Mi La Paz
Por primera vez pude ver toda mi ciudad desde la terraza de mis 13 años, la contemplé desde el bosquecillo
E l otro día me encontré en el aeropuerto de Lima con mi amigo Gonzalito, mediocampista de las cuartas del club Ferroviario. “Manuelito, estás igualito”, me dijo en su abrazo cálido. Nos fuimos a tomar un café urgido, se iba a Panamá a vender no sé qué cosa, su bondad estaba intacta. Era un diez exquisito que repartía los pases próvidamente, sabía que yo picaba por la derecha, gambeteaba a uno, al arquero y luego me aplastaba en su abrazo con el gol en la boca.
Entrenábamos los sábados a las 07.00 en la cancha de tierra del Kilómetro 7, por el bosquecillo de Pura Pura, para poder llegar puntual gastaba la platita de la movilidad en un taxi de ida desde mi callejón de Sopocachi. Calentábamos y empezaban los ejercicios a cargo del profe Hinojosa, un gordito pajlita de buzo plomo. Hoy recuerdo intacto el olor a huevos del camarín, las canilleras de ladrillo, la diversidad de caras, miradas y roces. Los domingos jugábamos partidos oficiales contra el Chaco, el Always, el Municipal, nos daban camisetas, pero teníamos que devolverlas al final del partido. Nos pagaban un sanguche de huevo con haaarta cebolla y una papaya Salvietti. El problema era retornar a casa, ya no había quibo cirilo.
Fue entonces que me enjugué el sudor con grumos de tierra, miré desde el borde del córner la cancha regada de sol y apareció la visión asombrosa: por primera vez pude ver toda mi ciudad desde la terraza de mis 13 años, la contemplé desde la altura del bosquecillo paralizado en mis dientes recientes, en mis rulos de fuego, en mis rótulas sangrantes. Pude ver al Illimani blindado en su capa plateada, pude ver dando vueltas a los autitos en miniatura de la ladera Oeste, pude ver el mar aéreo absoluto afeitado por dos pajaritos del Stronguer, el matadero de Achachicala con sus vacas desolladas, las caseras con su humo vendiendo linaza, el tajo de El Prado sexy y galán, la colmena del Stádium con su torre de guerra mundial. Y me quedé enamorado para siempre de mi La Paz.
Luego del encontronazo, decidí bajar a pie nomás, con mis cachitos colgando del hombro rodando, rodando llegué cerca a la estación, donde años después te amé en una esquinita, silbando, silbando llegué al cine Universo, tenía dos centavos, me compré dos mumús y de reojo pude ver la cartelera con peladas. Seguí patinando hasta la Alonso, me quedé como poste a ver a un pajpaku peruano con culebras enroscadas en el pescuezo, ofrecía sobrecitos verdes, pomadas grasosas. Entonces llegué a la Pérez, aquella Pérez asoleada, territorio sagrado de encuentro, reposo de solidaridad, con los excombatientes compartiendo marraqueta y las caseras inflando algodones de miel. Pude ver tus ojos detrás del pasamontañas de guarida y me quedé con tu mirada hundida en el alma. En el Obelisco me estaba meando, entonces le pedí a la portera del Club de La Paz que me prestara un ratito su baño a balde, decente, brilloso, olor a cera Lorito. Cuando llegué a El Prado las birlochas se tapaban la nariz por mis hedores de cancha ruda, entrando a la avenida 6 de Agosto empezaron los saludos, ya era mediodía, el gordo Gómez me invitó una salteñita, el Snack Shop rebalsaba de chicas agringadas que devoraban los primeros donuts, llegué al Conservatorio y su rigidez ridícula, los helados del Hugo, la clínica Aramayo, mi kínder de las monjitas alemanas hasta —por fin— dar con mi callejón.
Entonces supe que mi La Paz no era sólo aquella imagen rotunda e inolvidable desde arriba, con su muelita del diablo coqueta y su Valle de la Luna polvoroso, mi La Paz no era sólo la Jaén y sus candelabros decaídos, su ladera Este colgando refrigeradores. Era sobre todo la calidad de su gente, el artesano concentrado con el chiste en las cejas, el mecánico engrasado destripando matracas, el plomero vital cargando el calefón en la espalda, el revistero sempiterno jugando fútbol con sus bisnietos, la hermosa cholita paceña purificando con su pollera los chismes, el zapatero virtuoso clavando en tinieblas, el Gonzalito que todavía juega en el Kilómetro 7.
Uyy… tenía que escribir sobre la fundashon¡ Creo que con la urgencia de aliviar sus internas, los españoles fundaron mi ciudad para que los discordes en concordia, en paz y amor se juntaran y la bautizaron —desesperados— en la primera iglesia que hallaron, en Laja. Tres días después parece que se encontraron con aquella mirada fascinante de la Hoyada desde arriba, hipnotizados por la visión rodaron, rodaron hasta el Tambo del cacique Quirquincha y allí fundaron de nuevo y para siempre la ciudad que nos uniría en su amor para perpetua memoria. Hey dicho.
Chenk’o total
El papirri: personaje de la Pérez, también es Manuel Monroy Chazarreta