El americano feo

Carlos Antonio Carrasco
Fue en 1958, en pleno auge de la Guerra Fría, que apareció la obra clásica del tándem William Lederer y Eugene Burdick intitulada El americano feo en la que se retrataba en estilo novelesco las torpezas y trampas de la diplomacia estadounidense en el sudeste asiático, cosechando de esa manera la repulsión y el odio popular no solamente en ese espacio, sino en todo el mundo. Aquel sentimiento que tardó allí años en acumularse, lo consigue —ahora— Donald J. Trump, en las primeras semanas de su gobierno, mediante sus famosos decretos ejecutivos y sus destempladas declaraciones a la prensa. Proeza que la psiquiatría podría explicar como la sed de revancha por las humillaciones sufridas en el interregno entre sus dos presidencias, cuando la Justicia lo halló culpable de 34 cargos criminales a los cuales escapó gracias al estruendoso apoyo popular que lo llevó nuevamente a la Casa Blanca.
En el plano interno, su obsesión por extinguir legalmente la noción sobre la orientación sexual del individuo es tan notable como su fobia contra los 11 millones de migrantes indocumentados que sufren persecuciones inmisericordes hasta ser capturados y deportados sañudamente.
A ello se suman los daños colaterales que causan ciertas medidas de orden internacional, siendo la más ilustrativa el cierre de Usaid, la agencia de ayuda al desarrollo, que financiaba proyectos de vivienda, salud y educación en países del Tercer Mundo. Luego, la renuncia al Pacto de París sobre el cambio climático y el retiro de la Organización Mundial de la Salud, ambos pasos que afectan seriamente la concertación multilateral para beneficio humanitario. Si el ahorro fiscal de miles de dólares sirvió como pretexto para esas acciones, no se entiende el alejamiento de Estados Unidos del Consejo de Derechos Humanos de la ONU y menos las sanciones impuestas a la Corte Penal Internacional que juzga precisamente a los gobernantes perpetradores de aquellos derechos.
En otro acápite, se nota que MAGA (Make América Grate Again) que parecía ser un mero eslogan electoral se convirtió de metáfora en intención de expansión imperial cuando Trump invoca la posibilidad de hacer de Canadá el 51 Estado de la Unión, de recuperar nuevamente el Canal de Panamá, de rebautizar el Golfo de México como Golfo de América o de comprar Groenlandia.
Empero, entre sus ocurrencias, la más osada es la conquista pura y simple de la Franja de Gaza, para instaurar allí con el dominio americano un novedoso proyecto inmobiliario que transforme esa tierra, de tanto sufrimiento bajo el genocidio israelí, en una lujosa “costa azul” del Medio Oriente, trasplantando a los dos millones de nativos palestinos a tierras egipcias y/o jordanas. Ante tanta barbaridad, el alza de aranceles en detrimento de México, Canadá, la Unión Europea o China, adquiere el aroma de ingenuas aspiraciones de mentalidad aduanera, excusables para una equitativa negociación.
Entre tanto ajetreo hereje que altera la geopolítica planetaria, Trump deja pasmados y afónicos a sus homólogos europeos y asiáticos, pero aún confiemos que le quede tiempo para acordar con Vladimir Putin una paz duradera en el conflicto ucraniano que tantos miles de jóvenes vidas ha segado, en aquel absurdo pleito por fronteras imaginarias. Esa hazaña, ¿podría —acaso— brindarle su añorada ilusión de obtener el Premio Nobel de la paz?