Bolivia tiene un sinfín de variedades de especies de plantas y animales  en la Amazonía, los valles y el altiplano. Y su riqueza no sólo está condensada en la naturaleza silvestre, “sino también en la cultura, en el saber de las 36 naciones indígenas que habitan nuestro país”, afirma el biólogo paceño Eduardo Forno, director del centro Conservación Internacional (CI). Como producto de estos conocimientos, de su revalorización y conservación, la comida boliviana tiene un gran potencial para sus habitantes y el mundo. Por ejemplo, en tiempos donde el trigo nacional no alcanza para cubrir la demanda local, la k’ispiña, un pan hecho con base en la quinua que se elabora desde antaño en el campo, es una buena alternativa para el consumo familiar, asegura el agrónomo Freddy Delgado, director del Centro Universitario Agroecología Universidad de Cochabamba (Agruco), que es miembro del Programa Nacional de Biocultura (PNB).

Sin embargo, el conocimiento de su preparación es un bien que pocas personas atesoran en la urbe. La cocinera Karen Velasco, proveniente de Laja, La Paz, recuerda que su abuela hacía la k’ispiña con quinua molida, la mezclaba con mantequilla y sal y le daba forma con las manos. Luego colocaba la masa encima de paja, en ollas de barro, y se cocinaba al vapor. “Comíamos harta k’ispiña, pero con la migración se fue perdiendo”, dice Velasco.

Si bien es cierto que la quinua real tiene altos precios por ser requerida para la exportación, la especialista en el cereal andino e investigadora de la Fundación Tierra, Rosmery Jaldín, considera que se pueden utilizar otras variedades de grano más pequeño —y por eso no se exportan— y que son más accesibles al bolsillo boliviano. “Los estudios demuestran que el tamaño no garantiza mayor nutrición. La quinua que se consume aquí es igual de nutritiva”, afirma.

El cocinero y maestro gastronómico de Santa Cruz Ricardo Cortez recomienda utilizar los productos locales para hacer variedad de platillos. “Tenemos que echar mano de lo que tenemos en la calle, platos que son parte de la tradición cultural y que si no los rescatamos van a desaparecer”, advierte y como ejemplo menciona la receta para hacer el manjar blanco que, asegura, se está perdiendo. “Una señora, Juana Franco, pasó la fórmula a mis abuelos y ellos a mis padres y mis padres me la enseñaron a mí y ahora vienen muchas personas mayores a pedirla”, explica.

En este sentido, a través de la cocina se está haciendo una gran labor de recuperación de la historia.  Cortez también invita a transformar los platos populares en comida gastronómica; como las salchichas de Portachuelo, una comunidad ubicada a diez kilómetros de Santa Cruz. El cocinero cuenta que vio que sólo las comían los taxistas en el cuarto anillo de la ciudad y se le ocurrió preparar chaufa con plátano, y, dice, quedó muy bien. Entonces se pregunta, “¿Por qué no usar estos productos para hacer cosas interesantes?”. Otro ejemplo que da, es usar el achachairú para cocinar el cebiche, y otro de sus platos transformados es el de  ñoquis de yuca con salsa de pesto andino amazónico, hecho con huacataya, quirquiña y almendras amazónicas.

En la Feria Internacional Tambo que se realizó en La Paz, del 16 al 20 de octubre, se podía encontrar la watia: un plato que tiene sus orígenes en la cultura aymara y que tradicionalmente se lo consume en días festivos. Patricia Luna, quien aprendió a cocinarlo al ver cómo lo hacían sus abuelos, oriundos de Sorata, cuenta que esta comida se prepara en hornos de piedra bajo tierra, a leña, y lleva carne de cerdo o de pollo, papa, camote y postre. El sabor de la cocción bajo tierra es delicioso, dicen los comensales.

Así como en los últimos tiempos se intenta revalorizar el uso de la quinua, también hay un movimiento entre ecologistas y gastrónomos para volver a posicionar las variedades de papa. Después de la migración del campo a la ciudad y de la multiplicación de la “comida chatarra”, hoy existe un proceso de volver a las tradiciones, dice el agrónomo Freddy Delgado. “Hay un avance y no sólo en la alimentación y los cultivos, sino también en una mirada integral de la vida”, menciona. Porque, por ejemplo, el tubérculo no es un producto alimenticio, dice; “la papa es ispalla, es espiritualidad, porque cuando vos das papa a alguien le das un alimento hecho por tus manos y le estás dando energía vital que no se cuantifica en carbohidratos y vitaminas”.

Las variedades de papa son un patrimonio del pueblo boliviano y su conservación, aseguran los expertos, es responsabilidad de toda la población. “La biodiversidad genera resiliencia en las poblaciones para poder vivir bien, para tener una economía más estable y sólo es posible si hay diversidad, cuando no sólo se cultiva papa holandesa”, señala Forno.

La resiliencia en la ecología es la capacidad de las comunidades de resistir a los choques climáticos o económicos y poder renovarse. De este modo, “si compramos papas diversas estamos ayudando a los pequeños productores y a la biodiversidad”, propone.

En este sentido Delgado indica que hay políticas públicas para dar impulso al pequeño productor y  que éstas deben ser aprovechadas desde lo local. Desde el Centro Universitario Agruco, en Cochabamba, participan del Programa Nacional Biocultura —dependiente del Ministerio de Medio Ambiente y Agua y financiado por la Cooperación Suiza— desde el cual se trabaja con 50 municipios del país para promocionar el diálogo de saberes. “Buscamos construir un desarrollo alternativo para el vivir bien, revalorizar los saberes indígenas y la agroecología andina”.

Desde este programa se busca revalorizar cerca de 500 alimentos como los granos andinos kañahua, amaranto y el tarwi, así como tratar de tener un diálogo permanente entre la ciencia moderna y la sabiduría indígena. “Tenemos que empezar a difundir la agricultura urbana porque hay muchas localidades intermedias ligadas a comunidades indígenas que pueden aprovechar estas oportunidades de generar el desarrollo para el vivir bien”, resalta Delgado.

En palabras del director de Conservación Internacional también se trata de revalorizar lo generado por la cultura de la población. “Que la gente se sienta orgullosa, que muestre su cultura, que se exprese a través de la comida y de la biodiversidad, eso enriquece todo un proceso social y cultural para vivir la conservación de la biodiversidad de una manera poderosa”, asegura Forno.