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Sobrevivir y contarlo

Tampoco es que quisiera tirarme a lloriquear al suelo con eso de “mamá, por favor ven y sácame de ésta”, pero bueno, reconozco que quizás sí que estaba algo inquieto.  Las bicis alineadas en el extremo alto del Camino de los Yungas, conocido como la Carretera de la Muerte. A primera vista, lo que queda claro es que el escaso saliente de firme horizontal que hay entre la pared de la montaña y el abismo no es firme. Christian Senzano, el instructor que viene a ofrecer indicaciones previas para el grupo de nueve rezadores que vamos a realizar el descenso rodado, habla: “Todo bajada. La bici agarra velocidad. Advierto: el camino entero es de tierra y piedras, es estrecho, hay curvas de casi 180 grados y la pendiente es muy grande. Estamos a 4.700 metros de altitud y van a bajar hasta los 1.100 en el transcurso de 56 kilómetros. No hay guardarraíles. La caída en muchos puntos es de unos 800 metros. Hasta 2006, en esta carretera morían alrededor de 100 o 150 personas al año. Desde que existe otra vía alternativa, ya pocos la usan y los fallecidos son apenas 30 o 40. Casi ninguno ciclista, tranquilos. Que vaya saliendo el primero. Suerte y nos vemos luego. Espero”. ¿Mamá?

Tener el título de la carretera más peligrosa del mundo, adjudicado por el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) en 1995, es un diploma tan trágico para los lugareños como atractivo para los visitantes. Ochenta intransitables kilómetros que unen La Paz con la región de los Yungas. El mayor rendimiento de su existencia lo sacan hoy las empresas que organizan descensos en bici. El dueño de Altitude Biking, una de ellas, me invita a vivir la experiencia. Supondré que es un buen regalo.

Siete en carrera

Dos de los nueve se arrepienten antes de subirse al velocípedo y se quedan en el coche. “Ésta es la única carretera de Bolivia en la que se conduce por la izquierda. Es para que los conductores que suben puedan ver mejor el borde del camino. El que baja es el que cede. Si se adelantan, el que venga por atrás que avise por qué lado va a sobrepasar. Un malentendido o un choque entre dos podría ser fatal”, añade Senzano. Primera pedalada. Segunda. Empiezo a bajar.

¿Frenará bien esto? ¡Ay por dios!

La vía es un estrecho saliente tallado en plena montaña vertical. El paisaje —para quien se atreva a levantar la mirada del suelo— corresponde con la misma altura paisajística. Las inmensas paredes rectas que hay por encima y debajo de la carretera son murales de jungla verde en rebeldía perpendicular a la ley gravitatoria. La naturaleza se cierra, el agua se escucha, el bajo fondo sólo se intuye y las nubes se divisan mirando en dirección a los zapatos. Hoy hay niebla.

Es típico aquí. Suerte que al menos no está esa lluvia que tantas veces, según los conocedores del enclave, ha rubricado trágicos desprendimientos de tierra con finales infelices.

Empiezo a tomar velocidad. ¿Iré demasiado rápido? Lo que hoy es un deporte de riesgo, pagado a precios que oscilan entre 60 y 100 dólares, fue durante décadas la única vía que unía la selva amazónica boliviana y la región minera de los Yungas con la sede de gobierno. Veo una cruz al borde del camino. Otra.

Otra. Otra más… Durante el trayecto, a ambos márgenes aparecen cruceros que recuerdan la trágica historia de la vía. Accidentes como el que despeñó la vida de los 100 pasajeros que viajaban en un autobús en 1983 son historias comunes en el lugar.

“Yo pasé años conduciendo un bus”, cuenta Manuel, conductor de 60 años que maneja con pericia la furgoneta que sigue al equipo de ciclistas. En su vida paralela a la ruta de la muerte dice haber visto una gran cantidad de catástrofes. “Demasiadas”. Los camiones, los buses, los coches… “Por más costumbre que tenga, es impresionante cuando ves a alguien caer al vacío. Se salvan como diez de cada cien que caen”.

Senzano aprovecha uno de los descansos para contarme el trabajo casi imposible que es rescatar los cuerpos de los accidentados. Acto seguido trata de desempalidecerme: “Pero las muertes casi nunca son de ciclistas. Desde 1995, cuando comenzó la actividad, sólo hubo 29 ciclistas que fallecieron despeñados”.

Al parecer la última fue una ciudadana japonesa (2011) que soltaba una mano para grabar con su cámara el paisaje mientras iba pedaleando.

Me da por pensar que de qué me iba a servir el casco, las rodilleras, las coderas y el traje especial que me han puesto en caso de salirme del sendero. Pero en fin, no seré yo quien prescinda de ellos. De hecho, estoy por preguntar si no tienen paracaídas para completar el equipo. Por el qué dirán me abstengo de emitir el comentario.

Los lugares que se cruzan son edenes colgantes. Sus nombres, sin embargo, no son tan tranquilizadores. “Descansaremos en el Mirador del Diablo, pasaremos la Curva de la Muerte, volveremos a parar en el Puente del Diablo…”, explicaba antes de la salida Julio Áñez, el otro instructor. Digo yo que uno circularía con algo más de confianza si no hubiera tanto ser satánico poniendo nomenclatura a los espacios.  

Después de dos horas y pico de camino, parece que ya he entendido el truco y los tiempos de apretar freno. Tengo la responsabilidad personal de quedar bien por ser el más viejo y el único no brasileño de los siete que estamos descendiendo. Dos de esos jovencitos paulistas me adelantan. ¿Qué se habrán creído? Ahora voy y acelero. Sube la adrenalina, se empiezan a obviar los consejos y comienza una pequeña carrera. Ya nos había advertido de este síntoma el encargado.

Pero hasta ahora todo va bien. Sigo. Ahí están. Ríete tú del maracanazo cuando pase a esos dos atléticos pimpollos. Les pillo, les pillo, les pillo… ¡Plas!, mi rueda trasera explota, mi bici derrapa y me detengo para ver lo cerca que me he quedado de un abismo por el que duele hasta asomarse. La furgoneta se acerca para darme otra bici. Yo trago saliva. Bajo el ritmo. El resultado ha sido los dos primeros de Brasil y el español el tercero.

Sin dramas, al final todos tan amigos. Lo importante es que hemos derrotado, para que arda de rabia, a la carretera más asesina del planeta.