Anatomías del terror

El día que llovió arañas, cerca de Boyuibe, estaban yendo a la guerra. No tenían mucha idea de qué iban a defender, salvo la patria, esa entidad poco clara de la que aprendieron a medias en la escuela. Aprendieron unos himnos, unas historias que seguramente difieren de las historias de otros lares porque la historia es sesgada. Se saben las cosas de acuerdo a los intereses de las personas que, a su vez, dominan a otras personas, les sacan sus ingresos con sendos impuestos para hacerlas sentir cuidadas, guiadas, abastecidas, pero también ignoradas, demoradas, denostadas, desvalidas. El poder tiene esas dos caras, van rotando, coexisten. De pronto, mandan a la gente a la guerra o a las elecciones o al cadalso. Mientras el camión, a duras penas rodaba en medio de la arena amarillenta, atrás, los soldados, cubiertos a medias por una lona, vieron aparecer una nube negra en el cielo, avanzando a gran velocidad hacia ellos. Cuando se toparon, con una silenciosa violencia, comenzaron los gritos, estaban cayendo arañas del cielo, miles, a la velocidad del viento o más bien, con el viento. El conductor del camión vio de pronto el parabrisas plagado de arañas, negras, cafés, oscuras, de unos 4 centímetros de tamaño en promedio, vivas. Se metieron, ya sea por el viento o por el movimiento del camión, por las ventanas laterales. El camión volcó, dio dos vueltas en el suelo, salieron disparados los soldados a varios metros lejos del vehículo ahora quieto. Se hizo un momento largo de pausa humana, ni una voz, ni un gemido, nada. Como si el miedo, o la muerte, los hubiera paralizado y silenciado. Así, el debut de unos adolescentes en la guerra. Provenientes del altiplano, de la amazonia, de los valles de territorios quechuas, sin siquiera entenderse, se dirigían a la zona de combate, cargando cada quien un máuser de 7 tiros, sin saber, tampoco, disparar.
El horror de la guerra, a pesar de la voluntad y el peso del fervor patriótico, se retratan en los ojos del niño de “Ve y mira”, la película. En los ojos y brutalmente, en la ausencia de sonido causada al niño por una explosión. Empezó como un juego, como un imaginario valeroso, como una forma de entrega, como una retribución necesaria e imprescindible a la pertenencia, a la bandera. Terminó como el peor descubrimiento, el peor desvelo, como enfrentar a todas las anatomías del terror. En una escena, a la amiga del niño, mientras camina de frente a la cámara, un hilo de sangre se le escurre y va dar al lugar del audio espectador, en el que todas las emociones se juntan para entristecer.
Hubo una guerra en la que unos militares, parapetados en trincheras, armados con ametralladoras de última generación, para ese entonces, intentaron acabar con el enemigo, sin haberlo logrado, incluso habiendo disparado miles de proyectiles durante varios días sin descanso. Perdieron esa guerra, contra unas aves no voladoras. Ocurrió a finales de 1932 y se la nombró la guerra del Emú. En ese mismo tiempo, en el Chaco Boreal, cientos de personas se conocían como pertenecientes a una misma patria, sin hablar la misma lengua, comandados por un general con una lengua distinta y adicional. Primero un grito, agudo, estremecedor, salió de la garganta de uno de los soldados, además de salir escupidas dos o tres arañas sin vida ni forma. Luego otro grito y otro y varios más. Se hizo un coro de gritos, unos de horror, otros de dolor, otros de impotencia. Imposible saber cuál fue cuál, digamos, para hacer una clasificación de gritos según su naturaleza. Ese día, para algunos, empezó y terminó la guerra. Para otros, los más fue solo un desafortunado inicio que acabaría, con la mejor de las suertes, en el atrio de la iglesia de San Francisco, cuando los excombatientes todavía vivos, solían sentarse a tomar el sol de invierno, esperando que alguien les pregunte algo, sobre la vida, sobre la muerte, sobre el olor a guardado.
Óscar García es compositor y escritor.