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Friday 25 Apr 2025 | Actualizado a 19:28 PM

Inestable y fragmentada

Son décadas de frustraciones colectivas en nuestro desarrollo urbano

/ 21 de marzo de 2025 / 06:01

Con el fin de renovar pensamientos y planes para esta ciudad, retratémosla de otra manera: somos una mezcla tóxica entre una sociedad fragmentada sobre un territorio inestable.  A pesar de nuestra escala provincial, nuestros problemas son enormes y surgen de una combinación tóxica entre una sociedad poco cultivada que vive sobre un cráter de suelos deleznables con cientos de ríos visibles y subterráneos. 

La sociedad urbana está marcada por una creciente fragmentación política, un fenómeno que refleja las profundas divisiones ideológicas y sociales no sólo por el acceso a los recursos materiales, sino también por el consumo de lo cultural (la consabida Batalla Cultural). Por otra parte, Manuel Castells en La sociedad red, analiza cómo las tecnologías de la información han transformado la política, fragmentando las identidades colectivas. Las RRSS, argumenta Castells, han creado múltiples comunidades virtuales que vigorizan las posiciones ideológicas extremas, dando lugar a la desconfianza y la desconexión entre distintos grupos.

Revise: Cine sobre arquitectos

Por otra parte, nuestra ciudad está construida sobre terrenos inestables, y enfrenta desafíos tremendos en términos de sostenibilidad y seguridad. Nuestra infraestructura urbana requiere de un diseño superlativo y de una regulación estricta que se logran con inversiones multimillonarias, imposibles de pagar con solo nuestros impuestos. Como otras ciudades situadas en geografías deleznables, somos el resultado de decisiones políticas y económicas (ser una sede de gobierno sometida al mercado libertino del suelo urbano) que priorizaron el desmadre urbano que sufrimos antes que una sostenibilidad a largo plazo.

En este siglo, las diferentes gestiones municipales han enfrentado deslizamientos y tragedias de gran magnitud en medio de interminables pugnas de nuestra fragmentación social. Va un resumen de ese “mosaico social”: decenas de escandalosas y codiciosas agrupaciones políticas, centenares de alevosos sindicatos del transporte, centenas de pedigüeñas juntas vecinales, innumerables agrupaciones de comerciantes minoristas, un estado desestructurado con gobiernos municipales fraccionados, y decenas de canales de televisión que amplifican morbosamente las desdichas.

Conclusión taxativa: Son décadas de frustraciones colectivas en nuestro desarrollo urbano por el aumento irracional de la fragmentación social; si no corregimos ese modus vivendi no podremos implementar planificación urbana o la panacea llamada metropolización. Por el momento, políticos y ciudadanos nos contentamos con evacuar los detritos de nuestras desgracias e incapacidades en la alcantarilla común conocida como las RRSS.

(*) Carlos Villagómez es arquitecto

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Narrativas estéticas 2

/ 18 de abril de 2025 / 06:00

El arquitecto alemán Patrick Schumacher, figura principal del reconocido estudio londinense Zaha Hadid Architects, ha desatado una polémica en el ámbito de la arquitectura con la publicación de su ensayo “El fin de la arquitectura”. En este controvertido texto, Schumacher, exponente del pensamiento arquitectónico eurocentrista, afirma categóricamente que la arquitectura está agonizando o incluso ya ha desaparecido.

Consulte: Narrativas estéticas

Esta provocativa tesis, que resuena como un lamento, evidencia una resistencia a la creciente emergencia en el siglo XXI de voces que abogan por una transformación radical de la profesión (esas voces cuestionan la obsolescencia de los paradigmas tradicionales frente a la complejidad de la sociedad contemporánea). En un ejercicio de autoafirmación ideológica, Schumacher declara que la única arquitectura capaz de perdurar ante este supuesto fin es la paramétrica, con edificios de alta tecnología, formas extravagantes y costos elevados, cuya construcción genera una considerable huella de carbono y suscita interrogantes sobre la transparencia de sus procesos.

El ensayo se distingue por un tono de protesta ante lo que el autor percibe como una politización de la arquitectura. Frases como: “…la usurpación de la disciplina por parte de la ideología woke”; “…debemos rechazar la presunción multiculturalista de que todas las culturas son igualmente mejoradoras de la vida”; “¿De verdad ahora prefieren aprender y hablar de descolonizar la disciplina?” o “La coyuntura histórica actual hace cada vez más urgente un enfrentamiento político frontal y sustantivo con quienes politizan la arquitectura desde una posición anticapitalista”, ilustran su postura.

Consideramos que “El fin de la arquitectura” es un grito insulso en medio de las profundas transformaciones sociales y culturales que caracterizan al mundo multipolar, con nuevos actores en el oriente y el sur global. Pero también, nos incita a una reflexión crítica para encontrar nuevas narrativas estéticas arraigadas en nuestra realidad que permitan responder a los trascendentales desafíos del siglo XXI. Con esas narrativas estéticas ingresaremos a la Batalla Cultural de la arquitectura del presente tiempo, blandiendo una clara postura ideológica.

Si bien figuras como Schumacher, Gehry o Foster, englobados bajo el término “startarchitects”, merecen reconocimiento y respeto dentro de sus contextos, su visión no debe ser universalizada acríticamente. Las narrativas estéticas que promueven un “blanqueamiento cultural” de la arquitectura y que son repetidas sin discernimiento por algunos profesionales de nuestro medio, deben ser expuestas por lo que realmente son: una caricatura.

(*) Carlos Villagómez es arquitecto

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Narrativas estéticas

/ 4 de abril de 2025 / 06:00

La Batalla Cultural es una metáfora que describe un conflicto ideológico profundo, donde grupos con visiones del mundo opuestas luchan por influir en los valores y las creencias de una sociedad. Esta batalla se libra en las instituciones, los medios de comunicación, la educación y el arte, buscando moldear la opinión pública para implantar una narrativa dominante. En la Batalla Cultural, cada bando busca legitimar su perspectiva como la correcta utilizando estrategias de persuasión, activismo y hasta de censura, agigantando la polarización creciente y la demonización del “otro”. En esa pugna por imponer narrativas, estamos en Bolivia en un vaivén interminable entre Gramsci y Agustín Laje; entre una “hegemonía cultural” revolucionaria contra las visiones conservadoras y retrógradas de la derecha más rancia.

Revise también: Inestable y fragmentada

En días pasados el presidente Trump emitió una orden ejecutiva que se inscribe, a cabalidad, en esta Batalla Cultural. En ella, instruye al vicepresidente Vance (que ahora parece Ministro de la Propaganda), intervenir en la Institución Smithsonian, la mayor red de museos del planeta, para “eliminar la ideología inapropiada, divisiva y antiamericana”. Ahora en esos museos, debe reinar un blanqueamiento cultural con el lema: “la verdad sobre la ideología”.

En nuestro medio, existen también intenciones de alineamiento ideológico en contra del sentido común heredado del coloniaje español o del imperio americano. Los repositorios nacionales cambiaron su línea curatorial buscando la hegemonía cultural “de los pueblos”. Ahora, en nuestros museos, se exponen expresiones subalternas en búsqueda de otro horizonte estético. Es como un “trumpismo” al revés, pero, arrinconado y perdido en las montañas, un “acto revolucionario” en un mundo globalizado que no sabe que existimos.

Unos y otros deben recordar los ejemplos históricos sobre la caída de los grilletes culturales: la Revolución Cultural de Mao, las razias estéticas/étnicas de Hitler, o la eliminación de las ciudades y la escritura de Pol Pot, todas con un final sangriento. Sin embargo, y más allá de los millones de víctimas, las narrativas intolerantes reaparecen en estos días y en una escalada de intensidad progresiva.

Las artes y las culturas son pulsiones innatas de los pueblos. En tiempos de intercambios globales que enriquecen y embrutecen continuamente a las sociedades, ningún manifiesto político podrá amaestrar esas pulsiones. En la actual reciprocidad mundial, los pueblos moldean su identidad cultural y estética hacia formas totalmente inéditas. Lo demás son alucinaciones de políticos trasnochados y burócratas serviles que no ven, con profundidad, el nuevo mundo que los rodea.

(*) Carlos Villagómez es arquitecto

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Cine sobre arquitectos

/ 7 de marzo de 2025 / 06:03

Hollywood ha presentado dos grandes producciones sobre arquitectos: Megalópolis de Ford Coppola y El Brutalista de Brady Corbe. Las comentaré en mi condición bipolar, como arquitecto en ejercicio y como aficionado al buen cine. 

Vea: La nueva Guerra Fría

Megalópolis acaba de ganar el premio Razzie 2025 que corona la peor película del cine berreta; y El Brutalista ganó sólo tres de 10 nominaciones al Oscar. Tanta plata y lobby no pudieron con el cine independiente.  El largometraje de Corbet es aburrido, inconexo y melosamente dramático: un atormentado judío, de buen corazón, llega a EEUU para triunfar como arquitecto/sirviente del gran capital. Fue filmada en formato VistaVisión, la técnica ideal para fotografiar arquitectura porque permite abarcar grandes espacios sin las distorsiones del gran angular. Pero, esa súper técnica, sirvió para fotografiar la mediocre arquitectura que el arquitecto László Tóht diseñó y construyó para un pretencioso magnate llamado Lee Van Buren.  La maqueta del enorme centro religioso y cultural es un bodoque desproporcionado. En la película, se ve una construcción con ambientes sosos y triviales, carentes del material protagónico del estilo arquitectónico llamado Brutalismo: el hormigón armado. El hormigón aparente, que no tiene revoques ni pinturitas, fue usado por arquitectos célebres como Le Corbusier, Marcel Breuer u Oscar Niemeyer. Actualmente, Tadao Ando, un galardonado arquitecto japonés, lo usa en todas las superficies, obligando a los propietarios a vivir en bunkers o tanques de agua. Sus casas son de un hormigón gris, áspero y brutalmente frío. La tortura incluye la prohibición de colgar adornos en los muros que rompan el aura artística original; o sea, un cruel suplicio oriental.

Pero László, el dizque arquitecto brutalista, no sólo hace edificios horribles. Es también un ser estoico, con una esposa lisiada, que logra triunfar a pesar de la soberbia de su mecenas Van Buren.  Pero, los guiones berretas siempre nos guardan perlas: el cerdo millonario no solo presiona al arqui con sus caprichos, sino que lo viola empujándolo en unos parajes oscuros de Roma. La perversidad capitalista según Corbet.

Moraleja: las megalomanías arquitectónicas no son garantía, per se, de buen cine (ni tampoco de buena vida).  Después de interminables 3 horas y 35 minutos pensaba que para hacer una propaganda pro israelí en un momento de enorme repudio universal, no era buena idea usar un arquitecto brutalista. Hubiera sido preferible un veterinario que, dado el animalismo activista por los peluditos, hubiera cosechado más lágrimas condescendientes para el objetivo propagandístico de esa mediocre producción del cine hollywoodense.

(*) Carlos Villagómez es arquitecto

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La nueva Guerra Fría

Trump lanzó el programa Stargate con el escandaloso presupuesto de 500.000 millones de dólares

/ 21 de febrero de 2025 / 06:02

Desde nuestra marginalidad en el sur global asistimos a una nueva Guerra Fría entre dos potencias tecnológicas: Estados Unidos y China. No es un enfrentamiento entre capitalismo y comunismo para conquistar tierras y colectividades, como suponen los ideólogos trasnochados. Estamos en otro escenario histórico donde ambas potencias actúan en un mismo ordenamiento económico: un particular capitalismo de Estado (ya sabes, no importa el color del gato) que reúne gobiernos con actores privados.

Consulte: La ciudad como tuna

Ambos imperios han reconocido que la IA será clave en la configuración del futuro económico, militar y geopolítico. Se invierten grandes cantidades de dinero y recursos en el desarrollo y la implementación de tecnologías de IA para ganar ventaja estratégica. Silicon Valley tuvo avances con ese objetivo. Pero el gobierno estadounidense no tenía una fuerte relación con las BigTechs como lo hace China hace décadas. Recién abrió sus puertas a los megamillonarios que festejaron el juramento del segundo mandato de Trump con Elon Musk a la cabeza.

En esta guerra, China tiene dos ventajas sobre Silicon Valley: gracias a una educación superlativa tiene nuevas generaciones de brillantes científicos y tecnólogos; y, sobre todo, tiene una capacidad instalada de energía eléctrica (con hidroeléctricas, centrales nucleares, eólicas etc.) que garantiza cubrir el consumo salvaje de electricidad de las instalaciones de IA. En respuesta, Trump lanzó el programa Stargate con el escandaloso presupuesto de 500.000 millones de dólares, una cifra que puede paliar el hambre de la humanidad. Pero, esa misma semana, un joven emprendedor chino de 40 años, Liang Wenfeng, amargó la fiesta republicana lanzando al mercado DeepSeek v3, un modelo de larga escala, de código abierto, más eficiente y de menor inversión que ChatGPT, logrando tumbar mercados y bolsas en occidente.

La competencia entre Estados Unidos y China no es solo la lucha por un liderazgo tecnológico. Se batalla por el control de la próxima fase de la economía global y la geopolítica de territorios digitales, esos sitios insondables a los que te internas desde tu celular en todo momento.

En esta Guerra Fría del siglo XXI, una sociedad tan marginal como la nuestra, que se pelea eternamente por el control de un Estado desestructurado, y que se presenta al mundo contemporáneo con un elemental pensamiento binario, es presa fácil. Los imperios globales nos ven y tratan como criaturitas corruptibles, y solo les interesa una materia prima necesaria para el nuevo armamento llamado IA: el litio. A esos imperios no les interesa el futuro de 11 millones de seres humanos. Somos nomás una cifra despreciable en el contexto geopolítico actual.

(*) Carlos Villagómez es arquitecto

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La ciudad como tuna

/ 24 de enero de 2025 / 00:12

Trampeando con la metáfora voy a proponer como fruto/símbolo representativo de nuestra ciudad a la tuna.

Me atrevo a este juego simbólico porque nuestra sociedad urbana alucinó con ese pequeño fruto (de la familia de las cactáceas conocido científicamente como Opuntia ficus-indica) cuando doña Emilia, un niño en amargo llanto, un anciano en pantuflas y un doctor hecho el custodio, se enzarzaron en un tunal de un cerro perdido en los Andes. El encuentro dio pie a una infinidad de exageraciones raciales, mediáticas, políticas, y sensibleras que se remató con el recibimiento del mismísimo presidente constitucional del Estado Plurinacional a doña Emilia. Sin duda alguna, una historia de puro realismo mágico, amplificada codiciosamente por los medios y las RRSS, que culminó con demagógicos regalos y condescendientes elogios a la víctima.  La agenda mediática cambió en un tris con infinidad de comentarios, desde las sabihondas cavilaciones de la ideología woke hasta el lamento boliviano del soberano.  Hasta este enero del año 2025 no sabíamos que la Opuntia ficus-indica, era el fruto más representativo de esta ciudad.

Tenemos, metafóricamente hablando, las siguientes coincidencias con la tuna: Somos un mini fruto urbano, tan pequeño como la tuna, de menos de un millón de habitantes; no somos una gran sandía como la Franja de Gaza.   Somos también, un fruto urbano que cambia de color en breves intervalos de tiempo; las coloridas gestiones municipales van del amor al odio en un santiamén.  Somos una sociedad urbana protegida por una gruesa cascara llena de minúsculas púas (conocidas como kepus), invisibles y etéreas, que joden más que las púas de verdad.  Somos, además, un conjunto social aislado en múltiples burbujas (como las pepas de la Opuntia ficus-indica) que nadan en un líquido viscoso y azucarado; es decir, nuestras relaciones de amor y odio son aparatosamente melosas. Y, por último, nos asemejamos a la tuna porque crecemos en un terreno yermo, tirados de la mano de Dios, sin cuidados materiales ni sentimentales; somos una ciudad silvestre que se alimenta y desarrolla de la nada. 

El escudo de nuestra ciudad lleva, inexplicablemente, hojas de olivo y laurel ¿a quién se le ocurrió semejante desvío iconográfico? ¿dónde se cultivan? Propongo que se reemplacen esas ramas por tunales.

Más allá de las ironías emergentes de esta metáfora, agradezcamos infinitamente que nos asemejamos a la tuna y no a la sandía. Nuestros problemas, incluso los más trágicos y adversos, son silvestres. Los resolvemos con una ingenuidad humana que raya en la bobería y no con auténticos genocidios ni guerras globales como sueñan algunas pepas.

Carlos Villagómez es arquitecto.

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