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Hora del Té: un placer para sibaritas

El té unió más, si cabe, a la pareja que formaron Salvador Romero y Florencia Ballivián. Cada quien, por su lado, había adquirido, de sus familias, la costumbre de saborear la bebida, de marcar el día con ella. Algo habrá tenido que ver esa esencia en la química que se despertó entre ambos y que les unió de por vida.

Porque las cosas marcharon como van a contarse, según desgrana la historiadora mientras dispone en la mesa la vajilla pensada para el rito. Vajillas, en verdad, pues tiene muchas en casa: heredadas, regalo de bodas o adquisiciones de Salvador Romero Pittari, su ahora ausente compañero, quien tenía espíritu de coleccionista.

Hace años, una Florencia primaveral, de regreso en La Paz junto a sus padres y hermanas, se había convertido en el centro de las atenciones de un grupo de amigos, algunos de los cuales se animaron a cortejarla. “Pero yo no aceptaba a ninguno”. Los chicos, lejos de molestarse, le comentaron que conocían a un muchacho que por ese tiempo estudiaba en Lovaina y que, de seguro, decían, la joven iba a querer.

Así pasaron tres años, al cabo de los cuales “me lo trajeron un día hasta la casa, casi desde el aeropuerto”. Era Salvador, dueño ya entonces de un título en Ciencias Sociales.  Y tal cual habían previsto los amigos, el flechazo fue inmediato y hubo boda un año después.

“Él me apoyó en todo, siempre. Cuando nos casamos, le dije que quería terminar la universidad antes de tener hijos. Estuvo totalmente de acuerdo; me decía, ‘estudia, no me importa si hay o no almuerzo, si tienes exámenes, dedícate a ellos’. Las veces que él llegaba a casa y me encontraba con compañeras de la carrera de Historia, haciendo un trabajo o estudiando, aceptaba guiarnos. ‘Lean tal o cual cosa’, nos sugería. ‘No, Salvador, explícanos nomás’”. Y él, cuyas cualidades para la docencia ponderarían decenas de alumnos, aceptaba.

Lo cierto es que Florencia no aprendió a cocinar nunca. Él sí guisaba, “cosas sencillas pero deliciosas”. Lo que preparaban los dos era el té, a granel siempre, nada de bolsitas ni añadidos de canela o clavo de olor. Pero, pronto aprenderían mucho más sobre la bebida; un viaje a Ginebra y el doctorado de Salvador en París, más otros años en la Ciudad Luz cuando ella fue embajadora del país ante la Unesco, los volverían unos sibaritas.

“Aprendimos, por ejemplo, sobre las mezclas. El té hay que mezclarlo hasta encontrar el del gusto personal”. En Europa, cuenta Florencia, hay tiendas en las que los clientes antiguos tienen registradas las mezclas que prefieren y los vendedores se las preparan.

En ese afán de búsqueda, si bien cada quien desarrolló un gusto individual —a Florencia le encanta el té Earl Gray (con plantas de la india procesadas en Inglaterra), con esencia de bergamota, también en su variedad Lady Gray, que a Salvador le parecía horrible—, la pareja descubrió que nada mejor para ambos que el matrimonio entre el té importado Crusader, el té nacional Chapare y unas hojitas del té chino oolong que se abren visiblemente en contacto con el agua.

Son famosos los encuentros que los Romero Ballivián organizaron con los amigos, primero en su casa de Calacoto y luego en la de Río Abajo. Imagínese a diez personas, cada una con su tetera de fierro enlozado al lado, previamente calentada, y una variedad de tés para descubrir. Para hacerlo más práctico, en tales citas los anfitriones incluyeron finalmente las bolsitas, todas importadas. “Y como no sé cocinar, comprábamos jamón, quesos y marraquetas”.

Desayunaban té, nunca café. Y a la hora del té, el five o’clock tea británico tan arraigado en Bolivia, sobre todo en La Paz, los esposos se reunían casi invariablemente. Lo hicieron en sus días de estudiantes, en Ginebra, cuando compraron su primer paquete que resultó ser de té ahumado, que les resultó horrible pero que tuvieron que tomarse todo para ahorrar. Y que terminaron apreciando, al punto de que una latita de esa variedad, el Lapsang Souchong Tea, es parte de la despensa.

En la terraza o en el comedor, el rito era mimarse, compartir con los hijos primero, con los nietos después. Festejar las novedades: el buen sabor y color del té de frutas rojas; que hay una variedad inglesa con canela, que no es un invento boliviano; que al nieto de 13 años le gusta que le traigan té de los viajes; que en Lima (donde vive la hija, Úrsula) hay un negocio con infusiones del mundo llamado La quinta esencia; que para tomar el Breakfast Tea británico hay que desayunar en grande, casi almorzar; que el té de jazmín que los chinos y japoneses toman con la comida sabe bien con un fondue; que nada mejor para acompañar la bebida que un sándwich de pepino; que el ‘champán’ del producto es el Darjeeling Wonder, con hojas del Himalaya; que el té verde tan de moda es horrible; que abrió una tienda especializada en San Miguel (La Paz), pero que cerró pronto…”

“Para mí, no tener más a Salvador es terrible. No puedo dejar de lado la hora del té; si estoy en la calle, busco un lugar donde tomarlo. Pero en casa, no pongo más la mesa con los platitos, las cucharillas, el detalle… me llevo una taza ante la computadora y es todo”.

Hay un vacío desde que, en abril, el corazón le falló al sociólogo boliviano, quien murió en los brazos de su hijo Salvador Ignacio. “Teníamos muchas cosas en común, nos interesaban los mismos asuntos, no sé…”, responde la historiadora para explicar tanto amor y tanta dolorosa nostalgia.

Un buen té, dice Florencia ahogando las lágrimas, se prepara con el agua que ha roto apenas el hervor. “No hay que dejar la caldera en el fuego, sino levantarla de inmediato. La tetera ya dispuesta recibe el líquido y hay que permitir que la infusión “pase” durante los minutos que requiere la variedad. En general, cinco; pero hay productos que demandan apenas tres (el ‘champán’ es uno de ellos), cuatro (el Irish negro) y hasta ocho (el frutal Grandma’s Garden). La tetera, aun la de fina porcelana, tiene que curtirse, es decir teñirse, pues se la lava apenas con agua, nada de detergentes.

La variedad a granel Chapare está, como se ha dicho, entre las preferidas de la exigente bebedora que es Florencia. Hay otras historias, muchas, detrás de ese paquete azul que se puede hallar en los supermercados del país y en algunas tiendas especializadas del extranjero.

Pero, ese producto que sale del trópico cochabambino es más bien nuevo comparado con el que comenzó a cultivarse en el norte de La Paz, a fines de los años 40 del siglo XX. Por iniciativa de un “inmigrante alemán”, dicen las investigaciones universitarias que, por lo demás, no   mencionan el nombre. Lo que sí se dice es que ese hombre trajo plantines desde Perú y los sembró en Chimate, municipio de Mapiri, donde por diez años “promovió el cultivo e inició su procesamiento artesanal”. Por entonces, “el producto procesado era empacado en latas de estaño y enviado a las minas” (La Razón, 2005).

La revolución del 52 frustró el desarrollo de ese rubro y tuvo que llegar la década de los 70 para que se reactivase el proyecto. Ayuda taiwanesa primero, china después, permitió que se abarcase 600 hectáreas, en Caranavi y en Chimate. En este último lugar, el impulsor fue el ciudadano húngaro Tommy Hegedus Illes, quien, inquieto, recorrió el mundo para, finalmente, casarse con una yungueña y quedarse en Bolivia.

El hijo del fundador de Té Chimate —producto que en su momento se hizo de nombre en el mercado local— es el ingeniero agrónomo Ricardo Hegedus, jefe operativo de Windsor, variedad de infusiones en bolsitas que se procesa, para el consumo interno y la exportación, en la empresa Hansa.

Hegedus, desde su despacho en la planta de El Alto —que huele a té apenas se traspasa la puerta— explica que él estuvo a punto de marcharse a Canadá. Pero decidió seguir el sueño de su padre: producir té de alta calidad, poner a Bolivia en el mapa de los más importantes generadores del producto.

Un sueño que no fue fácil para su progenitor, en todo caso, pues Chimate, que fue nacionalizado en los 70 y pasó a manos de Cordepaz, quebró tres veces y paró durante ocho años.

Con Hegedus padre —inventor del trimate— y George Petit, de Hansa, se revivió el proyecto bajo la marca  Windsor.

En principio, las plantaciones en Larecaja tropical eran administradas por Hansa;  pero pronto las dificultades pesaron más. El lugar, Sarampioni más precisamente, está a 310 km de La Paz, distancia que parece mucho mayor por los cinco ríos que hay que atravesar, lo que en época de lluvias se hace imposible. “Es un lugar estratégico para los cultivos, pero muy complicado para la gente que depende de ellos”, resume el ingeniero agrónomo, que recuerda haber hecho hasta de médico para los lugareños.

 Al final, los comunarios se hicieron cargo de los cultivos. Hansa apela a ellos  para proveerse y hacer el proceso final para envasar té negro, té con canela, con clavo de olor, té de frutas, mates marca Windsor.

“Los bolivianos somos consumidores de infusiones”, afirma Hegedus. No pocos de ellos “apelan a la plantita (cedrón, manzanilla….) que tienen en el jardín”.

Y el té es la bebida por excelencia en los hogares: “mucha gente no sólo desayuna, sino que cena un té con pan”.

Potencialmente, pues, hay gente para hacer del té un consumo exigente, variado, personal, tal cual el que describe Florencia Ballivián, pero con producción local.

Por ahora, pese a la calidad del té boliviano y a que el 76% (1.000 toneladas al año) de lo que se procesa en Hansa va al mercado local  (el resto, 16% bajo la modalidad gourmet, se exporta a Europa, EEUU y Sudamérica), esas posibilidades son limitadas. El té a granel se usa poco, se prefiere el de bolsita. Más que por el sabor, el gusto se guía por el color (de allí que aún al mejor té se le añada sultana). Y, en el lenguaje coloquial, prima más el “ir a tomar un café”, aunque se elija el té. Falta, lo prueba Florencia, información sobre las posibilidades, sobre el universo que se abre al paladar.

Un universo

El mito dice que un emperador chino, Shen Nung, descubrió la infusión en el año 2737 a.C. Pero la historia pone en duda el dato, aunque deja claro que fue la China imperial la que desarrolló el consumo de la bebida que, pronto, pasó a Japón, a los árabes y a los europeos. En el siglo XVIII se convirtió en la bebida más popular en Gran Bretaña, habiéndose registrado el consumo, en 1791, de 6.379 toneladas. (www.cocinavino.com)

La Camelia sinensis (planta del té) posee antioxidantes que algunas investigaciones científicas asocian con energía, antienvejecimiento prematuro e inclusive una buena salud: disminución del colesterol y prevención de ciertos tipos de cáncer (vesícula, vías biliares, US National Cancer Institute).

Rebeca Condori, que trabaja en el control de calidad del té Windsor, explica cómo catar el té. Con los dientes cerrados, se sorbe rápida y ruidosamente el líquido para sentir los sabores. El paladar dará la respuesta. Lo siguiente es comparar y, siguiendo la experiencia de Florencia Ballivián, elegir el que mejor va con la persona. Ricardo Hegedus recomienda, claro, el té nacional.