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Un cazador de animales nocturnos Martín Elfman

Quedar con Martín Elfman para entrevistarle no es llegar, poner la grabadora a trabajar, conversar un rato y “ciao”. No, él te invita a su casa, te recibe como a una antigua amiga y te lleva a pasear por su amplia y acogedora cocina. En ella, los ojos se dirigen inevitablemente al cartel, de esos típicos de La Paz: “SE SIRVE TEE CAFÉ, MATES, COCOA, LECHE, SÁNDWICHES”, cada letra de un fosforescente color. Martín ofrece las dos primeras opciones y, mientras pone el agua a calentar para mi té y coloca la cafetera napolitana en el fuego para su café, enciendo la reportera con disimulo, no sea que se rompa el ambiente informal que prefiere el entrevistado para hablar de sus dibujos y de su vida.

Nacido en Buenos Aires en 1976, pero hebreo-español-italo-boliviano de adopción (con breves episodios en Estados Unidos y Portugal), Martín está de cumpleaños: el 12 de este mes se cumple un año desde que se convirtió en miembro de la familia Escape. Sus ilustraciones en la sección Ellos/Ellas de la revista han dado un nuevo toque a los perfiles de personas desconocidas que tienen vidas excepcionales o, cuanto menos, curiosas. Tal vez él mismo podría formar parte de esa página.

Llegó a La Paz en enero del año pasado y, al poco tiempo, su nombre ya sonaba en el entorno de los ilustradores de la ciudad. ¿Cómo lo hizo? Recuerda que se acercó a curiosear por el espacio cultural Simón I. Patiño, en la avenida Ecuador, no lejos de su casa. Había una exposición, se puso a conversar con alguien que le presentó a otra gente… y así fue conociendo a los dibujantes de la ciudad y le invitaron al festival Viñetas con Altura.

Para él, La Paz es como un “canal de aire fresco” en comparación con la ordenada Barcelona, de donde venía cuando aterrizó en El Alto.  Reconoce que se siente acogido por la comunidad paceña. Al preguntarle si se ve aquí durante los próximos años, duda: “No sé. Por ahora…” pero le interrumpe un rotundo “¡Sí!” desde el salón. Es su pareja, Rosaria, que viene a la cocina sonriente y dice: “Yo era cholita en otra vida”. “Y será cholita en ésta”, completa Martín. Ambos llegaron aquí por ella, que trabajaba en la sede central de una organización no gubernamental. Cuando surgió la oportunidad de ocupar un puesto en la delegación de La Paz, agarraron sus cosas y se adentraron en esta tierra. El departamento en el que viven, donde está el estudio de Elfman, se lo dejó como herencia un amigo que se marchó, “y también a sus amigos”, bromea.

Los últimos cinco años previos a la etapa boliviana, Martín vivió en la capital de Cataluña, adonde regresó tras seis o siete años, ya no recuerda bien, de Italia. La primera vez que pisó la ciudad del Camp Nou (dice que es “un poquillo” del Barça) tenía 18 años. Entonces, fue con su familia desde Israel, donde estuvieron cuatro años en un kibutz, un asentamiento comunal.

Allí tuvo que aprender hebreo, que consiguió entender y empezar a hablar al cabo de un año. Antes de eso, como ya había sucedido durante los frecuentes cambios de residencia dentro de Argentina (“Mis padres eran inquietos”), el don para el dibujo era su “puente con el mundo”. Llegaba a clase, se ponía a hacer bocetos, los demás se arremolinaban a su alrededor para ver y acababan acercándose. Si, además, caricaturizaba al profesor, mucho mejor.

La familia de Elfman llegó a Israel cuando estalló la Guerra del Golfo, en el año 90. Tres años después, dio la vuelta al mundo la fotografía en la que  Yasser Arafat, Isaac Rabin y Bill Clinton se daban un apretón de manos para sellar la firma de los Acuerdos de Oslo entre palestinos e israelíes. El joven Martín, entonces en el kibutz, pintó aquella imagen a tamaño real dejando en la cara del presidente estadounidense un hueco, al que cualquiera podía asomar su rostro para tomarse una foto.

A sus 18, la familia volvió a trasladarse esta vez a Barcelona para evitar el servicio militar obligatorio en Israel. Allí, Martín entró la universidad: estudió Periodismo, “la cosa más tonta del universo”. Opina que se aprende más trabajando que estudiando. De la carrera “salías hecho un analfabeto absoluto, que sabía apretar botoncitos o impostar la voz”, comenta. Eso sí, el paso por la facultad le valió para hacer muchos amigos y contactos y para participar de la cultura estudiantil.

En unas vacaciones, como cualquier joven universitario de España, Martín se fue a Londres a trabajar, aventura a la que se lanzó junto a un amigo. Era el verano de 1999, todo un hito en su carrera. Aunque el dibujo está con él “de toda la vida”, fue en la urbe inglesa donde, por primera vez, ganó dinero gracias a su talento.

Los primeros dibujos pagados

Al principio, los amigos repartían publicidad de una pizzería. “Era un trabajo muy mal pagado para uno, que hacíamos entre dos”. Vivían en un camping, Tent City, donde la gente se quedaba en carpas. El dibujante recuerda que allí se alojaba gente muy peculiar, como una ninfómana francesa o un alemán que iba siempre con su bicicleta llena de trastos, en la que iba a la parada del bus y, cada día, llegaba cuando el vehículo ya había pasado.

Se terminó el trabajo de reparto de publicidad. Así que Martín decidió probar suerte y entró a una tienda junto a su amigo. “Compramos un lápiz y robamos lo demás”, cuenta entre risas. Agarró dos sillas del camping y un autorretrato, y se fue hasta Trafalgar Square, frente a la National Gallery. Estaba nervioso, reconoce, pues nunca había cobrado por sus dibujos. Comenzó a hacer caricaturas a la gente y él se sorprendió al ver que funcionaba.

Tras su paso por Londres, estuvo también un año estudiando en Lisboa (Portugal). En total, habla cinco idiomas, “pero todos mal”, afirma, aunque luego se lo repiensa y dice: “El italiano creo que lo hablo bien”, mirando de reojo a Rosaria, que es del país de la bota. Ellos se conocieron en Italia, a donde Martín se animó a ir gracias a unos italianos que conoció en Lisboa y a un libro de Félix Azúa. “Me acuerdo de haber acabado de leer en Barcelona un texto largo sobre Nápoles y dije ‘¡Ostia! Yo quiero ir ahí’”. Y, como los amigos italianos iban con destino a Venecia, el dibujante volvió a cambiar de ubicación.

En Italia también vivió de papel y lápiz y, de regreso a Barcelona, en 2006, comenzó a colaborar con El País y El Periódico de Cataluña, así como en varias revistas, entre ellas Letras Libres y El Malpensante.

En su estudio, una habitación de grandes ventanales, hay un teléfono y un flexo verdes, así como una guitarra metida en su funda. “Un amigo me está enseñando a tocar”. Sobre la mesa hay un cuaderno de hojas blancas, un paquete de cigarrillos y otro con tabaco de liar, un libro de Félix de  Azúa, algunos CD y su computadora con el programa Photoshop abierto. En la pared, hay varios dibujos suyos y también de algunos ilustradores a los que admira. Lo que no está o, al menos, no se ve a simple vista, es el premio European Newspaper Awards que recibió en 2008.

Aquí trabaja el artista y, mejor, por la noche, cuando deambulan, tal vez salen de sus jaulas, los “animalillos nocturnos” llamados ideas. Ahí está el cazador Elfman para atraparlas. Pero son también bichitos “caprichosos”. Es por eso que, a veces, llegan con las gotas de la ducha o cuando Martín está a punto de quedarse dormido. Incluso, en forma de vocablo. Él es de los que cree que una imagen no vale más que mil palabras, sino que éstas “tienen la barriga llenísima de imágenes”. Y él se las extrae para plasmarlas en el papel.

Felicidades, Martín, y que sean muchos dibujos más.

Texto: GEMMA CANDELA
Fotos: EDUARDO SCHWARTZBERG
Receta para la invocación de ideas, por Martín Elfman
Ingredientes:
• Lectura atenta, despierta, libre y asociativa
• Documentación
• Ingenio
• Paciencia
• Lápiz
• Papel
• Café

(Las cantidades de estos ingredientes son relativas. Varían dependiendo del problema a resolver y del modo particular que cada persona tenga de hacerlo.)
Preparación o invocación de la Idea
Lea el texto utilizando todos los ingredientes anteriormente mencionados. Dejarlo en ebullición durante una hora, tomando apuntes en un cuaderno. Apártelo.
Levántese de la mesa de trabajo y camine
—si fuera posible descalzo— por el estudio, casa, celda, jaula o cualquier otro habitáculo de residencia del ilustrador, durante unos 15 minutos. Hágalo canturreando su tema favorito del momento. No tararee nunca, bajo ningún concepto, canciones de Ricardo Arjona.
Salga a la calle —si fuera posible calzado—, hable con la vecina, organice un torneo de fútbol, tome el sol, salte sobre los charcos que la última lluvia ha dejado por el barrio, distráigase.
Al regresar al habitáculo del ilustrador, no deje de maravillarse de que la llave corresponda a la cerradura de su puerta.
Prepare café y comience a garabatear su cuaderno. Hágalo sin miedo. En este paso no se preocupe por la calidad del dibujo: deje que fluya, que el lápiz baile alegremente sobre el papel.  Realice este ejercicio durante media hora, al tiempo que va rescatando los conceptos centrales del texto, dejando minuciosamente olvidados todos los detalles insignificantes.
Busque imágenes que contengan esos conceptos (una casa, un árbol, una llave, una nube) y deje que esas imágenes le lleven a otras (una puerta, un pájaro) hasta que aparezca sobre el papel algo que lo sorprenda.
Repita este ejercicio las veces que considere necesario, utilizando imágenes y conceptos diferentes. En algún momento notará que los garabatos comienzan a relacionarse entre sí, a vibrar, a tomar sabor.
Cuando esté a punto y llegue la idea que ilumina el texto, lo reconocerá inmediatamente por un temblor creciente en su columna vertebral. En caso de que usted careciera de una (de columna vertebral), intente estar atento al instante en que, de repente, el mundo cobra sentido.  Entonces no lo dude: se encuentra usted ante una idea.
Construya sobre ella todos los elementos para que la ilustración sea comprensible y perfecta, prestando atención en no excederse para que no quede demasiado explícita o, lo que es peor, relamida.

Sazone y aliñe a gusto.
Escanee y sirva a su editor a 300 píxeles
por pulgada.