y dura, se habla de diferentes formas, parciales, de verdad, comenzando por la verdad de Perogrullo, que, por conocida, por sabida, por manida, no necesita ni decirse; los políticos bisoños, o los perezosos, que abundan, son muy buenos usando este tipo de verdad, lo cual no es un mérito, sino todo lo contrario. O la verdad de la milanesa, que tal vez sea que en realidad ese delicioso asado apanado típico de Buenos Aires no es de Milán ni mucho menos de Nápoles, aunque sea napolitana.
También hay una verdad jurídica que, como decía el buen Foucault en una famosa conferencia, es el resultado de un buen manejo de los dispositivos de la verdad, que no son más que los rastros, aludidos antes, empleados según unas reglas del juego que posibilitan, en un grosero ejemplo, que un grupo de personas sin mandato gobierne de facto desde un tribunal de (in)justicia sin que haya poder o reclamo capaz de impedirlo. Pero si el pensamiento del filósofo de Poitiers ya no alcanza para comprender estados avanzados de descomposición del aparato de Justicia, tal vez sirvan los relatos del también francés Marqués de Sade, que tan bien retratan la moral y las costumbres de los jueces y otros hombres del poder. Verdad jurídica es, en manos de tales personas, una moneda girando en el aire.
Parecida en sus intenciones, y en mucha de su retórica, la verdad de la política o, mejor dicho, de los políticos, es, en palabras del Papirri, filósofo y trovador paceño, una verdadera mentira. Así, es fácil reconocerla en todo lo que no se dice, por ignorancia descarada, por calculado olvido o, lo más común, por simple mala fe. El resultado no es solo la ostensible falta de coherencia y hasta de claridad en los principios (los fines, ay, esos son lo que importan), sino la naturalización e imitación de las malas mañas a lo largo, ancho y grueso de la sociedad.
Hay también una verdad periodística, cada vez más escasa a falta de recursos para practicarla, que ha sido reemplazada por sofisticados mecanismos de relaciones públicas, que es otra forma de nombrar a la propaganda, sean cuales fueran sus fines. Muchas y muchos periodistas, que en su juventud leyeron a Beltrán, también boliviano, se equivocan cuando creen que decirle adiós a Aristóteles es olvidarse del ethos, el pathos y el logos.
La verdad, pues, es tan difícil de ver, que aparece, con suerte, en los intersticios de todo aquello que no es verdadero, y vaya uno a saber cuál es la diferencia…
(*) Claudio Rossell Arce es profesional de la comunicación social