Socializando la impotencia
Hagamos una apuesta fácil: los contratos no se aprobarán en esta gestión

El país está bloqueado, no hay casi condiciones para tomar decisiones, incluso en cuestiones críticas para su futuro. El debate sobre los contratos de explotación de litio con dos empresas internacionales es una muestra de esa imposibilidad. El problema es político y, más específicamente, de una dirigencia sin ideas, que no construye autoridad democrática, polarizada hasta la caricatura, poco generosa e inoperante.
Al final, el drama duró apenas un par de semanas. Como ya estamos acostumbrados últimamente, el Gobierno se retiró después de los primeros cañonazos para ahorrarse más desafecto que el que ya acumulan con gran entusiasmo todos los días, dizque para “socializar” unos contratos que supuestamente se vienen trabajando desde hace cuatro años, alegando desinformación y politización.
Lo invitamos a leer: Podría ser peor
Hagamos una apuesta fácil: los contratos no se aprobarán en esta gestión y solo Dios sabe si servirán cuando un nuevo gobierno asuma en noviembre. Es decir, estamos ante la enésima frustración en esta cuestión.
Sin ir muy lejos, en 2019 también tumbamos con ahínco otro contrato con una empresa alemana en el mismo ámbito. Hoy les tocó a los rusos y chinos. ¿Alguien se acuerda de las razones? ¿Esa vez el contrato era mejor que los dos que estamos discutiendo hoy? ¿Queremos en serio lograr un acuerdo para explotar el litio? ¿Algún día lo lograremos?
Me declaro no especialista en litio para empezar, para no contribuir a la cacofonía, aunque intento informarme de la mejor manera posible sobre estos temas. Por tanto, no voy a opinar sobre el fundamento técnico de los contratos, pero sí sobre la manera como procesamos colectivamente decisiones que afectan las posibilidades del país de desarrollarse.
Podría quedarme ante la constatación del nuevo fracaso y reforzar la narrativa arguediana que sugiere que somos nomás una sociedad demasiada contradictoria, primitiva y no racional. Voy a optar por algo menos popular quejándome de nuestras dirigencias y élites políticas, sociales y mediáticas, de su incapacidad para cumplir su función de orientar, liderar, convencer y movilizar a la sociedad.
Ante cuestiones complejas, las élites, de toda índole, tienen la función y obligación de pensar y definir con claridad el qué y el cómo de su tratamiento. Me parece que en ambas dimensiones andamos fregados en esta coyuntura.
En el debate del litio hemos dado demasiadas vueltas, difundido tal cantidad de medias verdades, agregando premisas contradictorias que al final la conversación se fue haciendo indescifrable para la mayoría. Aunque había elementos, en ningún momento pudo emerger un debate informado de los pros y contras de los contratos, una contrastación racional de argumentos y, por tanto, la posibilidad de construir algo y no solo rechazarlo o destruirlo.
Al final, las preguntas críticas siguen ahí a la espera del siguiente ensayo si todavía alguna empresa extranjera quiere venir a acompañarnos en el vodevil: ¿Necesitamos y vamos a seguir apostando a una economía donde el sector extractivo sea importante? ¿Entendemos que para desarrollar ciertos sectores necesitamos inversión y tecnología externa? Y si fuera el caso, ¿estamos dispuestos a aceptar los costos que todo eso implica?
Seguir en las ambigüedades, nos lleva al punto extraño en el que queremos todo a cambio de “nuestro litio”; por ejemplo, suponiendo que somos imprescindibles para ese mercado y por tanto solicitando que, en su explotación, el inversor ponga toda la plata, nos regale su tecnología, le cobremos el máximo de impuestos, seamos dueños de todo el negocio y que de yapa la extracción no afecte en nada el medio ambiente, y de paso que nos haga a todos felices.
Eso no quiere decir que aceptemos cualquier barrabasada, sino que intentemos tener una valoración realista del costo-beneficio que necesariamente tendrá cualquier industria extractiva. Sobre esa base, podríamos negociar condiciones financieras y de beneficios convenientes, mitigar los impactos socioambientales del negocio y ver cómo sus frutos llegan a la mayoría de la población.
Y eso se logra con buena política, porque es en ese espacio donde hay que construir y deliberar los criterios para negociar con habilidad y patriotismo con los inversores extranjeros, escuchar las preocupaciones de la gente y proponer soluciones, y fundamentalmente convencer, persuadir y explicar para que una mayoría entienda que el negocio es justo si se hacen bien las cosas. Nada de eso se produce por arte de magia, requiere inteligencia, previsión y mucho laburo.
Si eso no se hace, tendremos lo de estas semanas: políticos oportunistas vociferando, cívicos repitiendo “no” como desde hace medio siglo, empresarios salvadores torpedeando con la esperanza que pueden recoger la fruta medio madura en noviembre, medios confundidos, tiktokers explicadores desinformando; por estupidez o manipulación, un gobierno perdido y un largo etcétera de horrores.
Lo repito una vez más: en los comicios de este año, frente a estos desbarajustes y las crisis que siguen apareciendo en el horizonte, precisamos reconstruir autoridad democrática que, por si acaso, no tiene mucho que ver con el retorno a un orden del siglo pasado que algunos anda por ahí ofertando y que tampoco tiene condiciones de solucionar algo en este nuevo contexto.
(*) Armando Ortuño Yáñez es investigador social