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Monday 17 Mar 2025 | Actualizado a 23:04 PM

Podría ser peor

/ 8 de febrero de 2025 / 06:00

Extraño inicio de año, el apocalipsis económico no llega, pero la inquietud y el malestar social se intensifican, todo parece desarreglado y decadente en nuestra cotidianidad, pero, al mismo tiempo, buscamos como adaptarnos al desorden y en muchos casos lo estamos logrando. El gobierno nos dice que “podría ser peor” intentando darle un tono épico a la frágil seudo estabilidad pre carnavalera del sálvese quien pueda que estamos viviendo.

El país no está explotando pese a la notable desorganización del sistema de precios, a la desintermediación formal de buena parte del mercado de divisas, al corralito de facto que sufren los ahorristas en dólares desde hace dos años y a una cotidianidad en la que una semana falta la gasolina y en unos y otros días aumenta el precio del arroz, el aceite, el pollo, el desodorante importado y en estas semanas la carne.

El espectáculo es ya previsible y conocido, algo sube o desaparece de los anaqueles, viceministros y jerarcas se rasgan las vestiduras, buscan al culpable, muestran los dientes, sacan algunos dólares o bolivianos del colchón para subvencionar o decir que lo harán, ponen un parche temporal, a veces logran bajar la fiebre, sin saber lo que todo eso puede provocar en el futuro. Por unos días se soluciona el despelote hasta que lo mismo se produce en otro mercado. Debe ser agotadora esa pega, porque además seguirá así y será aún peor a medida que se acumulan desequilibrios sin solución estructural.

Ciertamente, el contexto es complicado, la incertidumbre se extiende a nivel global y la política local sigue descompuesta, pero lo que el gobierno no dice ni quiere admitir es que ellos son actores de ese drama, no solo lo sufren, en muchos casos lo provocan.

El Congreso está bloqueado, por la lucha intestina del MAS y la irresponsabilidad de los opositores, pero en más de dos años, el oficialismo ha hecho poco para buscar un acuerdo mínimo, al contrario, ha exacerbado la soberbia, la incapacidad para dialogar y la falta de transparencia. Igual en el frente económico, los problemas son, por supuesto, de larga data y la coyuntura económica mundial mala, pero dos años de negación y medidas parciales, solo han agravado los desajustes, hoy es más difícil estabilizar que cuando todo empezó en enero 2023.

En pocas palabras, si bien “podríamos estar peor”, también podríamos estar mucho mejor si se hubiera tomado el toro por las astas y se hubiera gestionado la política económica y la política de otra forma. Esa intuición, sobre la falta de liderazgo y la irresponsabilidad, es la que lastra estructuralmente la imagen del gobierno, por eso el derrumbe de las expectativas sociales es más fuerte que la propia crisis real de la economía.

En medio de ese desaliento, aunque el precio del dólar paralelo está fluctuando en torno a 11 bolivianos desde octubre y la inflación alcanzó el 10% acumulado en el 2024, con aumentos en torno al 20% en bienes importados y alimentos, no se perciben aún indicios de una espiralización descontrolada de precios o desabastecimiento crónico.

En claro, estamos aún lejos de la hiperinflación venezolana o de nuestra UDP, nos parecemos más a la Argentina del último gobierno de Cristina Kirchner con su cepo cambiario, inflación elevada, crecimiento bajo e irregular y una lenta decadencia económica. En nuestro caso, además, con una sociedad mayoritariamente informal que se adapta ferozmente a la incertidumbre, aunque sufriendo pérdidas de bienestar significativas.

De hecho, en términos de percepciones, la situación se complicó recién a mediados del año pasado, cuando los precios y el abastecimiento empezaron a ser afectados. Durante casi año y medio, la escasez de dólares no generó inquietudes mayoritarias y las expectativas se deterioraban, pero lentamente. Había pues una oportunidad, tiempo y ánimo social, para actuar que se desaprovechó. 

Así pues, las experiencias y opiniones en torno a la crisis son más complejas que el discurso apocalíptico de los opositores o de victimización permanente del gobierno. Por eso, las narrativas político-electorales parecen a contracorriente de lo que la gente espera, son exageradas y por tanto poco creíbles. Entender esos matices será decisivo si se desea conectar y atraer votos en los próximos meses.

Obviamente, como nos dedicamos a sobrevivir, no hay tiempo ni ganas para intervenir en los líos de los políticos que solo hablan de sus problemas y en los que no confiamos. Por eso, la acción colectiva y la capacidad de movilización de los partidos parece débil en esta coyuntura, incluso en el caso de Evo Morales, pero, no hay que equivocarse, eso no significa que alguien este satisfecho.

Por eso, los desequilibrios no están tumbando al gobierno de Arce, como sus adversarios quisieran, porque ya casi nadie espera algo de ellos, su incompetencia es un dato, hay que vivir con eso. Paciencia, se dicen muchos, al final faltan meses para que se vayan. Mientras, no hay que agregar más joda al desbarajuste. Pero, cuidado que quieran prorrogarse.

Igual, las fuentes de incertidumbre son tan numerosas que es difícil afirmar que esta seudo estabilidad no desaparezca después de carnaval, seguiremos viviendo al día, sin perspectivas claras. Agosto sigue pareciendo lejano en estas tierras del señor.

Armando Ortuño Yáñez es investigador social.

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Repensando el Estado desde la izquierda

/ 8 de marzo de 2025 / 06:01

La participación protagónica del Estado en la economía ha sido históricamente uno de los principales pilares de la identidad política de la izquierda latinoamericana. Por muchos años, en Bolivia, fue un elemento indiscutible del proceso de cambio impulsado por el MAS. Sin embargo, están surgiendo observaciones y preguntas relevantes acerca de sus limitaciones e insuficiencias. Quizás ha llegado el momento de una profunda renovación de ideas en este ámbito. 

Si algo ha diferenciado a las izquierdas es su crítica al neoliberalismo y a una visión de una sociedad modelada únicamente por los mercados y los actores privados que participan en ellos. De ahí, su insistencia en un Estado regulador que redistribuya la riqueza en sus versiones más reformistas, e incluso en un Estado que interviene directamente en la producción de bienes y servicios en su vena más radical.

Lea: Socializando la impotencia

En el caso de Bolivia, el denominado modelo de economía plural se planteó como una definición heterodoxa e institucionalmente hibrida de un sistema económico en el que podrían coexistir harmoniosamente varios tipos de formas económicas, la estatal, la privada y la social comunitaria.

En ese marco, se le asignó un papel protagónico al Estado que se tradujo no únicamente en el fortalecimiento de las regulaciones, una política social ambiciosa, sino sobre todo en la nacionalización de actividades estratégicas y la constitución de empresas públicas de gran dimensión.

Con el avance de los desequilibrios económicos, los resultados de ese modelo están en cuestión, aunque el debate lamentablemente tiende a simplificarse y polarizarse. Estamos quedando, frecuentemente, atrapados entre discursos casi anarcoliberales que desprecia cualquier acción proactiva del Estado no solo en la economía, sino incluso en la vida social y apuestas, casi desesperadas, de solucionar todos los problemas con nuevos controles y empresas públicas de todo pelaje, sin que sepamos la coherencia y costo de esos dispositivos.

Es así que la discusión se resume en algunos medios y en las narrativas de la mayoría de políticos de derecha en eslóganes que hablan de reducir el gasto público y disminuir drásticamente el tamaño del Estado. La moda de la motosierra mileista tiene la ventaja de ser simple de entender, no especificar los detalles de lo que se quiere hacer y concentrar todas las emociones negativas frente a las deficiencias verdaderas o falsas de las despreciadas burocracias y dirigencias políticas, que son las que se entiende que “manejan” el Estado.

Pero, más allá del contenido dogmático de estas propuestas, se debe reconocer que hay razones en la creciente insatisfacción de la ciudadanía con el funcionamiento del Estado. El malestar va desde la sensación cotidiana de que nos enfrentamos, cada vez más, a burocracias abusivas que solo nos hacen más difícil la vida y nos limitan libertades, hasta la evidencia de la ineficiencia y corrupción macro en el manejo de las grandes empresas públicas o en el uso del gasto público.

En muchos casos, el Estado se ha fetichizado, al punto de creer que el crecimiento de la intervención publica o la creación de nuevas empresas estatales es buena per se, sin importar donde se está actuando o invirtiendo, con qué capacidades y claridad estratégica.

¿Cuál es, por ejemplo, la coherencia y visión de largo plazo en gastar recursos en algunas plantas de procesamiento de papa o de fabricación de mermeladas, cuando, por otra parte, no hay capacidad para posicionar inteligentemente al país en un negocio clave para nuestro futuro como el litio o renovar la política de protección social para que se adapte a los cambios sociodemográficos?

Hay que reconocer que no es un debate fácil, pero, por eso mismo, es alentador que dos jóvenes políticos de izquierda, como son Andrónico Rodríguez y Adriana Salvatierra, estén planteando posiciones al respecto.

El presidente del Senado al referirse al riesgo de un estado “paternalista”, que se ocupe de cosas que no son estratégicas y que pueden incluso desalentar las inversiones y esfuerzos de la ciudadanía, y remarcando la necesidad de cambios que acerquen a la burocracia a la gente. Es decir, pensar en un Estado que este al servicio de la ciudadanía y no lo contrario, que simplifique sus procedimientos y normativas de manera pragmática.

De igual modo, Salvatierra propuso elementos críticos y una visión reflexiva sobre el funcionamiento del Estado o de las empresas públicas en una reveladora entrevista en el video podcast Entre Caníbales, en la que mencionó como referencia a los trabajos de la economista Mariana Mazzucato, una de los más interesantes pensadores globales sobre la reinvención del rol del Estado.

Buen inicio que ojalá conduzca a reflexionar desde la izquierda sobre la necesidad de una acción pública, a través del Estado, que debería estar orientada a solucionar problemas concretos, pero entendiendo que hay prioridades, áreas donde no es deseable intervenir, libertades y coordinaciones con el sector privado que se deben fortalecer y particularmente que cualquier acción deba ser consistente con las capacidades y recursos con los que se cuenta realmente. Ni más o menos Estado, sino un mejor Estado, bien enfocado, eficaz y transparente.

(*) Armando Ortuño Yáñez es investigador social

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Socializando la impotencia

Hagamos una apuesta fácil: los contratos no se aprobarán en esta gestión

/ 22 de febrero de 2025 / 06:02

El país está bloqueado, no hay casi condiciones para tomar decisiones, incluso en cuestiones críticas para su futuro. El debate sobre los contratos de explotación de litio con dos empresas internacionales es una muestra de esa imposibilidad. El problema es político y, más específicamente, de una dirigencia sin ideas, que no construye autoridad democrática, polarizada hasta la caricatura, poco generosa e inoperante.

Al final, el drama duró apenas un par de semanas. Como ya estamos acostumbrados últimamente, el Gobierno se retiró después de los primeros cañonazos para ahorrarse más desafecto que el que ya acumulan con gran entusiasmo todos los días, dizque para “socializar” unos contratos que supuestamente se vienen trabajando desde hace cuatro años, alegando desinformación y politización.

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Hagamos una apuesta fácil: los contratos no se aprobarán en esta gestión y solo Dios sabe si servirán cuando un nuevo gobierno asuma en noviembre. Es decir, estamos ante la enésima frustración en esta cuestión.

Sin ir muy lejos, en 2019 también tumbamos con ahínco otro contrato con una empresa alemana en el mismo ámbito. Hoy les tocó a los rusos y chinos. ¿Alguien se acuerda de las razones? ¿Esa vez el contrato era mejor que los dos que estamos discutiendo hoy? ¿Queremos en serio lograr un acuerdo para explotar el litio? ¿Algún día lo lograremos?

Me declaro no especialista en litio para empezar, para no contribuir a la cacofonía, aunque intento informarme de la mejor manera posible sobre estos temas. Por tanto, no voy a opinar sobre el fundamento técnico de los contratos, pero sí sobre la manera como procesamos colectivamente decisiones que afectan las posibilidades del país de desarrollarse.

Podría quedarme ante la constatación del nuevo fracaso y reforzar la narrativa arguediana que sugiere que somos nomás una sociedad demasiada contradictoria, primitiva y no racional. Voy a optar por algo menos popular quejándome de nuestras dirigencias y élites políticas, sociales y mediáticas, de su incapacidad para cumplir su función de orientar, liderar, convencer y movilizar a la sociedad.

Ante cuestiones complejas, las élites, de toda índole, tienen la función y obligación de pensar y definir con claridad el qué y el cómo de su tratamiento. Me parece que en ambas dimensiones andamos fregados en esta coyuntura.

En el debate del litio hemos dado demasiadas vueltas, difundido tal cantidad de medias verdades, agregando premisas contradictorias que al final la conversación se fue haciendo indescifrable para la mayoría. Aunque había elementos, en ningún momento pudo emerger un debate informado de los pros y contras de los contratos, una contrastación racional de argumentos y, por tanto, la posibilidad de construir algo y no solo rechazarlo o destruirlo.

Al final, las preguntas críticas siguen ahí a la espera del siguiente ensayo si todavía alguna empresa extranjera quiere venir a acompañarnos en el vodevil: ¿Necesitamos y vamos a seguir apostando a una economía donde el sector extractivo sea importante? ¿Entendemos que para desarrollar ciertos sectores necesitamos inversión y tecnología externa? Y si fuera el caso, ¿estamos dispuestos a aceptar los costos que todo eso implica?

Seguir en las ambigüedades, nos lleva al punto extraño en el que queremos todo a cambio de “nuestro litio”; por ejemplo, suponiendo que somos imprescindibles para ese mercado y por tanto solicitando que, en su explotación, el inversor ponga toda la plata, nos regale su tecnología, le cobremos el máximo de impuestos, seamos dueños de todo el negocio y que de yapa la extracción no afecte en nada el medio ambiente, y de paso que nos haga a todos felices.

Eso no quiere decir que aceptemos cualquier barrabasada, sino que intentemos tener una valoración realista del costo-beneficio que necesariamente tendrá cualquier industria extractiva. Sobre esa base, podríamos negociar condiciones financieras y de beneficios convenientes, mitigar los impactos socioambientales del negocio y ver cómo sus frutos llegan a la mayoría de la población.

Y eso se logra con buena política, porque es en ese espacio donde hay que construir y deliberar los criterios para negociar con habilidad y patriotismo con los inversores extranjeros, escuchar las preocupaciones de la gente y proponer soluciones, y fundamentalmente convencer, persuadir y explicar para que una mayoría entienda que el negocio es justo si se hacen bien las cosas. Nada de eso se produce por arte de magia, requiere inteligencia, previsión y mucho laburo.

Si eso no se hace, tendremos lo de estas semanas: políticos oportunistas vociferando, cívicos repitiendo “no” como desde hace medio siglo, empresarios salvadores torpedeando con la esperanza que pueden recoger la fruta medio madura en noviembre, medios confundidos, tiktokers explicadores desinformando; por estupidez o manipulación, un gobierno perdido y un largo etcétera de horrores.

Lo repito una vez más: en los comicios de este año, frente a estos desbarajustes y las crisis que siguen apareciendo en el horizonte, precisamos reconstruir autoridad democrática que, por si acaso, no tiene mucho que ver con el retorno a un orden del siglo pasado que algunos anda por ahí ofertando y que tampoco tiene condiciones de solucionar algo en este nuevo contexto.

(*) Armando Ortuño Yáñez es investigador social

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Tedio precarnavelero

/ 25 de enero de 2025 / 06:03

A ocho meses de las elecciones, la política se ocupa de sí misma, se entusiasma con sus espejismos, prisionera de su vanidad y de un voluntarismo miope. Todos creen que pueden ganar y acceder al poder. En las tribunas, la sociedad parece desconectada, sin entusiasmo, inquieta por el futuro y cansada del espectáculo de los poderosos. A veces, el voto puede ser también una venganza, cuidado.

El bizarro festejo del aniversario del Estado Plurinacional es quizás solo una postal de la incapacidad de las elites políticas para comprender las preocupaciones y los sentimientos de la ciudadanía. Son tiempos en los que, a falta de ideas, sobra la frivolidad: un buen caporal compensa las preocupaciones sobre el alza de precios y el waka waka la sensación de falta de liderazgo. Como alguien diría, quien va a quitarnos lo bailado, que se inicie el carnaval.

En el frente electoral, casi todos creen que pueden ser candidatos e incluso que son imbatibles. Todos saben que varios reyes chiquitos están desnudos, pero nadie se anima a decirles la verdad y permiten que anden por ahí en paños menores.

Por muy criticadas que sean, las encuestas que se publicaron y filtraron estos días son bastante claras y coincidentes en algunas tendencias:

Hay un denso clima de mal humor social y pesimismo. Las cifras son contundentes, la gente ve mal la política, la economía y cree que el futuro no será mejor. Es el panorama social más negativo desde inicios de siglo, incluso peor que durante la pandemia o la crisis del 2000-2003. Aunque el país quizás no va tan mal, las percepciones sobre su rumbo se han derrumbado y eso será determinante en las decisiones de la ciudadanía.

Ningún líder político convence ni genera confianza. El escenario electoral está muy fragmentado en términos de adhesión electoral. El candidato mejor posicionado está rondando el 15% y muchos otros personajes fluctúan entre el 5% y el 10%. Si se considera márgenes de error, no hay “favorito”, cualquier cosa puede aún pasar. Eso es reflejo de electores poco entusiasmados o con poco interés en la actual oferta de candidatos.

Pasito a pasito, el mundo masista se está acercando a una debacle electoral, que será histórica, atrapado entre las ambiciones de dos candidatos que tienen, en la práctica, muy bajas posibilidades de ser elegidos, uno de ellos por su impopularidad y el otro porque tiene muy escasas posibilidades de inscribirse a la contienda. En todo caso, dependiendo de la encuesta, todas las facciones masista apenas acumulan, en el mejor de los escenarios, el 35% de votos. Se imaginan la situación si además van escindidas.

El evismo-androniquismo, por llamarlo de alguna manera, parece ser lo más sólido del bloque nacional popular masista. Tiene votantes y una presencia significativa en el mundo popular por muchos reveses que haya recibido en los últimos meses. Aunque los estrategas del actual oficialismo parecen creer que con alguna pirueta discursiva y alguna ayudadita del TCP y el TSE pueden reposicionarse, ellos mismos son su mayor enemigo: una gestión gubernamental que no logra solucionar nada con claridad y parece dedicada a justificarse y evadir las responsabilidades de una crisis económica y de expectativas difícil de revertir.

Por su lado, las derechas tradicionales, empeñadas en su estrategia unionista no crecen, siguen encerrados en su segmento del mercado electoral que acumulan sin variaciones desde hace quince años, entre 20% y 30% según la encuesta que se analice. Tuto, Samuel y Camacho están peleándose por su nicho histórico, nada más, no lo están desbordando, tampoco sorprenden pese a sus esfuerzos por generar una dinámica.

Con un masismo en crisis y una oposición tradicional que no convence, la mayoría de votantes se están refugiando en la indecisión, que se sitúa en torno al 30%, o en el apoyo a fuerzas no convencionales, Manfred por la derecha u otros ensayos de outsider por la izquierda, como la posible candidatura de Maria Galindo, o por lo bizarro, como es el caso de Chi. Ellos son quizás la expresión del malestar y de la incomodidad con las dirigencias partidarias tradicionales ocupadas en sus obsesiones.

Así pues, en estos días tediosos, a la espera de que pase el Carnaval para que pasemos a las cosas serias, el escenario electoral no termina de configurarse. Al contrario de la hipótesis polarizadora, el eclipse masista no se está traduciendo en el fortalecimiento de las oposiciones tradicionales, sino en la instalación de un notable vacío y cansancio político entre la ciudadanía, lo cual puede llevar a la tentación por un voto “en contra de algo”, altamente volátil y quizás fragmentado. Más que hacia la constitución de una nueva hegemonía, aunque sea contrarevolucionaria, parecemos acercarnos más bien a la fragmentación política peruana.

Armando Ortuño Yáñez es investigador social.

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Anomalías y lentes descompuestos

/ 11 de enero de 2025 / 08:42

La campaña electoral ya está lanzada en un entorno de gran desaliento. Las primeras maniobras de los candidatos, sin embargo, parecen convencer a muy pocos debido a su incapacidad de hacer o decir algo nuevo. Hay mucha confusión y escasas anomalías que subviertan el estancado panorama que nos proponen las dirigencias políticas y mediáticas tradicionales.

Incertidumbre es el término que mejor describe el panorama que muestran las encuestas que se publicaron o se compartieron recientemente. A parte de algunas obviedades, como la posibilidad, ahora sí, de una derrota del oficialismo o la esperanza que varios parecen aún tener en la persistencia de un voto de rechazo, ya sea contra el masismo o el retorno del neoliberalismo, no hay casi novedad en el frente.

Lamentablemente las encuestas están otra vez derivando en un carnaval de mercachifles, manipulaciones y aprovechamiento de la ignorancia de los medios que las difunden y de la candidez de una ciudadanía que no se merecería esa calidad de información.

Aparecen “encuestas”, levantadas en redes sociales sin metodología conocida o entre algún grupo de convencidos, u otras algo más serias pero que se refieren a universos muestrales no representativos, haciendo elegir listas de candidatos al gusto del cliente, sacando a fulanito y metiendo a zutanito o al revés. Todas pretendiendo orientar sobre las preferencias “de los bolivianos”.  

Es entretenido ver como una subidita de dos o tres puntos crea “presidenciables”, alborota el gallinero, permitiendo recolectar platita o rejuntar a la clásica columna de oportunistas que ahora sí se sienten cerca del poder o que desean preservarlo. Incluso parece rentable invertir unos pesitos para lanzar su propia candidatura a la presidencia y luego cederla por “el bien de la nación”, a cambio de una diputación o algún futuro cargo gubernamental.

Más allá de esos cambalaches, lo cierto es que el instrumento demoscópico parecer estar encontrando límites para descifrar los sentimientos de la ciudadanía. Para empezar, incluso si viviéramos en un escenario “normal”, se sabe que recolectar intenciones de voto a ocho meses de una elección, en la que además no sabemos quienes podrán inscribir su candidatura, suele ser muy impreciso.

Pero si a eso se le agrega que una gran mayoría anda cabreada con los políticos y que los niveles de apoyo a las instituciones y de lealtad con los partidos se han derrumbado, es posible que una buena lectura de hojas de coca sea, en este momento, más eficaz que una encuesta para predecir algún resultado electoral. Las buenas encuestas sirven para otras cosas en este momento. 

Todos los sondeos indican que hay al menos cuatro o cinco candidatos en torno al 10-15% de intenciones de voto, otros tantos alrededor de 5%, mientras un tercio de los entrevistados no dicen nada. Y esos datos tienen intervalos de error de +/- 3% o más. Es decir, todo es posible, nada se puede descartar, ergo, el instrumento no permite dirimir el pleito.

Husmeando en este desierto de ideas y entusiasmos, apenas emergen algunas anomalías, es decir situaciones que se desvían de los discursos y estrategias usuales de masistas y opositores tradicionales que insisten en seguir medrando de la polarización.

Una fue el shock político y sobre todo estético que significó el lanzamiento de la candidatura de Manfred en el Félix Capriles, lleno de cholos, algunos ponchos y uno que otro guardatojo y al ritmo de Maroyu y algunas caporaleadas, al punto que varios opositores de rancia estirpe lo interpretaron como una demostración patente de que el capitán se habría vuelto masista, fuchila.

La otra, más sustantiva, aunque algo menos comentada, fue el desmarque de Andrónico de uno de los dogmas más repetidos de la izquierda clásica al reivindicar un rol estratégico para el Estado en la economía, pero sin que eso derive en un “paternalismo” que ahogue los emprendimientos y la autonomía de ciudadanos y productores.

Guardando distancias, son dos casos, por lo pronto aislados, de ensayos de trascender las rigidices del actual campo político, que impiden a la dirigencia conectar con los nuevos estilos de vida y deseos de las mayorías. En un caso, aceptando las formas populares como un dato ya inamovible de nuestra cultura política y en la otra asumiendo la necesidad de adaptar radicalmente el dispositivo programático de la izquierda nacional popular a los nuevos tiempos.

Porque, quizás Andrónico y Manfred intuyen que la elección se jugará en un inédito espacio central, que no es equivalente a un centrismo descafeinado, conformado por electores que esperan soluciones pragmáticas a sus problemas, que no desean retrocesos sociales y de reconocimiento y que son en su gran mayoría hijos independizados de la revolución plebeya que cambió Bolivia desde el 2005.

Armando Ortuño Yáñez
es investigador social
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Implosión

/ 30 de noviembre de 2024 / 06:00

Ya está, la implosión del sistema de partidos se ha confirmado. En este tiempo de incertidumbre radical, no es un dato menor. Sin embargo, no hay señales sobre la naturaleza del artefacto político que remplazará el hegemonismo masista. Pueden entonces empezar las guerras del hambre en un campo de juego casi sin reglas, mientras la sensación de ingobernabilidad se extiende.

Al final, se consumó la captura del MAS por parte del oficialismo, con métodos irregulares y triturando, de paso, a la institucionalidad electoral. A la mitad de la platea parece no importarle, porque la eliminación de Evo fue algo que esperaron por años, sin percatarse que se abrieron las puertas a un escenario sin reglas, donde todo vale.

Como la política es un lugar salvaje, la destrucción de la imparcialidad del TSE y la judicialización grosera del proceso electoral, van a incentivar tácticas igualmente desinstitucionalizadas de todos los actores. Los vocales del TSE parecen no comprender el quilombo en que los metieron, que pregunten a sus predecesores del 2019, sus riesgos se multiplicaron, pero cada uno elige su destino.

Lo cierto es que el poderoso bloque político que gobernó Bolivia por quince años parece estar viviendo sus últimos días, al menos en la forma en la que lo conocimos, aunque Evo y su entorno insistan en una estrategia negacionista que sorprende viniendo de gente con tanta experiencia.

Para que Morales sea nuevamente candidato tendrían que pasar muchas cosas, muy improbables, lo que no quiere decir que ese líder este muerto. Como Perón y Correa en el exilio, Lula en una celda en Curitiba o Uribe procesado, su desaparición del escenario es, por lo pronto, más un deseo que una realidad, seamos serios. Al contrario, sospecho que despojado de su obsesión podría ser determinante en el juego que viene. Pero, puede también que decida inmolarse junto a sus abogados, a lo faraón.

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En frente, no parece haber habido tiempo para descorchar el champán, no solo porque ya no hay dólares para importarlo, sino debido al inocultable grado de entropía de la economía que destruye cotidianamente cualquier intento de comunicación positiva de parte del gobierno. A parte de ellos mismos, pocos les creen, quizás porque han logrado combinar lo inimaginable: la UDP con Añez.

Así pues, recuperar la sigla azul parece nimio en medio de semejante sensación de descontrol y pesimismo. Ahí también sorprende la miopía, todo va bien, dicen en la casa grande, mientras en tiktok los están destrozando, los taxistas los odian, las caseritas los desprecian, pagar Netflix es una odisea y las encuestas, las buenas, las por internet y la de Claure, coinciden en que nos acercamos a un nivel de bronca social preocupante y Catacora no resuelve.

Tampoco la variopinta oposición parece en su mejor momento. Ya no hay partidos, sino una decena de facciones en la asamblea. Y los buenos deseos unitarios son como la disponibilidad de gasolina, volátiles y medio mamada. Ya empezaron las puteadas en pantalla compartida, los reproches entre tibios keynesianos y radicales austriacos, suena chistoso pero así es el mundo de X, y las candidaturas se multiplican, cada uno con encuesta y patrocinador bajo el brazo.

Todo lo anterior es una colección de postales de un solo fenómeno: la implosión del sistema de partidos y el fin de la gobernabilidad hegemónica. Lo que viene después de este derrumbe no está aún claro y no debería sorprendernos, la emergencia de lo nuevo suele siempre tardar, depende de muchos factores. Justamente, la querella política futura será sobre esos contenidos.

¿Eso quiere decir que es borrón y cuenta nueva? Tampoco será así, la recomposición que está empezando se hará, en buena medida, con los actuales actores, que seguirán intentando sobrevivir, y quizás con algunos nuevos que nos sorprendan. Con esos bueyes medio lerdos habrá que arar. Pero la crisis y el retorno al orden serán, en el corto plazo, nuestro mantra y habrá oportunidad para la audacia y la disrupción. Aunque las estructuras de representación están en ruinas, persistirán por mucho tiempo las poderosas identidades políticas que se desarrollaron en estos años, quizás con otras formas, estructuras y líderes según la coyuntura. No será tiempo de refundación sino de un inteligente rehilado de coaliciones sociopolíticas que permitan gobernar. El nuevo régimen se construirá desde ahí y solo será viable si es coherente con la fascinante y compleja sociedad que emergió en este siglo.

Armando Ortuño Yáñez es investigador social.

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