Hiroshima, testigo de la guerra, memoria de la Paz
Es, sin duda, la máxima expresión de lo que es capaz de crear la humanidad para la destrucción. Luego de 68 años, las heridas no cierran.
No hay rencor, pero Hiroshima —hoy una ciudad floreciente y boyante, totalmente automatizada, atiborrada de edificios, jardines, alrededor de acopios de agua, carreteras y ferrovías modernas, de 3,4 millones de habitantes— rezuma aflicción. Laceran los lampos de dolor que contienen las fotografías tomadas horas después de la detonación de la bomba atómica, de una mujer que presa de llanto le habla desesperada por un signo de vida a su bebé que carga en la espalda y que ha muerto; de la solidaridad de los japoneses que se curan las heridas provocadas por billones de proyectiles de vidrio que volaron de aquí para allá, a diestra y siniestra, y las quemaduras que esa brasa gigante e inenarrable provocó en la población civil.
Lo mismo, las filas de sedientos moribundos por un poco de agua y las recreaciones, a lápiz y pincel, de civiles lanzándose al río para evitar que la ola de calor que provocó la explosión atómica achicharre sus cuerpos.
Señor Imura tenía siete años el 6 de agosto de 1945, cuando la B-19, primera bomba atómica usada contra el ser humano en la historia, explosionó a 200 metros del puente Aioi, corazón geográfico de la ciudad japonesa de Hiroshima, objetivo previsto por Estados Unidos para la detonación en la que desapareció un hermano suyo y, entre otros 240.000 japoneses, sentenció al suplicio del cáncer a la niña Sadako Sasaki, convertida por los japoneses en una santa. 24.749 días después de la deflagración, Imura se desplaza presto, pese a los 70 años que cuenta en el día, por una de las aceras de la calle que da pie a la clínica quirúrgica de Shima, uno de los cuatro edificios que se mantuvo erguido ante la órbita de calor infernal, de entre 3.000 y 4.000 grados Celsius, que desató la bomba de uranio 235 lanzada sobre Hiroshima por un bombardero estadounidense ese lunes, a las 08.15, en la ciudad emplazada a 800 kilómetros de la capital japonesa, Tokio. Espontáneo y solícito, como todo japonés, se acerca a un par de turistas bolivianos que escudriñan en un recordatorio de piedra mármol dominado por una fotografía de destrucción y desolación tomada horas después de la detonación —equivalente a 13.000 toneladas de TNT y que liberó una cantidad imposible de medir de rayos X—, además de un grabado que refiere el horror que es capaz de provocar la guerra entre seres humanos.
“Here, Atomic bombe”, dice en inglés con acento, y centra la atención de sus curiosos contertulios en la esquina superior del edificio de seis plantas de balcones revestidos de perfiles de metal plateado, cerámica cuadriculada y vidrieras color ámbar que ayudan a trepar la vista y obligan a reclinar el cuello hasta imaginar lo que pasó en el aire a una altura de 580 metros sobre el punto que marca el pedernal, hace 68 años.
“Ahí”, a poco más de medio kilómetro del piso, “explotó la bomba”, indica Imura que con cortesía incontinente, propia de los nipones, habla detrás de un barbijo y se defiende del invierno insular con un chamarrón obscuro y bufanda beige y unos pantalones color café de casimir grueso.
Tres japoneses jóvenes, lo más probable de turismo por Hiroshima, de esos que conocieron plasmada la bonanza o se beneficiaron con el crecimiento que aparejó el conocido ‘boom Iwato, 1959-61’, con una expansión económica de 10% en promedio anual, se suman a la explicación sobre esta historia que marcó el fin de la Segunda Guerra Mundial (1939-45) y que, reseña de manera insuperable, ha sembrado la paz en Japón y enseñado a sus habitantes a no cultivar el rencor.
Señor Imura, que gerenta un almacén abierto hace ya 150 años, “cruzando el río, frente a la escuela”, otro de los edificios que desafió la explosión nuclear, cuenta que ese día se hallaba en un pueblo a diez kilómetros de Hiroshima, cuando ocurrió el ataque que también dejó incólume un Torií, un sagrado portal de madera ancestral que abre el paso a un santuario shintoísta.
Exactamente a 244 metros de la clínica de Shima, hacia donde corrientes de viento desviaron la bomba a la que los estadounidenses bautizaron como Little Boy (Pequeño Niño), se extiende el puente Aioi, por donde Imura orienta el periplo.
A una cuadra de la clínica se yergue la osamenta del mundialmente conocido Centro de Promoción Industrial de la Prefectura de Hiroshima, uno de los atractivos turísticos de la ciudad, cuya población ha crecido en 1.000% entre 1945 y 2013.
La masa de fuego y la onda expansiva de la explosión nuclear desprendieron de cuajo las paredes de ladrillo de este edificio, cuya nave central, coronada por un domo de metal trenzado, se ha convertido en un símbolo de la paz de Japón y el mundo.
Pese al paso del tiempo, se advierte a simple vista que el fuego relamió todo.
Protegido por un enrejado circular que se eleva dos metros del piso, el edificio símbolo, de motivos arquitectónicos seculares nipones, ha sido conservado tal cual quedó después de las 08.15 de ese fatídico lunes de 1945. Las piezas de concreto, de metal retorcido y pedrones de tierra cocida se mantienen en el mismo lugar donde fueron sembradas en un radio de 200 metros.
El puente Aioi, erguido como cuando fue construido, conduce a una explanada adornada por fina jardinería y se abre a senderos peatonales flanqueados por esponjosos pinos que adormecen la atmósfera. Más allá, un campanario de tres puntales de corona ovoide, en homenaje a Sadako Sasaki, la niña de 12 años que sufrió los efectos de la radiación y murió a causa de una leucemia en 1958. El suplicio por el que pasó enferma de cáncer convirtió a Sadako en una santa. La creencia popular en Hiroshima afirma que oraciones y el trenzado de 1.000 grullas en memoria de Sadako obrarán un milagro.
Camino al Hiroshima Peace Memorial Museum, los japoneses han reconstruido con maestría incontrastable episodios sinodales de los horrores de ese lunes y el tránsito doloroso de los meses siguientes. A 200 metros del campanario se emplaza un templete al aire libre, semiembovedado de cornisas revueltas, en medio de jardines floridos y rodeado de agua, donde arde la llama eterna, que sólo apagará cuando la amenaza nuclear sobre la humanidad haya desaparecido.
“No repetiremos los errores”, se lee en japonés e inglés la inscripción en una placa. “La guerra es la muerte misma; pensar en Hiroshima es negar la guerra nuclear”.
Y, luego, se abre el espacio hacia un complejo de edificios de dos plantas, una suerte de ciudadela. Un fotón en blanco y negro en el umbral del edificio principal muestra un reloj de pulsera, cuyas manecillas se detuvieron a las 08.15 de ese lunes.
Tras unos pasos hacia adentro se abre un salón dominado por dos maquetas construidas a escala. La primera muestra cómo lucía Hiroshima antes y, la segunda, después de la bola de fuego que la arrasó en un radio de 2,8 kilómetros.
Preceden fotografías que reflejan la bonanza y el adelanto en que se embarcó Japón, obra de las dinastías Meiji (1868-1912) y Taisho (1912-26).
Sobrecoge una fotografía ampliada, de tres metros de base por 15 de alto —disparada por el Ejército de EEUU— que cuelga en una de las paredes del Museo. Se trata del hongo tras la explosión de la Little Boy que se elevó hasta seis kilómetros de altura.
En urnas se vidrio se han colectado restos del daño. Ropa, vidrios, botellas, cajas de comida, cantimploras, barras de acero convertidas en trazas de fierro retorcido, pedazos de vidrio incrustados en paredes de concreto o piedra.
Uñas y lenguas humanas salidas de su cavidad por la sed, estatuas y efigies de hierro fundido reducidas a simples cascarones. Lo inimaginable.
Impresiona ver un retazo de pared cubierta de yeso que permite advertir, ahora mismo, 68 años después, la lluvia de agua negra que se abatió después de la detonación sobre la sedienta y quemada ciudad de Hiroshima.
Más impresionante aún es la recreación en muñecos de cera de dos niños y una mujer que caminan sin rumbo en busca de un poco de agua y ayuda, en medio de una calle oscura apenas alumbrada por las refulgencias de los incendios que seguían la noche de ese lunes indigno de la humanidad.
“Los rasgos faciales están intactos en estos muñecos de cera para que los niños que visitan el Museo no se impresionen, pero no condicen con la realidad, en esta escena la mujer y niños iban derritiéndose, literalmente”, interviene el guía japonés Seiji Tsuji, un voluntario de paz que dedicó dos horas de su vida a enseñarnos que el hombre no debe matar al hombre.
Peor aún la gente que se quemó de cuerpo entero y el rastro de un hombre que se desintegró cuando esperaba, sentado en una grada torneada en piedra, la apertura de las puertas de un banco. El pedrón muestra aún, tímidamente, la sombra impresa que dejó el desconocido.
Al salir del museo, al terminar el periplo, dos fotografías de la grandeza humana y de la infalible naturaleza. Un hombre joven que lleva vendas en cabeza y brazos, que luce rotoso y se apoya en una muleta registra a los desaparecidos y heridos. Semanas después de la destrucción, una planta retoña en medio de la destrucción.
Al escuchar la narración de Seiji, sobre aquella japonesa que intentaba volver a la vida al producto de su amor, Noriko Horikawa, la traductora japonesa que aprehendió español en un colegio católico de monjas españolas cerca de Tokio, se quiebra. “Aún duele”, admite impotente tras recuperar el aliento.