Yo
Entender el yo es difícil como agarrar un pez en una laguna, de ahí que también existe el muy socrático ¡yo que sé!

Claudio Rossell Arce
Entre los asuntos centrales en la vida de cualquier ser humano, la respuesta a la pregunta ¿quién soy? ocupa seguramente el lugar más importante. No es que sea imposible de responder, todo lo contrario, pues cualquier persona puede hablar de sí. Sin embargo, también es un hecho que esa respuesta no permanece inmutable, lo cual no es lo mismo que inestable; y es sano que así sea, como en la canción del Cuarteto de nos, que en su coro con acento marplatense dice “Y oigo una voz/ que dice sin razón/ Vos siempre cambiando/ ¡No cambiás más!”.
Para el muy antiguo y venerado S. Freud, el yo era una especie de uno y trino: el ello, el yo y el superyó, siendo el segundo algo así como una instancia ejecutiva, el “agente organizador” que media entre los deseos del primero y las normas del tercero; así, el yo freudiano es un campo de conflicto entre pulsiones esenciales del individuo y normas internalizadas y desarrolladas por este.
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Luego, el también venerado J. Lacan dio una patada al tablero al afirmar que el yo no está en la esencia del sujeto, sino que es un efecto de alienación en el orden imaginario. El yo, para el célebre francés, es fruto de una imagen construida desde afuera del sujeto; literalmente, por ejemplo, cuando mamá y papá eligen un nombre para quien todavía no ha nacido, o el momento en que el bebé se (re)conoce en el espejo. El yo, pues, es un invento de la conciencia de la persona para lidiar con el hecho de no ser dueña de sí misma, pues hasta su inconsciente ha sido “formateado” desde afuera.
Así, el yo es lo que las personas dicen de sí, y lo que dicen tiene más que ver con el contexto en que lo hacen (cuándo, dónde, con quién) que con una transparente muestra de lo que son. Eso explica la existencia del yo estereotipado, que no es más que un conjunto de formas de percibir, juzgar y actuar, común a quienes comparten un grupo (o sexo o género o identidad étnica…) y por tanto reconocible para el resto de la gente.
Estereotipado como es, el yo entonces puede adoptar varias formas: el yo escindido, el yo alienado, el yo mediador, propios del psicoanálisis, imágenes que dan pie a los diferentes modos de terapia, cuando menos, y a sofisticadas cuanto profundas explicaciones del comportamiento social; de hecho, es necesario que así sea, pues el sujeto existe en medio de sus circunstancias, que forman su yo, que es el que, en última instancia, va a terapia.
También se puede hablar del yo deconstruido, que comienza en modo platónico, buscando conocerse a sí mismo (“…y conocerás al universo y los dioses”) y termina en modo derridiano, cuestionando las certezas que constituyen al espíritu (otra forma, filosófica, de nombrar al yo) y transformando el modo de percibir, juzgar y actuar; como les pasa a esos varones que hasta reniegan del privilegio dictado por su género.
Está el yo colonial, que se reconoce ora colonizado, ora colonizador, acostumbrado este último a los inmerecidos privilegios asignados por su linaje, su apellido, su origen o su color de piel, y resignado el primero a los oprobios infligidos por las mismas causas. Lo peor de todo es que si antes esta distinción se fundaba en razones tan mundanas como el acero, la sangre y la violencia física, hoy no tiene más asidero que un conjunto de imaginarios que asignan a las personas “su lugar”, casi siempre impidiendo relaciones honestamente horizontales.
Existe asimismo el yo primero, tan frecuente en tiempos de desprecio por las reglas y el siempre esquivo bien común, que impide desde ceder el paso en las calles hasta otorgar a cada quién lo que se merece, comenzando por el reconocimiento y terminando con la asignación de deberes y responsabilidades; ocurre en las familias lo mismo que en las empresas y ni qué decir del Estado.
Peor todavía es el yo el supremo, delirio de quienes tienen el poder por más tiempo del que son capaces de soportar (pueden ser semanas, como en el caso de la transitoria, o años, como en el del líder de los humildes) y que les conduce a creerse no solo insustituibles, sino también infalibles. En el fondo, saben que su yo es más chiquito de lo que quisieran, y por tratar de esconderlo, terminan mostrándolo.
Entender el yo es difícil como agarrar un pez en una laguna, de ahí que también existe el muy socrático ¡yo qué sé!
(*) Claudio Rossell Arce es profesional de la comunicación social