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Niñez amenazada

En Bolivia, la violencia parece estar convirtiéndose en asunto cotidiano, normal y aceptable; aquí se habla de la violencia política que, como ya se ha comentado en este mismo espacio, está en camino de convertirse en el recurso de quienes quieren retener o ampliar su pequeña cuota de poder. Pero es igual o más grave la violencia cotidiana contra niños, niñas y adolescentes.

Para nadie debe ser sorpresa que en sociedades como la boliviana la exclusión es una característica presente en todos los ámbitos de la vida cotidiana: niños y niñas en el mundo de los adultos, mujeres en el de los varones (y ni qué decir de las diversidades sexuales), personas adultas mayores en el de quienes se creen jóvenes aún, identidades étnicas en los ámbitos urbanos…

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Eso explica en parte porqué las noticias que dan cuenta de niños o niñas víctimas de violencia indignan a la gente durante lapsos muy breves y luego quedan en el olvido; o porqué los feminicidios no dejan de ser una estadística con números crecientes, en la que se conoce el nombre de la víctima, pero rara vez el del agresor; y porqué son contadas las personas que denuncian y protestan por los abusos a los que se somete regularmente a las personas no heterosexuales. Todas ellas están en los márgenes de la sociedad masculina y adultocéntrica.

Pero cuando se suceden noticias como la que da cuenta de una niña a la que le quemaron las nalgas por mojar la cama mientras dormía, o las que informan de una niña de seis años de edad acuchillada por su compañero de escuela, de 11 años de edad, o la del niño de 12, violado en el baño del lujoso colegio donde estudia, por otros adolescentes apenas mayores que él, es imposible seguir mirando a un lado, creyendo que son otros los asuntos urgentes o importantes.

De poco sirve exigir al Ministerio Público o a las Defensorías de la Niñez que actúen investigando y sancionando las violencias y a los violentos, si la sociedad entera encuentra justificaciones para proteger a los agresores, si la violencia se cultiva en los hogares, si importa más proteger la identidad, la honra, el prestigio o el apellido de los varones violentos, dejando a las víctimas a merced del periodismo sensacionalista, que no resuelve nada y agrava muchas circunstancias.

De nada sirve la indignación que se manifiesta en público, si es en el ámbito privado donde se hace aceptable el odio por quien es o piensa diferente, donde se inculca la pedagogía del abuso, del castigo, de la presión indebida y donde, al mismo tiempo, se enseña que el Estado no sirve, que las autoridades no saben nada y que el mejor camino es el que se abre a la fuerza.

Es muy grave y preocupante lo que sucede hoy con niñas, niños y adolescentes, pues las heridas que se abren ahora tardarán mucho tiempo en restañar, y es previsible que la sociedad seguirá pagando el costo de esos dolores dentro de varias décadas.