Icono del sitio La Razón

Edwin Maina Aguilera

Entre la humareda de la parrilla del restaurante cobijeño El Paladar aparece la figura esbelta de Edwin Maina (57), con su paño al hombro para limpiar las mesas. Se acerca a unos comensales que aguardan el plato con chuletas, chorizo y yuca, todo sazonado con farofa típico del bar y, al escucharles hablar sobre el cercano Brasil, dice: “Yo hablo brasileño. Viví allí 23 años. Fui jugador de fútbol”.

“A mí me contrataron de peladito para ir a Brasil. Imagínese usted que contraten a un boliviano para ir a Brasil. No me van a contratar por malo, ¿no?”. Entonces, tenía 14 años. Se fue a Rio Branco, a tres horas en auto de Cobija, a jugar en el club Andira.

Con 21 años regresó a Bolivia y se fue a La Paz, a servir al ejército. En esta ciudad empezó a jugar en el equipo del barrio de Sopocachi. “Me gustaba ir al Montículo”, recuerda de su vida en esta urbe.

Tres años después regresó a su tierra, Cobija y, de ahí, volvió a tierras brasileñas para dedicarse al balompié otras tres temporadas.

Con su regreso a Pando el fútbol fue quedando a un lado y Edwin comenzó a servir como mesero. Él siempre vivió justo al frente de El Paladar, lugar donde lleva ya años trabajando. El sitio es famoso por un fatal incidente de 2008, cuando un sicario tiroteó a dos supuestos narcotraficantes que almorzaban en el local, un porche con mesitas que dan a la calle. “El dueño recibió una bala”, cuenta. “Yo no estaba, pero él tiene la cicatriz, cuando está sin camisa se le ve”. El ambiente del restaurante, en todo caso, es pacífico, tranquiliza.

El exfutbolista ya no practica el deporte del que vivió durante un tiempo, pero sí se mantiene en forma. “Yo corro sin camisa por las calles”. Ninguno de sus hijos patea la pelota. Uno de ellos se dedica al baloncesto, en Brasilia.

Al pedirle que cuente algún recuerdo de sus tiempos en el país vecino, se limita a decir: “Me ha ido bien. Gracias a Dios tengo una señora bien simpática, rubia y de ojos verdes”. Ella es brasileña, se conocieron en Rio Branco. Luego de tres meses de noviazgo, se casaron. Llevan 39 años juntos. “Y no se nota en mi cara, ¿no?”, sonríe.

Al terminar su trabajo en el restaurante, suele ir a un karaoke a echar una mano. Pero no a cantar, dice que no sabe.
Unos clientes le llaman desde otra mesa. “¡Un ratito! Ahorita ya voy”, contesta. Se levanta, recoloca el trapo y, a modo de despedida, dice un dulce: “Obrigado”.