Papá resucita en Sucre
Mi padre se había sacado el respirador, me miraba desde sus lágrimas históricas, insistía con el cigarrito.
Aquella época viajaba a Sucre una vez al mes para cuidar de mi padre. Viudo, inquilino, guerrero setentón, papá me esperaba en el aeropuerto con su cigarro adherido al bigote blanco y su sonrisa generosa. Estaba fatigado, 18 años de dictaduras y persecuciones le habían dejado huella, su tercer exilio era reciente. La joven democracia boliviana de inicios de los 80 había valorado su honestidad y lucha, designándolo Ministro de la Corte Suprema de Justicia.
Llegábamos al departamentito que alquilaba en el segundo piso de una casa típica de la calle Bolívar. La dueña, doña Serafina, era una doñita cordial, dígito seis, bien teñida y planchada, que regalaba galletas deliciosas y un licorcito del valle de no sé dónde. A mí me gustaba como posible madrastra. Una vez le sugerí a mi viejo se casara con ella, pues vivía en el piso de abajo. Y solita, le dije con mis cejas.
– Te voy a explicar porque no, dijo, bajando cuidadosamente las gradas.
Subimos al auto, Don Wálter —un viejito k’asa ventana que hacía de chofer— nos llevó directo al cementerio de Sucre. Caminamos buscando algo en aquel magnífico lugar con mausoleos de mármol y nombres célebres en letras doradas, un niñito recientemente quechua recitaba el entierro de algún presidente. Mi padre le acarició el cerquillo y lo despachó con varias monedas. Entonces llegamos a tumbas más normales.
– Mira ésta, expresó.
La tumba indicaba que ahí adentro yacía el Dr. Pérez Iribarne, dilecto jurisconsulto, exministro de la Corte Suprema. Caminamos 20 pasos hacia el frente cual detectives.
– Mira esta segunda, indicó, auscultando.
Era la tumba del doctor Dávalos Guerrero, dilecto jurisconsulto y exministro de la Corte Suprema que había fallecido hacia un par de años.
– Los dos son exmaridos de doña Serafina. ¿Quieres que yo sea el tercero?, refirió gracioso, dejándome turbado y con una sonrisa interior.
En el almuerzo comimos chorizos eléctricos. Papá le daba un sorbo al chuflay y se iba dormitando, el agotamiento y el sopor valluno lo sitiaban.
Entonces, se apoyaba en mi brazo y directo a la siesta urgente. Una tarde no se levantó, no reaccionaba a mis súplicas. Me exasperé, doña Serafina había salido, llamé a la única amiga que tenía en Sucre —Sofía—, quien llegó rápido en un taxi. (Sofía andaba flotando en sus encajes, había cumplido recién los 21 con un sonado baile en la plaza central. Todos los giles de Sucre y sus apellidos anhelaban su himen intacto. Tenía la piel blanca sopada de lunares, dos duraznos vallunos eran sus senos y un cuello largo de ave literaria la distinguía. Le gustaba recitar poesía del siglo de oro español).
El médico de la Corte Suprema también llegó y ordenó la internación urgente en un hospital público: un coágulo de sangre estaba trancado en el gran cerebro de papá. Pasaron tres días con sus noches, con Sofía tomábamos café y decisiones difíciles (para mis 24 años). Los galenos —cuervos de blanco— rondaban, olisqueaban, movían las orejas, se ofertaban para llevarlo a clínicas en el exterior, hasta el Presidente de la República había llamado para decir que podía mandar un avión para llevarlo a Brasil. Mientras tanto, mi padre en el limbo era inflado por una máquina. De pronto, llegó de visita un médico amigo de La Paz, el Ignacio, con quien habíamos jugado tapa/gol una década, en mi callejón de Sopocachi, le pedí que lo examinara, luego del chequeo sostuvo, ensimismado:
-Son las cinco de la tarde, tu padre no llega hasta el amanecer.
Desconsolado llamé a algunos parientes cercanos, nunca les fastidiábamos con nuestra soledad crónica. Aquella noche, Sofía rezaba un rosario dorado de perlas negras en la penumbra del hospital, yo dormitaba envuelto en su chal bordado de luna y me despertaba babeante a escuchar su corazón (el de mi padre, claro). A las cinco de la mañana apareció la nana de Sofía en llanto: acababa de fallecer de un infarto rudo el padre de Sofía, desesperada partió dejando su zapatito de porcelana en el tropiezo. Cuando la vi subir al auto desde la ventana de la habitación, escuché en la espalda:
– ¡Manuelito! pásame un cigarrito…
Mi papa se había sacado el respirador me miraba desde sus lágrimas históricas, insistía con el cigarrito. Temblando toqué un timbre, apareció la enfermera con un cuervo de blanco joven, Monroy Block había resucitado. Nunca fui tan feliz. Gritaba como si hubiera metido un gol definitivo, lo abrazaba, lo sacudía y lo besaba mientras él decía: tranquilo, tranquilo, conseguime pues un cigarrito. Luego explicaron los galenos que el coágulo había fluido aterrizando en el dedo gordo del pie que un año después le amputarían atragantado de sangre.
Al día siguiente llegó la comitiva familiar, mi papá —bien engominado y sentado en la cama— leía el periódico con su pucho en la boca. La parentela, de luto estricto, esparció su gesto de empute porque los hice venir en vano, en avión. Desaparecieron prontamente. Entonces pude ir al entierro del padre de la bella Sofía, que en su desconsuelo colonial y acento ochocentista me abrazaba temblando y entre lágrimas decía: la parca ha preferido a papá.
Chenk’o total
El papirri: personaje de la Pérez, también es Manuel Monroy Chazarreta