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Tuesday 25 Mar 2025 | Actualizado a 07:43 AM

Woke

Hoy, la palabra nombra, al menos para quienes luchan por imponer la ideología conservadora

Claudio Rossell Arce

/ 2 de febrero de 2025 / 06:01

A menudo, el uso y el sentido de las palabras depende de quién las usa (y cómo y dónde y cuándo). Así, es común que un mismo vocablo signifique cosas diametralmente opuestas en boca de actores antagónicos, o que sea vaciado de sentido, precisamente por el uso polarizante de la palabra. A menudo, la capacidad de fijar el sentido de una palabra (así sea sólo por un tiempo y en un contexto muy específico) es una de las medidas del poder que posee quien lo logra.

Revise: Verdad

Es el caso de la palabra inglesa ‘woke’, en español, ‘despierto’, pretérito del verbo ‘to wake’ o despertar. Como ocurre con todos los signos, las palabras nombran objetos (materiales o no) de manera explícita, pero también evocan significados implícitos. Se sabe que, originalmente, ser (o, mejor dicho, estar) woke tenía que ver con la toma de conciencia, individual y colectiva, de las opresiones que sufría el pueblo afroestadounidense a inicios del Siglo XX. Un siglo después, la palabra significa lo mismo para quienes sufren y denuncian las múltiples opresiones de la vida contemporánea, pero también, tropos retóricos mediante, nombra todo lo que el conservadurismo rechaza.

En la década de 1930, la palabra, y su significado político, podía encontrarse en canciones y discursos de artistas y líderes afro; en los sesentas llegó a los medios masivos, como el New York Times, y en las décadas siguientes su uso se amplió gracias a los estudios interseccionales, que demuestran que las injusticias y opresiones combinan muchos otros factores además de la raza, tales como el sexo, la edad, la condición económica y un extenso etcétera. La llegada del Siglo XXI y la postverdad produjeron una manifestación extrema del estar despierto: la cancelación o, lo que es lo mismo, pero en lenguaje académico: la postcensura, que ya no depende de un poderoso señor o un órgano dedicado a la tarea, sino de la respuesta de las y los usuarios de las redes sociales digitales en forma de linchamiento digital.

Se oponen al pensamiento woke, por lo general, quienes están en posición de poder o trabajan para quienes están en esa posición y, naturalmente, no tienen más propósito que el de reforzar la ideología dominante, que es la ideología de la clase dominante. En sus discursos, el conservadurismo contemporáneo reduce el sentido de woke a su más discutible extremo: la cultura de la cancelación, sin considerar que, en su boca, no es más que el nuevo nombre para la muy antigua práctica de los poderosos, de todos los colores y pelajes posibles, de eliminar, física o socialmente, a sus adversarios o a quienes cuestionan el orden de las cosas. Hoy, la palabra nombra, al menos para quienes luchan por imponer la ideología conservadora, todo lo que les resulta despreciable.

Así, en un extremo equivalente a la cancelación, para algunos líderes con micrófono en foros globales, woke es la defensa de las minorías, de las mujeres, de las víctimas de la guerra, de la discriminación, del odio; woke son las batallas por el reconocimiento de las identidades, las luchas contra la más burda misoginia, las voces que gritan que el rey está desnudo; o los reclamos por la ausencia de Estado, que es lo mismo que decir por los derechos humanos, pese a lo mucho que se ha avanzado desde la Declaración Universal en 1948. Extremando la idea, la Organización de Naciones Unidas es woke.

Sin embargo, también es posible identificar en la mirada despierta un imperativo kantiano: ¡sapere aude! La audacia de saber que, según el más importante filósofo de la modernidad, exige uso público de la razón, crítica de las estructuras de poder y compromiso con la verdad, aunque esto implique incomodidad o desafío a las normas establecidas. Es más, tanto Kant como quienes defienden el pensamiento woke sostienen que esta incomodidad es necesaria para lograr un cambio significativo. Mutatis mutandis, el pensamiento del alemán y el de las personas despiertas se encuentran en el cuestionamiento del orden establecido, en el compromiso con la verdad y en la ética de la responsabilidad.

En tiempos de incertidumbre y confusión, de hipnóticas tecnologías que roban la atención de las personas y de discursos polarizantes que significan lo contrario de lo que afirman, es más urgente que nunca permanecer despierto, para no caer en los cantos de sirena de las ideologías extremistas.

(*) Claudio Rossell Arce es profesional de la comunicación social

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Zeitgeist

El zeitgeist produce acostumbramiento, contra el que hay que rebelarse

Claudio Rossell Arce

/ 16 de marzo de 2025 / 06:01

La palabra alemana zeitgeist no existe en español, pero se traduce como espíritu del tiempo. La historia, si no es la experiencia personal, enseña que nada permanece inmutable, mucho menos las contingencias y transformaciones que señalan el paso del tiempo. Así, la palabra zeitgeist nombra el modo de pensar (y consecuentemente, de actuar) propio de una época, más allá de las diferencias ideológicas puntuales que se producen en ese lapso.

Para la filosofía y las ciencias sociales, hablar de zeitgeist es a menudo hacer una caracterización de las costumbres o, como en el concepto de ‘habitus’ del buen P. Bourdieu, de la combinación de los modos de percibir (e imaginar), de juzgar y de actuar que son compartidos por muchas personas y por muchos grupos; por eso mismo, da forma a la sociedad de un tiempo y un lugar determinados.

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Es probable que, dentro de algunas décadas, la historia reconozca como un hito el que en 2016 el anciano y venerable Diccionario Oxford de Inglés le otorgara el estatus de “palabra del año” a posverdad (post-truth, para ellos), dándole no solo lugar en el más respetado catálogo de la lengua inglesa, sino sobre todo gran publicidad al concepto que nombra zeitgeist actual.

Espíritu de este tiempo: la verdad está escondida detrás de la imposibilidad de nombrarla, pero también, y sobre todo, de los esfuerzos que hacen unos y otros para negarla y ningunearla. Por eso, cada quien puede encontrar los hechos (alternativos) que mejor se ajusten a su visión del mundo, y hay miríadas de personas dedicadas a producir evidencia en sus redes sociales digitales favoritas.

Sin embargo, el zeitgeist actual también es la incertidumbre detrás de la incesante búsqueda de confirmación y de la producción de esa evidencia contingente. Incertidumbre, como la que produce el líder que miente una y otra vez, e insiste en pedir que se le crea, logrando, en el mejor de los casos, que la gente piense que todo lo que dice debe ser interpretado en sentido inverso (“no hay crisis…”, “no somos corruptos…”, “el pueblo nos apoya…”, “viva la libertad…”).

Y si las ideas moldean los comportamientos, el zeitgeist también es la perezosa imitación de los malos hábitos de los encumbrados, dispuestos, todos ellos, y ellas, claro, a saltarse las reglas a la menor oportunidad, con y sin motivo (más a menudo lo segundo). La viveza criolla elevada al estatus de habitus: encontrar la oportunidad, saber actuar cuando se presenta, y ofrecer una plausible explicación de por qué se actúa de esa manera.

Está el zeitgeist en la interminable lista de frases hechas que apelan a la ideología política propia y ajena, elogiosas las primeras, despectivas o algo peor las segundas; que caracterizan al líder, negando sus defectos y amplificando hasta la caricatura sus virtudes; en el modo de referirse a las críticas que ponen el dedo en la herida; en la simplificación hasta la banalidad de los temas que importan, y por eso son incómodos.

Y así como están desapareciendo las certezas que hicieron el zeitgeist del sangriento Siglo XX, el del Siglo XXI parece estar signado por la nada (tan parecida al vacío), que irónicamente tiene a la gente llena de deseos (necesidades, se dice en el lenguaje del marketing), de falsas creencias e inamovibles certezas; como con las monedas cripto, que enriquecen y empobrecen a la gente de manera casi instantánea, y que no tienen más respaldo que imposibles operaciones matemáticas ejecutadas por interminables cadenas de computadores; como el resto de la vida digital, que no tiene más materialidad que sofisticados servidores de datos y redes de computación, pero se come cada día un poco más de la experiencia terrena.

El zeitgeist produce acostumbramiento, contra el que hay que rebelarse.

NdelA: Con esta vigesimoséptima entrega acaba un ciclo que fue, literalmente, de la A a la Z. Y, cerrado el ciclo, es tiempo de descansar y/o pensar nuevas ideas (o palabrotas): por ahora, otros propósitos ocuparán el tiempo de este columnista. Agradezco infinitamente a Claudia Benavente por haber insistido en darme este privilegiado espacio en el diario que dirige, y a todo el equipo que trabaja con ella, que con gran cariño, paciencia y profesionalismo se aseguró de que mis artículos, lo mismo que los de decenas de otras personas dispuestas a compartir sus opiniones en un sano ejercicio de la libertad de expresión, aparezcan en las páginas impresas y, luego, en las digitales de este multimedio. Como en la canción: no es más que un hasta luego, no es más que un breve adiós.

(*) Claudio Rossell Arce es profesional de la comunicación social

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Yo

Entender el yo es difícil como agarrar un pez en una laguna, de ahí que también existe el muy socrático ¡yo que sé!

Claudio Rossell Arce

/ 2 de marzo de 2025 / 06:01

Entre los asuntos centrales en la vida de cualquier ser humano, la respuesta a la pregunta ¿quién soy? ocupa seguramente el lugar más importante. No es que sea imposible de responder, todo lo contrario, pues cualquier persona puede hablar de sí. Sin embargo, también es un hecho que esa respuesta no permanece inmutable, lo cual no es lo mismo que inestable; y es sano que así sea, como en la canción del Cuarteto de nos, que en su coro con acento marplatense dice “Y oigo una voz/ que dice sin razón/ Vos siempre cambiando/ ¡No cambiás más!”.

Para el muy antiguo y venerado S. Freud, el yo era una especie de uno y trino: el ello, el yo y el superyó, siendo el segundo algo así como una instancia ejecutiva, el “agente organizador” que media entre los deseos del primero y las normas del tercero; así, el yo freudiano es un campo de conflicto entre pulsiones esenciales del individuo y normas internalizadas y desarrolladas por este.

Revise: Equis

Luego, el también venerado J. Lacan dio una patada al tablero al afirmar que el yo no está en la esencia del sujeto, sino que es un efecto de alienación en el orden imaginario. El yo, para el célebre francés, es fruto de una imagen construida desde afuera del sujeto; literalmente, por ejemplo, cuando mamá y papá eligen un nombre para quien todavía no ha nacido, o el momento en que el bebé se (re)conoce en el espejo. El yo, pues, es un invento de la conciencia de la persona para lidiar con el hecho de no ser dueña de sí misma, pues hasta su inconsciente ha sido “formateado” desde afuera.

Así, el yo es lo que las personas dicen de sí, y lo que dicen tiene más que ver con el contexto en que lo hacen (cuándo, dónde, con quién) que con una transparente muestra de lo que son. Eso explica la existencia del yo estereotipado, que no es más que un conjunto de formas de percibir, juzgar y actuar, común a quienes comparten un grupo (o sexo o género o identidad étnica…) y por tanto reconocible para el resto de la gente.

Estereotipado como es, el yo entonces puede adoptar varias formas: el yo escindido, el yo alienado, el yo mediador, propios del psicoanálisis, imágenes que dan pie a los diferentes modos de terapia, cuando menos, y a sofisticadas cuanto profundas explicaciones del comportamiento social; de hecho, es necesario que así sea, pues el sujeto existe en medio de sus circunstancias, que forman su yo, que es el que, en última instancia, va a terapia.

También se puede hablar del yo deconstruido, que comienza en modo platónico, buscando conocerse a sí mismo (“…y conocerás al universo y los dioses”) y termina en modo derridiano, cuestionando las certezas que constituyen al espíritu (otra forma, filosófica, de nombrar al yo) y transformando el modo de percibir, juzgar y actuar; como les pasa a esos varones que hasta reniegan del privilegio dictado por su género.

Está el yo colonial, que se reconoce ora colonizado, ora colonizador, acostumbrado este último a los inmerecidos privilegios asignados por su linaje, su apellido, su origen o su color de piel, y resignado el primero a los oprobios infligidos por las mismas causas. Lo peor de todo es que si antes esta distinción se fundaba en razones tan mundanas como el acero, la sangre y la violencia física, hoy no tiene más asidero que un conjunto de imaginarios que asignan a las personas “su lugar”, casi siempre impidiendo relaciones honestamente horizontales.

Existe asimismo el yo primero, tan frecuente en tiempos de desprecio por las reglas y el siempre esquivo bien común, que impide desde ceder el paso en las calles hasta otorgar a cada quién lo que se merece, comenzando por el reconocimiento y terminando con la asignación de deberes y responsabilidades; ocurre en las familias lo mismo que en las empresas y ni qué decir del Estado.

Peor todavía es el yo el supremo, delirio de quienes tienen el poder por más tiempo del que son capaces de soportar (pueden ser semanas, como en el caso de la transitoria, o años, como en el del líder de los humildes) y que les conduce a creerse no solo insustituibles, sino también infalibles. En el fondo, saben que su yo es más chiquito de lo que quisieran, y por tratar de esconderlo, terminan mostrándolo.

Entender el yo es difícil como agarrar un pez en una laguna, de ahí que también existe el muy socrático ¡yo qué sé!

(*) Claudio Rossell Arce es profesional de la comunicación social

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Equis

Dada la polisemia de la palabra-letra es posible señalar los múltiples usos que tiene el signo compuesto

Claudio Rossell Arce

/ 16 de febrero de 2025 / 06:04

En la vida cotidiana son innumerables las ocasiones en las que no se quiere o no se puede nombrar cosas, objetos, ideas o personas; en esos casos es de utilidad una palabra que a la vez es una letra y cuyo sinónimo es equis. Se trata de la antepenúltima letra del alfabeto español, y su potencial evocativo es tan grande que, así humilde como es, merece estar en el altar de la súper polisemia.

Como letra, y dependiendo de junto a qué letras aparece, su sonido es diferente: como j, o como k, o como s. El Diccionario de la Real Academia lo explica de modo claro y didáctico: “al igual que la s, representa el fonema fricativo dentoalveolar sordo en posición inicial de palabra, como en xilófono, y el grupo formado por el fonema oclusivo velar sordo y el fonema fricativo dentoalveolar sordo en posición intervocálica, y a final de sílaba o de palabra, como en examen, mixto y relax”.

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Como palabra, es tan poderosa que cierto hipermillonario (que medra de la etiqueta de “hombre más rico del mundo” de formas inimaginables y hasta perversas) la ha usado como marca de muchos de sus emprendimientos, a cuál más faraónico y abusivo, incluyendo la app del pajarito azul, que de ser un trino pasó a ser simplemente X, y hasta como nombre de uno de sus hijos. Gente de plata hace lo que quiere, dicen los viejos, blanqueando los ojos cuando no muertos de risa.

Dada la polisemia de la palabra-letra es posible señalar los múltiples usos que tiene el signo compuesto por dos líneas cruzadas (o su sinónimo de cinco letras), comenzando por el más conocido desde las épocas escolares: la incógnita matemática, que en toda ecuación es representada por la X (y si las incógnitas son varias, esta es, invariablemente, la primera). Es, pues, el emblema del misterio, y fascina a quienes disfrutan de las matemáticas por representar el reto de resolver el problema, de conocer lo que está velado.

Así, más allá de la antigua ciencia de los números, que fascina tanto como engrandece a la humanidad, la X sirve para no tener que nombrar lo que no se conoce. “Un lugar X” puede ser cualquier sitio en el mundo, “un asunto X” puede ser de menor o ninguna trascendencia o, peor, una persona X es alguien que no se quiere o no se puede nombrar. Decirle X a alguien es el modo de arrebatarle su identidad, dejarle sin agencia, equis es nadie, aunque su presencia sea evidente. Equis es el elefante en medio de la sala, lo mismo que la incógnita en la estadística que juega con las volátiles opiniones muchos meses antes de las elecciones. Y es el paquidermo no nombrado, a menudo porque da vergüenza o, peor, miedo; ocurre en secretas salas de reuniones, en cafés y bares, pero también en los no sabe / no responde.

Para muchas personas del norte global, la X repetida tres veces al pie de una carta o manuscrito, indica algo así como “besos, te quiero”, pero para muchísimas más la triple repetición significa “películas prohibidas”, pornografía. Si la X solita sirve para reemplazar el nombre de lo prohibido, cuánto más si va tres veces junto a un título o, como era antes, en una cartelera de cine de barrio: nadie iba, pero todos la habían visto. X es la marca de la censura, de lo que alguien no quiere que se conozca, en nombre de la moral y la decencia, de los principios ideológicos (o los fines), del pueblo, de la democracia, de la libertad…

Es la marca del error, como en los exámenes, nadie quiere una X en su hoja de papel, en su nombre, en su imagen. X es un estigma del que duele hablar, a quien lo porta y a quien lo mira; es lo que no debió suceder. Equis es la mentira que se cuenta una y otra vez para justificar lo injustificable, ahondando en el error; equis, la falsedad que cuenta el personaje X, porque le han pagado para hacerlo. X, el registro del pago espurio.

¡Equis! La exclamación que reemplaza cualquier razón, cuando la discusión está perdida, cuando la simple resignación no es aceptable, cuando no alcanzan las palabras, cuando no se tiene opinión o se prefiere no decirla. Finalmente, “¡Ay, equis!”, cuando no se tiene nada que decir.

(*) Claudio Rossell Arce es profesional de la comunicación social

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Verdad

La verdad, pues, es tan difícil de ver, que aparece, con suerte, en los intersticios de todo aquello que no es verdadero

Claudio Rossell Arce

/ 19 de enero de 2025 / 06:01

Difícil de asir como un pececito en un estanque enorme, la verdad también es difícil de nombrar, aunque en apariencia sea todo lo contrario, como demuestran los autócratas de una y otra orientación cada vez que trinan, tictoquean o toman un micrófono, para delirio de sus adictos y furia de sus detractores.

Durante muchísimo tiempo, la verdad se entendía generalmente como la adecuación entre el objeto y el intelecto (adequatio rei et intellectus), y así lo señala, entre muchas otras acepciones, el Diccionario de la Lengua Española. El problema es que tanto objeto, como intelecto, se prestan a infinidad de interpretaciones. Así, no es que la verdad sea relativa, sino que las interpretaciones que de ella se hacen sí lo son.

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Más influyente de lo que se puede imaginar (a veces por las razones o interpretaciones equivocadas), el filósofo francés J. Derrida afirmó que la verdad apenas deja rastros de sí, una huella, abierta a interpretaciones contingentes y, por tanto, nunca completamente estable ni fija, ya que siempre depende de un contexto cambiante y de asociaciones que se transforman sin fin.

Antes que el francés, M. Heidegger había desempolvado el término griego aletheia, que significa “desocultamiento” o “revelación”, para explicar que no es únicamente una cuestión de correspondencia entre una proposición y un estado de cosas, sino que la verdad, al no presentarse automáticamente, es «revelada» o «mostrada» en el contexto de la existencia humana. Y antes que el alemán, su paisano E. Husserl señaló que la verdad depende de la intencionalidad, es decir, de un acto intencional que dirige la conciencia hacia el objeto; por lo tanto, esta intención es el marco en el que no solo se produce la experiencia, sino que se la evalúa en términos de verdad o falsedad.

De ahí que, en la vida cotidiana, en apariencia tan lejana a la filosofía pura y dura, se habla de diferentes formas, parciales, de verdad, comenzando por la verdad de Perogrullo, que, por conocida, por sabida, por manida, no necesita ni decirse; los políticos bisoños, o los perezosos, que abundan, son muy buenos usando este tipo de verdad, lo cual no es un mérito, sino todo lo contrario. O la verdad de la milanesa, que tal vez sea que en realidad ese delicioso asado apanado típico de Buenos Aires no es de Milán ni mucho menos de Nápoles, aunque sea napolitana.

También hay una verdad jurídica que, como decía el buen Foucault en una famosa conferencia, es el resultado de un buen manejo de los dispositivos de la verdad, que no son más que los rastros, aludidos antes, empleados según unas reglas del juego que posibilitan, en un grosero ejemplo, que un grupo de personas sin mandato gobierne de facto desde un tribunal de (in)justicia sin que haya poder o reclamo capaz de impedirlo. Pero si el pensamiento del filósofo de Poitiers ya no alcanza para comprender estados avanzados de descomposición del aparato de Justicia, tal vez sirvan los relatos del también francés Marqués de Sade, que tan bien retratan la moral y las costumbres de los jueces y otros hombres del poder. Verdad jurídica es, en manos de tales personas, una moneda girando en el aire.

Parecida en sus intenciones, y en mucha de su retórica, la verdad de la política o, mejor dicho, de los políticos, es, en palabras del Papirri, filósofo y trovador paceño, una verdadera mentira. Así, es fácil reconocerla en todo lo que no se dice, por ignorancia descarada, por calculado olvido o, lo más común, por simple mala fe. El resultado no es solo la ostensible falta de coherencia y hasta de claridad en los principios (los fines, ay, esos son lo que importan), sino la naturalización e imitación de las malas mañas a lo largo, ancho y grueso de la sociedad.

Hay también una verdad periodística, cada vez más escasa a falta de recursos para practicarla, que ha sido reemplazada por sofisticados mecanismos de relaciones públicas, que es otra forma de nombrar a la propaganda, sean cuales fueran sus fines. Muchas y muchos periodistas, que en su juventud leyeron a Beltrán, también boliviano, se equivocan cuando creen que decirle adiós a Aristóteles es olvidarse del ethos, el pathos y el logos.

La verdad, pues, es tan difícil de ver, que aparece, con suerte, en los intersticios de todo aquello que no es verdadero, y vaya uno a saber cuál es la diferencia…

(*) Claudio Rossell Arce es profesional de la comunicación social

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Utopía

A la utopía se llega sin saber cómo, de ella se sale creyendo posible volver, y siempre, como en el paraíso perdido, es imposible regresar

Claudio Rossell Arce

/ 5 de enero de 2025 / 06:02

Aquello que es posible y a la vez inalcanzable. Depende de muchos factores, pero seguramente el que resulta determinante es la naturaleza humana. La utopía puede verse, casi casi tocarse con las manos, pero, ay, aparentemente nunca alcanzarse. Se atribuye a Thomas More (castellanizado Moro) el primer uso de la palabra, por haber titulado con ella su famoso libro, publicado en 1516. Pero lo cierto es que ya en la antigua Grecia se representaba el ideal humano como el oxímoron de posibilidad imposible.

Consulte: Tribunal

Según el diccionario, utopía viene del latín moderno, combinando los vocablos griegos que nombran no y lugar. Como la isla del célebre inglés, empeñado en mostrar a la sociedad de su época que era posible ser mejores, y que siéndolo todos podían vivir mejor. De eso se trata la utopía como género literario: la isla imaginada por More, la Narnia de Lewis y un interminable etcétera. Su opuesto, dice el Diccionario, es distopía, es decir la representación de “una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana”, el ejemplo más manido, y más cabal, es el 1984 de Orwell.

Estudiosa de la utopía, R. Levitas afirma que se trata del “deseo de una mejor manera de vivir”, casi una “propensión”, que lleva a la humanidad a anhelar una vida mejor; pero, advierte, no es lo mismo deseo que esperanza: el primero puede tenerse y nunca realizarse, la segunda debería motivar a la acción transformadora. La utopía puede cumplir tres grandes funciones, a menudo complementarias: la de compensación, cuando se presenta como imagen de algo mejor, que se desea para salir de la miseria presente.

También tiene una función crítica, cuando la utopía plantea no solo la posibilidad de un estado de cosas mejor, sino sobre todo sirve como medida de lo deseable; finalmente, cumple la función de cambio cuando efectivamente motiva, inspira y cataliza transformaciones sociales. Es el horizonte de la revolución, sea de manera violenta, cuando la justicia se sirve de las personas y no al revés; o de manera democrática e institucional, como sueñan los utopistas neoliberales, irónicamente empeñados en demoler la institucionalidad a la que dicen servir.

Así, no es raro que las utopías de políticos en ejercicio del poder o tomadores de decisiones coincidan apenas en la forma con las utopías del pueblo. Los primeros construyen castillos en el aire sin intención alguna de habitarlos o hacerlos habitables para los demás, y se refieren a ellos siempre en tiempo futuro, en forma de promesa que se hace sin ánimo de cumplir; los segundos sueñan con la posibilidad sin saber cómo hacerla real, hasta que aparece un líder que conduce a los demás por el escarpado camino hacia la utopía, pero que, inevitablemente al parecer, pierde la brújula, el horizonte, la visión, y deja a todos con la esperanza frustrada, si es que no pierde hasta la razón y comienza a romper lo construido.

Otra estudiosa, F. Vieira, aporta otros elementos a la comprensión de la utopía; encuentra, por ejemplo, que en los relatos literarios, la llegada se produce solo después de tormentas y naufragios, y, aunque no lo dice, es común que tales tragedias se produzcan a causa de la impericia, cuando no abierta estulticia, del timonel y su equipo. A la utopía se llega sin saber cómo, de ella se sale creyendo posible volver, y siempre, como en el paraíso perdido, es imposible regresar. Hay quienes deben vivir cotidianamente con tal destino, y se atrincheran en sus recuerdos, en sus delirios de poder, en el fervor de las multitudes que estuvieron a punto de tocar el cielo con las manos y están dispuestos a tomarlo por asalto.

Utopía es, pues, el consuelo de la fe en el porvenir, y por eso hay quien trata de compararla con el paraíso de las religiones, que es solo promesa para la vida ultraterrena; pero también puede ser germen del inconformismo, de la rebeldía que no está dispuesta a esperar tanto para ver un mundo nuevo, un faro mitológico, una estrella que orienta la ruta, pero que se aleja con cada paso que se da para alcanzarla.

(*) Claudio Rossell Arce es profesional de la comunicación social

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