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Hasta el infinito y más allá

Alfredo y Saúl hacen el trayecto entre El Alto y Arica. Comen donde se tercia. Suelen dormir poco. Son camioneros. Saúl es un peso pluma: fino como aguja. Tiene ojos chiquitos, patillas ralas y la pinta de un karateka trasnochado después de una pelea. En los dominios de Alfredo, el ‘soundtrack’ habitual es capaz de hacer bailar a un moribundo: folklore, rock, salsa, chicha, bachata.

/ 1 de diciembre de 2013 / 04:00

Mi nombre es Alfredo Massi. Tengo 38 años y soy camionero: el dueño de un Volvo americano con el que viajo a Chile todas las semanas. Hago la ruta El Alto-Arica, Arica-El Alto desde hace casi 20 años. Me estoy haciendo viejo en la carretera.

Sábado. El camión —matrícula 2298— partió hace un par de horas desde una gasolinera de la periferia alteña. Se trata de una mole de fierro que remolca un container con 800 cajas de castaña de exportación y acelera ahora en medio de un paisaje monótono y frío, dominado por la paja brava y colores ocres y grises.

El camino invita a ratos al aburrimiento. Sobre el asfalto: algunas curvas, líneas blancas, líneas amarillas, rectas interminables. A su alrededor: mares de nubes, la sucesión de pueblos.

Me gusta salir temprano, sobre todo sabiendo cómo son las paradas y demoras en la frontera. Pero lo que más me agrada, lo más emocionante, siempre es retornar: el Illimani, los otros cerros, el ingreso a la ciudad, que mi mujer y mis hijos me esperen.

No me gusta enfermarme y que los medicamentos estén vencidos. Si uno se pone mal durante el trayecto, a veces no hay dónde lo atiendan. Una vez me resfrié muy duro, horrible ha sido, temblaba mucho. Por suerte, un primo que estaba en otro tráiler me friccionó con sus orines y me recuperé rápidamente. Ni siquiera yo mismo lo creía.

A Alfredo, a veces, lo confunden con Evo Morales: su peinado es tipo casco, con la raya al medio, y, de perfil, su nariz luce bastante parecida a la del Presidente. Pero él no  suele presumir de eso, sino de su mirada de escopeta: donde pone el ojo —suele decir— pone la llanta.

La vida del volante

Mi nombre es Saúl Massi, pero muchos de los que me conocen me dicen El Flaco. Alfredo es mi hermano. Tengo 31 años y soy camionero. A los 10, ya trabajaba como voceador de un minibús; y aprendí a conducir a los 13. Cuando Alfredo retornaba de algún viaje, a veces, me subía a su camión sin que él se diera cuenta, lo ponía en marcha, lo movía y luego lo dejaba de nuevo en el parqueo. Me pilló porque no siempre lo acomodaba del todo bien, en el mismo sentido en el que estaba. Desde entonces, me entusiasma ir de aquí para allá, la vida del volante.

Saúl es un peso pluma: fino como aguja. Tiene los ojos chiquitos, patillas ralas y la pinta de un karateka trasnochado después de una pelea: cara de pillo, pelo revuelto. Su Volvo es igual al de su hermano Alfredo, sólo que algo más moderno. También lleva un cargamento de castaña encima. Su valor: 95.000 dólares.

Saúl, que no es propietario del vehículo, recibe un sueldo mensual de más o menos 400 dólares, 237 veces menos de lo que cuestan las 15 toneladas que transporta en estos momentos.  

Yo siempre he deseado un camión propio. El camión, al final, es como una casa, el ambiente donde uno suma nuevas experiencias. Gracias a él, he podido hacer amigos: El Tortuga, El Cara de Wawa, El Viejo, La Bella y La Bestia. Con ellos toca compartir fechas señaladas, como la Navidad. Son como una segunda familia para uno.  

El almuerzo —charque, papa, huevo duro— es en Patacamaya, a las 12.20. Quizá Saúl no vuelva a meterse otro plato caliente entre pecho y espalda antes del anochecer. A veces es así: se come donde se puede y lo que hay. En ocasiones, no hay nada. A ratos, es difícil distinguir el hambre del apetito. Y la dieta suele ser un crimen nutricional: rica en calorías, pobre en carbohidratos; rica en grasas saturadas, pobre en hierro; llena de salsas industriales —ketchups, mostazas, mayonesas—, llena de pollos crocantes que las caseritas iluminan con un foco para que permanezcan tibios.

Cuando no voy con demasiada carga, yo suelo llevar una pequeña hornilla y su garrafa para hacerme té o matecito y matar el frío. Porque a veces es grave, sobre todo cuando nos quedamos en medio de un bloqueo. Una vez estuve parado varios días por eso y tuvieron que traerme agua desde muy lejos porque ya no me quedaba nada. Fue rudo.

El soundtrack del camino

En el camión de Alfredo hay una litera, varias gavetas, frazadas, una almohada azul de los pitufos, un casco de obra, un armario, un cajón con una Biblia chiquita, con documentación, con tarjetas usadas de teléfono, un cargador de baterías, un peine de plástico, botellas vacías.

También llevo montos grandes de dinero. En una ida y vuelta a Arica gasto fácilmente entre 500 y 600 dólares únicamente en combustible. A veces, incluso más; y luego hay que pagar los peajes, la alimentación, los caprichos, los refrescos. Siempre tengo a mano alguito extra para emergencias. Y trato de no hacerme faltar hoja de coca. En nuestra profesión, casi todos pijchan. Pijchar es bueno. Te quita los dolores cuando estás un poquito enfermo. Y ayuda además cuando está por agarrarte el sueño.      

En la cabina del chofer, la radio casi siempre es una buena compañera contra el tedio. Y en los dominios de Alfredo el soundtrack habitual es capaz de hacer bailar a un moribundo: folklore, salsa, rock, chicha, bachata, composiciones románticas.

Ahora suena un CD remix con una portada en la que se ven unas palmeras y un título a juego —Tropiclásicos, dice la bolsita en la que se hallaba el disco—.

Reúne grupos de nombres sugestivos (Amor Azul, Ráfaga, Tormenta, La Bamba) y canciones aptas sobre todo para  potenciales suicidas: Volver a empezar, Engañadora, Maldito corazón o Amantes.

Uno de los cantantes que disfruto mucho es Roberto Carlos, sobre todo por su voz; y por su tema Camionero. Él habla de lo que nos pasa, de la soledad, de la tristeza.

Cuando Alfredo no está escuchando música, sintoniza a ratos algún dial extraño. Con su aparato de onda corta logra agarrar emisoras de parajes lejanos. Y a veces se adormece con el runrún de un noticiero ruso o se espabila con la sabrosura y el son de un locutor cubano.

Destellos amarillos

Para Saúl, que ha recorrido la mayor parte del país en “colosos” parecidos al que actualmente maneja, la representación de la frontera —Tambo Quemado en Bolivia y Chungará en Chile— no son las construcciones compactas, ni el viento nervudo que pareciera soplar en toda dirección imaginable ni los paisajes como apocalípticos, sino la hilera de vehículos de alto tonelaje con rumbo a Arica que a diario se tranca.

Las filas suelen ser interminables. Las hacemos para que los funcionarios revisen la mercancía, para dejar documentación, para que nos sellen. Y es muy estresante. Antes, llegábamos al puerto, a nuestro destino, en un día. Ahora, eso es casi imposible.

También hubo un antes —cuando Saúl era todavía chico— en el que tardaban alrededor de una semana. Por aquel entonces, Saúl solía acompañar a Alfredo o a su padre en algunos de esos periplos; y los atrasos no eran por culpa de los aduaneros, sino porque la vía no estaba pavimentada. Porque era de greda y el camión, en ocasiones, se trababa.

Cuando ocurría algo así, ellos renegaban y yo me divertía mucho. Recogíamos arbustos y los colocábamos frente a las ruedas para que no resbalaran, para sacarlas.

Son las 19.30, Alfredo y Saúl ya cenaron y lo que le preocupa al menor de los hermanos es hallar al responsable de un vehículo que le corta el paso. Saúl decide regresar al sector del papeleo y pregunta ahí por la matrícula: “El 2911”, grita desde el fondo de un pasillo en el que aguardan turno entre 40 y 50 camioneros.

Nadie responde. “El 2911”, vuelve a intentarlo sin éxito. “El 2911, lo acabo de chocar”, bromea después. Y entonces, sí: aparece enseguida el conductor del 2911 y Saúl puede arrancar su Volvo de nuevo.

Saúl avanza unos minutos en mitad de una oscuridad inquietante y, tras varios volantazos para esquivar un par de baches y algún que otr­o hueco profundo, Chungará aparece como un horizonte de focos amarillos. El puesto fronterizo ya cerró; y entre los destellos y Saúl debe haber al menos cuatro kilómetros de tráilers que también pasarán la noche acá, varados en este limbo tan particular que nadie sabe bien a quién pertenece.   

Tierra de nadie

Domingo. Alfredo se levanta a las tres de la madrugada, prende el motor de su Volvo para que no se enfríe y éste se queja repetidamente como si tuviera tos.

Media hora después, Alfredo lo apaga, dormita un poquito; y a las 07.00 está otra vez con un ojo avizor para ver qué ocurre.

Lo que ocurre es que toca ser paciente. Así siempre es. Y es mejor no salir de la colcha hasta que esto se mueva. Cuando uno asoma las narices muy pronto, se agripa. A veces, un señor viene en su auto y vende café. Pero casi nunca alcanza para todos. Si no estás al principio de la cola, como nosotros hoy, ni siquiera se puede contar con eso.    

En cuanto atisba un poco de acción fuera, Alfredo, que luce un ll’uchu marrón que le cubre las orejas, lo primero que hace es arreglar su cama, que queda en la parte posterior de la cabina helada. Luego, intenta adivinar cuánto tardará en cruzar a Chile; y no es muy optimista. “No saldremos de aquí al menos hasta las cuatro de la tarde”, profetiza. Por ahora, los camiones, que uno detrás de otro tienen la apariencia de una serpiente gigantesca, apenas se esfuerzan. Y Chungará parece todavía un espejismo inabordable.

En otras fronteras no es igual que acá, cada una tiene sus particularidades y, según el tramo que uno hace, también son diferentes los problemas con los que se enfrenta. Cuando uno va a Perú, por ejemplo, es más fácil resolver todos los trámites, pero después tiene que tener mucho más cuidado con lo que transporta.

Una vez, cuando había hartísima guerrilla, yo llevaba azúcar y me asaltaron unos hombres con ponchos y con carabinas. De Sendero Luminoso han debido ser. Antes de dejarme marchar, me obligaron a bajar diez sacos de la mercadería. Más bien que a mí no me hicieron nada.  

Alfredo arriba a Chungará alrededor de las 18.20, hora chilena —las 17.20 en Bolivia—. Media hora, después —y tras casi un día entero en tierra de nadie— atraviesa los controles. En ese lapso, él y Saúl comieron sólo una empanada frita y unas galletas.    

Chatarra y cruces

A partir de aquí, la carretera se pone interesante: curvas complicadas curvas sencillas, curvas asesinas. Saúl mantiene un ritmo anodino. Es consciente de que no debe correr: en este sector —la Ruta del Desierto— ha habido decenas de percances.

Mi hermano suele decir que el principal error de los principantes es confiarse. Y es cierto. Hay sitios en los que uno piensa que puede ir más rápido cuando no es así; y luego, le mete al acelerador y se embarranca. El mismo Alfredo, una vez que granizaba harto, bien jodido se ha volcado. Se fracturó una parte de la columna. Lo tuvieron que sacar en ambulancia. Estuvo tres meses echado y creo que otros seis sin trabajar. Desde entonces, odia que llueva.     

En algunos trechos, sobre todo donde las laderas son pronunciadas, la vía parece un cementerio: está repleta de remolques que cayeron, chatarra oxidada y precipicios que parecieran tragar hierro; y también, de cruces de madera y nichos en homenaje a los que fallecieron aquí por un mal cálculo, por un descuido, porque fallaron los frenos. En algunos hay flores marchitas; en otros, juguetitos —es así cuando entre las víctimas hubo algún niño—; y muchos ya no revelan nada: están ahí, pero son como renglones vacíos.

Donde el sendero se estrecha, el manejo se vuelve bastante peligroso. Y hay que tener cuidado. En ese rincón de ahí, en plena montaña, se estrelló un colega que iba con su pareja y sus tres hijas. No se salvó nadie. La mujer salió disparada por el cristal tras el impacto y el resto agonizó poco después a causa del incendio. Más allá, otro camionero se salió de la calzada por un giro que hizo a demasiada velocidad y murió decapitado.  

Saúl cuenta las historias con detalle, como si fuera un periodista de esos periódicos amarillistas que sólo se animan a dar malas noticias. Lo hace de forma teatral, agitando muchísimo los brazos. Y no siempre habla de desgracias. También ha sido testigo de algún que otro “milagro”.  

El Highlander, otro compañero, igual se accidentó una vez por esta zona. Su camión quedó inservible: hecho pomada. Pero él escapó completamente ileso: cuando lo fuimos a ver al hospital, no tenía ni un rasguño. A veces, a uno le pasa algo, le coge luego miedo a la carretera y piensa que Dios le ha dado una segunda oportunidad, pero para hacer algo distinto: El Highlander montó una ferretería en Cochabamba.

En estas travesías internacionales, según Saúl, se aprende mucho: “a ponerte el cinturón de seguridad desde que te sientas, a llevar las luces prendidas cuando estás en movimiento, a no olvidar que sólo hay tres cosas importantes que uno debería tener en la cabeza cuando viaja: la supervivencia, los seres queridos, la carga”.

Recuerdos y silencios

En un lugar llamado “El Ovni”, Alfredo comenta que, a pesar de tratarse de una cuesta arriba, cuando uno deja aquí el camión en punto muerto, éste sube como si una mano invisible lo empujara. Nadie entiende  bien a qué se debe esto: quizás sea una ilusión óptica, quizás algún campo magnético tira de la carrocería incomprensiblemente.  

Después de su explicación, Alfredo calla. En los instantes de silencio —que los hay y muchos—, Alfredo suele acordarse de los que no están con él aquí: de su esposa, de sus wawas, de sus hermanos y de sus hermanas, de su padre, de su madre.    

Mi padre era minero y nos cayó muy mal la época de la nacionalización de las minas. Vivíamos en un pueblo y fue muy complicado emigrar a El Alto. Mi papá tuvo que ponerse a cavar zanjas para el alcantarillado de algunos de sus barrios. Mi mamá empedraba calles, lavaba ropas, hilaba mantas. Y nosotros (los hijos) les ayudábamos.

Con esfuerzo —sudor, lágrimas, tropiezos—, y poco a poco, se estabilizaron. Alfredo comenzó a manejar camión por Yungas, por Santa Cruz, por Cochabamba, por el Altiplano. Su padre, Eusebio, hizo lo mismo. Saúl también se integró a esa rutina itinerante. Y hace unos años, armaron una empresa de transporte, El Yon, que cuenta con cinco vehículos propios y un plantel que ha incorporado a varios de los hermanos de Saúl y Alfredo.

Entre ellos, está Pablo, que es adoptado. Lo recogimos a sus 9 años porque nos encariñamos: él era huérfano. Hoy tiene 32 y lo consideramos uno más de los nuestros.   

En su celular, Alfredo guarda algunas fotografías de sus “retoños”. Son cuatro: de 18, 12, 9 y 2 años. De vez en cuando, los muestra con orgullo; y también, con un poco de nostalgia porque recuerda las veces que no ha podido estar a su lado para hacer la tarea de la escuela. Pero ahora no. Ahora, Alfredo se ha ensimismado de nuevo en sus pensamientos, cabecea, y no tarda mucho en anunciar un “alto” para descansar un rato.

El mar, el puerto

Lunes. A las ocho de la mañana, los Volvo de Saúl y Alfredo toman por asalto el Truck Center de Arica, un centro de esparcimiento del tamaño de 40 piscinas olímpicas en el que hay baños, restaurante, lavandería, gasolinera, supermercado, billar y espacio para alrededor de 500 vehículos. En la siguiente escena, los hermanos —en chancletas y con la toalla al hombro— se dirigen sin demasiada prisa y haciendo chistes hacia las duchas de este mall obrero. En esta ocasión, no se meterán al mar, como hacen siempre que se tercia, al codiciado mar chileno con el que Alfredo se ha emocionado muchísimas veces.

La primera vez que lo vi, fue una alegría. Ahora, en cambio, a ratos me da pena porque pienso en los bolivianos que no pueden venir a verlo. Yo, cuando están de vacación, traigo a mis hijos: vamos a la playa, hacemos shopping. Y a ellos todo eso les encanta.

Un poco después, en el centro de Arica, se acaba el relax y comienzan otra vez los ajetreos: con el agente que hoy mismo hará gestiones para la descarga del camión, con las autoridades portuarias. Luego, mientras aguardan a que les den por fin luz verde para deshacerse de una vez del flete de castañas, los dos choferes pasean: entre leones de mar, entre barcos viejos, entre expescadores que han caído en el alcoholismo y van de acá para allá en busca de un laburo sencillo que les genere unos pesitos para comprar un aguardiente. “Más que el viaje, lo que cansa realmente son las esperas”, dirá Alfredo.   

A las 17.00, les citan en el puerto. La terminal marítima (TPA, según sus siglas) es un complejo enorme repleto de containers que conforman pequeños laberintos de paredes verticales y horizontales que sólo una potente bomba o un tsunami destrozarían por completo. Según las estadísticas, el 78% de lo que sale y entra por Arica es boliviano. O lo que es lo mismo: sin los clientes de Bolivia, la TPA no sobreviviría durante demasiado tiempo. A Alfredo y a Saúl lo que les angustia ahora es la operación en la que una gran grúa metálica jalará su carga para acomodarla sobre otros contenedores muy parecidos a los suyos. La maniobra dura exactamente dos minutos, dos minutos que se sienten como un siglo.

Al día siguiente, de regreso a El Alto, Saúl se anima a reflexionar en voz alta sobre el oficio: “Coincido en lo que sostiene Alfredo: lo más bonito son los regresos.

Pero quiero añadir algo: yo, tras tres o cuatro días de reposo, ya quiero partir de nuevo”.

(*) Este reportaje ha sido posible gracias al respaldo del periódico La Razón y es el resultado de una beca de la undécima versión del Fondo Concursable
de Periodismo de Investigación de la UNIR que este año está relacionada con la vigencia o vulneración de derechos humanos en Bolivia.

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El violinista que toca para combatir el ruido

El cronista Álex Ayala retrata la protesta musical de Joseba Olazabal contra el ruido

/ 31 de julio de 2019 / 00:00

Frente al dormitorio de Joseba Olazabal —pelo entrecano, camiseta a rayas, ojos marrones, 55 años— pasan todos los días camiones cisterna, coches de alta gama, camiones frigoríficos, furgonetas, camiones ligeros, semipesados y extrapesados, coches compactos, motos, caravanas. Donde antes había caseríos y animales y huertas ahora hay una autopista que conecta dos grandes ciudades del País Vasco en España: Bilbao y San Sebastián. Joseba dice que el ruido de los vehículos que la atraviesan es insoportable y que viene ligado a una serie de efectos colaterales: insomnio, ansiedad, nervios. Algunas noches, por culpa de las luces de los automóviles, la ventana de su cuarto “parece una discoteca”.

En la revista peruana Etiqueta Verde, el periodista Eliezer Budasoff comentaba que el sonido de un grifo que gotea es capaz de mantener en vela a un insomne, y que un sonido constante mayor de 65 decibelios puede generar hipertensión y elevar el ritmo cardíaco. En la casa de Joseba, una de las cosas que quiso saber su madre tras estrenar el audífono fue de dónde venía el ruido que se colaba por el aparato. Para resolver la incógnita, bastaba con abrir la puerta.

Joseba a veces protesta tocando el violín muy cerca, en la curva de Mendaro, su pueblo, en un camino a la vista de los choferes. Y a veces lo hace desde una plataforma que ha improvisado entre dos árboles, donde se mimetiza ligeramente con el paisaje.

Sus quejas comenzaron en 2015 por los accidentes viales. “En 2016, solo entre enero y marzo, conté 38”, recuerda. La empresa que está a cargo de las infraestructuras locales colocó franjas sonoras en los arcenes para tratar de evitarlos. Al poco tiempo, los choques y las salidas de carretera disminuyeron, pero los ruidos se incrementaron.

Joseba, que por aquel entonces estaba desempleado, se animó a enfrentar los problemas relacionados con la autopista mientras escuchaba el Opus 10 Nº 3 de Chopin, más conocido como Tristeza. Aunque todavía no es muy ducho tocando porque está aprendiendo, ha convertido el instrumento en una manera de hacerse oír, en una especie de Twitter; y está convencido de que la música amansa a las fieras. Algunos camioneros le saludan con bocinazos, y más de una vez le han fusilado a fotografías desde los autobuses turísticos. “Me vienen a ver como si fuera el museo Guggenheim. Deberían declararme Patrimonio Inmaterial de la Humanidad”, bromea y se ríe. La paradoja es que toca para pedir la instalación de unos paneles que se utilizan para absorber los sonidos. O lo que es lo mismo: para reivindicar su derecho al silencio.

Joseba suele levantarse a las 6.30. A las 7.00, dice, ya está cansado del tráfico y pone rumbo a un costado de la autopista. A veces toca de pie y a veces su púlpito es una banqueta de patas largas o una silla de pícnic que coloca al lado de una mesita y una lámpara. Entre las melodías de su repertorio hay folk irlandés y canciones que han sido reproducidas en Youtube miles de veces, como Despacito, que él toca para incitar a los coches y a los camiones a rodar más lento.

Algunos días repite “concierto” al mediodía y a la tarde, y en los ratos libres ayuda a su madre y cultiva tomates, lechugas y puerros.

Una de las señas de identidad del violinista son sus carteles. “Help Trump”, dice en uno de ellos porque el presidente estadounidense es experto en construir muros y eso es justo lo que él necesita. “El ruido no me deja soñar”, “I have a dream”, “Agosto no cerramos”, decían otros que utilizó en el pasado. Entre ellos, había uno que era un reclamo directo a las autoridades: “La vida es bella, a pesar de Bidegi y Diputación”.

Diputación y Bidegi son los organismos que no han resuelto aún las peticiones del violinista y otros vecinos. Según Joseba, le prometieron una medición de los decibelios, pero le han negado una copia de los estudios que supuestamente hicieron en los alrededores. “Además, han retirado varios de mis carteles, me han restringido el acceso a parte de mis terrenos con un enmallado y han amenazado con denunciarme porque dicen que despisto a los conductores”, lamenta mientras un gallo canta a lo lejos.

Como respuesta a lo que considera un amedrentamiento, hay días en que se acerca a la curva y pasea con un paraguas abierto y una cinta aislante en la boca para denunciar que quieren callarle y a veces se protege del sol con un sombrero de paja con el que parece un Quijote de nuestra época.

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Una compradora compulsiva hace limpieza

La vida de las cosas

/ 16 de noviembre de 2015 / 04:00

Daniela O., una psicóloga de 35 años con el cabello siempre bien cuidado (como si acabara de salir de la peluquería) y las uñas relucientes de una manicurista, es seguidora de más de una decena de grupos de Facebook de compra y venta: de “Fashionistas”, de “Guerra de subastas”, de “Subastas express”, de “Shopping online”, del “Club de las divas”. Su favorito es “Compradoras compulsivas”: “lo mejor del universo”, me dice. A menudo, solo husmea.

A veces, hace trueques. En ocasiones, se anima y vende algunas de sus pertenencias a través de estas plataformas virtuales inagotables. Y de vez en cuando se enamora de algún ítem de esa enorme feria que es el ciberespacio. Hace poco se antojó unos zapatos de diseñador, de segunda mano. Pero aún no los ha comprado. 

Cuando el sueldo se lo permite, Daniela O. es capaz de hacer al menos una compra a la semana en alguna de las tiendas de moda de La Paz: compra joyas, compra accesorios, compra calzados. Guarda sus collares y sus manillas más preciadas (las de plata, por ejemplo) en una caja de herramientas. Y últimamente ha tomado conciencia de la importancia de hacer limpieza y se ha dado a la tarea de vaciar armarios.

Cuando intentamos poner algo de orden en nuestros cajones y baldas con aroma a madera prensada nos solemos reencontrar con nuestro pasado. Hace unas semanas Daniela O. halló un contrato de servicios que firmó con una operadora telefónica hace 15 años —y ya lo ha botado—. Hace algunos años tuvo que “exiliar” a un peluche de un exnovio a casa de su empleada doméstica para que otro de sus enamorados no hirviera de celos. Entre las cosas que conserva hay un mono de juguete de cuando era niña que “está igual de blanco” que el día que se lo regalaron; y lo sorprendente es que aún no se ha deshecho de su envoltorio original de fábrica, de color violáceo y letras verdiazuladas.

“Siempre he sido bastante cuidadosa con todo lo que he ido adquiriendo” —asegura mientras me sirve un flan casero—. Mis Barbies están en sus cajitas y parecen nuevas”. Y algunos de sus zapatos se ven como si recién los hubieran desempaquetado. 

El cuarto de la ropa

Daniela O. tiene una habitación de paredes color crema que ha bautizado como “el cuarto de la ropa”, que está repleta de blusas, pantalones y vestidos, que es una continuación del armario de su dormitorio; y además se ha acostumbrado a no tirar las bolsas en las que le entregan cada capricho: una chompa apretada, un anillo que brilla, poleras de marca. “No sé muy bien por qué las guardo —piensa en voz alta—. Luego, esas bolsas casi nunca las uso.

Pero ahí están” (en varios rincones de su departamento, haciendo bulto). A continuación me dice que buena parte de su ajuar no ha salido de su ropero nunca. Y después comenta que, cada vez que considera que es hora de cambiar de rumbo, agarra las prendas que ya no le quedan —de cuando estaba demasiado gorda o demasiado flaca— y les busca un nuevo destino: se las vende a amigas o desconocidas, las dona a una organización benéfica o se las obsequia a algún miembro de su familia. 

Hay momentos en los que es más radical. Jornadas malditas en que prefiere meterlo todo en un tacho de basura para que un camión lo recoja y lo lleve hasta un vertedero. Sobre todo, cuando se trata de algo que perteneció antes a sus exparejas.

Según el protocolo imaginario de Daniela, cuando hay una ruptura, lo mejor es deshacerse de los cepillos de dientes, de los regalos furtivos y de los pijamas.

Un objeto es, a su manera, la fotografía de un instante (o de muchos de ellos). Y para la psicóloga es imprescindible dejar atrás aquellos que duelen y arañan, aquellos que son una mezcla de olores sencillos (de fragancias que se introducen inevitablemente en el pensamiento).

Entre las cosas más raras que ha rescatado durante sus limpiezas a fondo, hay media docena de vasos con forma de candelabro. Entre las más elegantes, relojes con manecillas pequeñas.

Alguna vez se ha vuelto loca buceando entres sus más de 100 pares de zapatos para escoger el más adecuado para salir de casa. Y sus amigas suelen recurrir a ella cuando les falta algo. “Yo soy como un buen supermercado. Tengo todo lo que puedas imaginarte: desde pestañas postizas hasta papel higiénico.

Casi siempre compro por docena”, me dice y sonríe. Y lo que no dice es que acumular es a menudo como recordar: un ejercicio en el que entran en juego la cabeza, el corazón y el cuerpo.

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Cartografías del desastre

Las botellitas de ron Terremoto eran una especie de antídoto con sabor a coco para que no olvidáramos.

/ 7 de diciembre de 2014 / 04:00

Cartografía uno: cuando conocí a Augusto Guzmán en Totora (Cochabamba), le crujían todos los huesos, pero no por culpa del terremoto que destrozó el lugar en 1998, sino a causa de una caída que tuvo lugar tiempo después, cuando intentaba alimentar a su mascota. La noche en la que el piso se movió bajó los pies de los vecinos del pueblo, que fue descrita por algunos como “la más oscura y más larga”, Guzmán perdió una valiosa colección de tragos que había elaborado siguiendo las recetas familiares. Y cuando lo visité en su destilería casera, pensé que ya no hallaría nada, pero había un calendario con fotos subidas de tono en la pared, unas banquetas que parecían haber sido colocadas ahí para los descarriados y unas muestras de su nuevo ron, el ron Terremoto, que nació en homenaje a los litros y litros de los “elixires mágicos” que se derramaron allí mismo a finales del siglo pasado. Como suero fisiológico para que aquel recuerdo temblara de nuevo. Como antídoto con sabor a coco para que no olvidáramos.  

Cartografía dos: para salvar algunas de sus pertenencias tras las lluvias que anegaron Trinidad en 2008, Marta Bejarano, que tenía 37 años, se adentró sin pensarlo mucho por una calle que ya no lo era —que se había transformado en río—, sin intuir siquiera lo que se encontraría en el camino. Se metió en la torrentera sin desvestirse, con una blusa holgada y una falda que le llegaba hasta las rodillas. Y avanzaba muy despacio, como buzo de profundidad, sumergida hasta la altura de los sobacos. De su cuarto, rescató dos catres, un armario, varias sillas, un espejo, una batería de cocina y un cajón con ropa mojada. Algunas casas a su alrededor lucían vacías. Otras estaban cerradas a puro candado. Mientras retornaba, una gran serpiente de cuero grueso pasó al lado de la balsa que le colaboraba (una mordedura suya seguramente la habría matado).

Cartografía tres: en la misma ciudad, en las mismas fechas, pero en un barrio distinto, los miembros de la familia Hurtado García improvisaron un puente con unos tablones para no enfangarse. Por aquel entonces, estaban preocupados por una olla vacía que habían ubicado sobre la mesa: no sabían con qué llenarla para alimentarse. Cerca de allí —a metros nada más, en la misma cuadra—, Ángel Chávez tosía con el torso descubierto, sin polera, recostado sobre una cama que se apoyaba en unos ladrillos para que la inundación no alcanzara a manchar las sábanas.

Tosía mientras miraba fijamente al frente, hacia esa nada con poder hipnótico que es la línea del horizonte. Tosía mientras me contaba que horas atrás había sacado todo lo que pudo al patio de su vivienda (porque el muro de una habitación se había derrumbado). Tosía mientras me mostraba un refrigerador apagado que yacía en el suelo como si se tratara de un féretro.

Cartografía cuatro: un taburete, un colchón, unos cartones, unos papeles de la Iglesia Presbiteriana, dos pares de calzado y una taza de café.

Eso es lo único que pudo recuperar Pedro Huayhua cuando su casa se vino abajo en 2007, tras un deslizamiento de tierra. En aquel momento, sumaba 74 años y se protegía del frío con una chompa vieja. En el campamento que lo acogió tras la desgracia, una lista recogía las normas de convivencia: “no consumir bebidas alcohólicas; no acumular comida; mantener las áreas comunes y los baños en condiciones; y a los animales, lejos de las carpas azules”, decía.

Cartografía cinco: Cuando murió mi madre, yo era todavía un adolescente al que se le trababa la lengua a cada rato —aún se me traba, pero menos—. El cáncer que la invadió (en un pestañeo) fue casi fulminante: le producía un dolor intenso en un costado, le encharcaba los pulmones permanentemente y le dejaba sin aire. La noticia de su deceso me llegó en mitad de clase, durante mi último año de colegio. No hizo falta que me dijeran nada: hay momentos en los que sobran las palabras —en los que están de más las frases hechas—. Días antes de que se marchara, sin que pudiera decirle ni siquiera adiós, me regaló un CD que todavía conservo con una recopilación de los cantautores del momento. En el velorio, preferí no verla muerta, quizás para que la memoria no me traicionara en el futuro como una mala mano de cartas. Cuando falleció mi padre, en el mismo hospital, también de cáncer, fui yo quien le agarró de la muñeca cuando ya no se podía hacer nada. Su cadáver me pareció el de un hombre tranquilo. Y sentí que se cerraba un círculo. A ambos los quemamos en un crematorio último modelo. Las cenizas las botamos en el mar, en un pueblito pesquero del País Vasco con arcos de piedra. Y el cementerio que visito ahora cada vez que puedo es la inmensidad: el océano, cualquier gran masa de agua, cualquier playa apacible en la que pueda esperarlos sin agobiarme, como quien aguarda mensajes perdidos dentro de una botella.

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La caja roja

Iván casi siempre vuelve de Alemania con alfombras que otros botan y que él reutiliza en su casa.

/ 30 de noviembre de 2014 / 04:00

La caja roja de Iván Nogales probablemente todavía existe, pero ha desaparecido. Su primer dueño fue Indalecio Nogales, su padre, uno de los miembros de la guerrilla boliviana de Teoponte —que defendió los ideales del Che Guevara tras su muerte—. Indalecio también se esfumó del mapa, como la caja. Se despidió entre lágrimas dos días después del nacimiento de su segunda hija y no volvieron a verlo. “Suponemos que lo asesinaron           —suspira Iván—. Hasta el momento nadie ha podido encontrar el cuerpo”.

La caja roja era un gran cubículo de madera de casi metro y medio de altura que Indalecio usaba casi a diario. “Era su mesa oficial de trabajo.

Como todo perseguido político, mi padre se vio en la necesidad de hacer un poco de todo para sobrevivir. Y gracias a ella, se convertía en carpintero, mecánico, pintor o plomero”, comenta su hijo.

Iván heredó la caja roja a los seis años —cuando Indalecio decidió unirse a los combatientes guevaristas—. Por aquel entonces, era muy pobre.

Vivía junto a su madre y sus dos hermanas en un cuarto con una única cama que ocupaba la mayor parte del espacio que había. Y agarró la costumbre de revolver en un vertedero para buscar cosas con las que distraerse: piedras llamativas, envases chiquititos para guardar fósforos, pedacitos sueltos de cacharros rotos. El botín recolectado lo metía luego en la famosa caja. Y él también solía introducirse en ella para jugar alumbrado por la luz de una vela.     

Cuando creció, Iván estudió sociología, y cambió los estercoleros por la Feria 16 de Julio, uno de los mercados de pulgas al aire libre más vigorosos de América Latina. “Me convertí en un cachivachero —piensa en voz alta—. Algunos me tomaban por un loco y me llamaban el rey de la basura porque acumulaba lo que me compraba o me regalaban casi a la intemperie, bajo algunas calaminas. Pero en el fondo lo que hacía  y lo que sigo haciendo es recuperar tesoros perdidos en medio de supuestos desperdicios”.

Teatro Trono

Entre los objetos que Iván ha ido acopiando hay gorras, sombreros, monedas antiguas, faroles, muñecos, campanas, dados, obras de arte que a veces cuelga en horizontal en el techo, paraguas. Y también, puertas de autobús, molduras y ventanales.

Esas molduras, esas puertas, fierros, chatarras y otros materiales forman parte ahora de una emblemática construcción de siete pisos de Ciudad Satélite, uno de los barrios más dinámicos de la ciudad de El Alto. Iván se instaló aquí junto a siete chicos de la calle cuando esto era apenas una humilde vivienda, y convivió con ellos alrededor de siete años. “Fue maravilloso, muy duro, complicado, bueno, tragicómico, poético, un poco de todo”, recuerda. Juntos montaron el teatro Trono. A veces, salían a una esquina a actuar sólo para alimentarse. Querían convertirse en reyes de la imaginación y lo consiguieron.

Hoy, el estrambótico edificio, diseñado por el propio Iván, es una fundación —Compa— que da cobijo a artistas populares; que imparte talleres regularmente; que cultiva (junto a un grupo diverso de visionarios) la que ha sido bautizada como cultura viva comunitaria; que recorre pueblos en un camión que se convierte en escenario; que también se mueve a países lejanos; y que acumula alrededor de 300.000 kilómetros en viajes, una distancia equivalente a dar siete vueltas y media a la circunferencia terrestre.    

Cuando les invitan a Alemania, Iván casi siempre regresa con alfombras que otra gente bota. “Las empleo para envolver el resto del equipaje, para armarlo a modo de atado”, explica. “Y después las reutilizo: son las que ahora estamos pisando” (se sonríe).

Su casa, que ocupa todo una planta de la institución, es un garzonier enorme en el que las habitaciones las conforman los propios muebles y los artefactos apilados como si fueran muros. Un decorado imposible en el que hay un retrato de Lenin, una máscara del Circo del Sol, imanes para refrigerador, un viejo brasero que modificó para volverlo velador, máquinas de fotos de la época del daguerrotipo, marcos sin cuadro, marcos sin espejo, cuadros sin marco, un rincón muy cotidiano con los trastos de su hija de seis años, relojes, revistas, sillas, timbres. Y además, una maleta con separaciones para acomodar casetes, portadocumentos, carteras, chuspas, bolsones de tela y de cuero.

Iván me muestra su colección de chucherías con la cara emocionada de un astronauta cuando pasea lejos de nuestro planeta, y se toma unos segundos para extraer de una de sus bolsas un libro que le dio su padre —Mi amigo el Che, seguramente lo único que salvaría en un incendio—.

Después me dice que su hogar es como la caja roja que se le extravió. Y luego asegura que no ha dejado de ser un niño en todo este tiempo.

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Dejar todo y largarse

Wicho es oriundo de Ciudad Juárez, el lugar donde muy probablemente comenzó a joderse México

/ 23 de noviembre de 2014 / 04:00

La luz del semáforo, en verde para los peatones. Los autos, como búfalos antes de una estampida. El asfalto hierve, vibra. Y Wicho, tocado con un gorro enano de mariachi que lo identifica como mexicano y con una nariz chata de payaso que le ilumina la cara, se desespera y hace muecas para que una joven de pelo largo, cuerpo menudo y no más de 20 años le tire bola y acepte su antebrazo para cruzar la calle. La muchacha apura el paso y trata de llegar a la otra acera sin aferrarse a él ni perder el ritmo ni la elegancia, con el cuello estirado hacia delante, como las gallinas cuando caminan, y la mirada perdida de los condenados a muerte. En el siguiente intento, Wicho le pone más empeño, tiene algo más de suerte con una señora que le sonríe, y recibe unas moneditas.

La luz del semáforo, en rojo como un sol naciente. En su mochila de batalla, Wicho, que se ve a sí mismo como un artista nómada, transporta lo mínimo (una vida a cuestas): unos aros de colores para hacer malabares frente a las vagonetas y los minibuses, unos guantes para proteger las manos, su sombrero minúsculo, que compró aquí mismo, en La Paz, en mitad de la avenida Buenos Aires, un traje con tirantes y colores desgastados que le regaló un clown que ya no lo necesitaba, una polera blaugrana con el número 17 que dice “zapatería El Negro”. Antes, Wicho llevaba además pelotas —“porque son pesadas y no vuelan con el viento”, me aclara— y el instrumental necesario para botar fuego: combustible, un encendedor y, a veces, unos trapos viejos. Pero ya no. “La gasolina te enferma, te quema por dentro poco a poco, los pulmones, el organismo”.

La luz del semáforo, nuevamente en verde, pero esta vez para los carros, que hacen sonar sus claxon para abrirse sitio. Wicho pasa aquí unas seis horas al día. En una buena jornada hace entre 200 y 300 bolivianos —entre 30 y 45 dólares al cambio—, lo suficiente para pagarse el alojamiento, que comparte con un colombiano, y la comida. Su fortuna depende de personas a las que seguramente no volverá a ver nunca: de rostros somnolientos, de rostros amargados, de rostros risueños, de rostros agradables, de rostros complicados. “Pero yo no vengo acá por la plata —me explica—, sino para divertirme. Disfruto muchísimo de la sátira: mostrar emoción ante los más callados, imitar a los que siento tristes, jugar con todo el mundo. Y trato de estar en constante movimiento. Mi show es bastante rápido: una peli que dura únicamente unos segundos”. 

Wicho es oriundo de Ciudad Juárez, un lugar en el que la historia se escribe con sangre y a sangre entra, un difícil territorio de frontera en el que muy probablemente comenzó a joderse México. Allí estudiaba Psicología y se ganaba el pan como pinche de cocina y como mesero. Allí fue testigo del surrealismo macabro que hoy invade titulares en los periódicos y en los portales de noticias. Allí, sin salir siquiera de su propio barrio, presenció un sinfín de situaciones violentas —“a veces, dormía con el sonido de fondo de las balaceras”, recuerda—. Allí, a los veintipocos años, decidió dejar todo y largarse.

De costa a costa

Durante una larga temporada (casi un lustro), Wicho recorrió su país de costa a costa. Aprendió malabarismo y mímica gracias a otros colegas que lo colaboraban. Después, tomó un avión que lo dejó en Colombia. Atravesó Ecuador y Perú. Y cuando estaba rumbo al Mundial de fútbol de Brasil, llegó a La Paz y cambió de planes repentinamente. Hoy, en su semáforo de la zona Sur, que se acaba de poner en ámbar y parpadea, es el dueño y señor, el mero mero. “No me gusta compartirlo porque prefiero ser el centro de atención, tener mi propio espacio, robarme el espectáculo”, se confiesa.

En el pequeño universo que suele instalarse en torno a los semáforos hay a menudo una fauna muy dispar en efervescencia: vendedores de periódico, indigentes, mochileros trashumantes, chiquitos que en menos de un minuto son capaces de “lavar” con agua ocre las lunas delanteras de los vehículos. Y mientras serpentea de un lado para otro de la calzada —a veces solo, a veces rodeado de todos ellos—, Wicho ha aprendido a darse mañas incluso para seducir a las chicas tímidas, que bajan la cabeza cuando las observa. “Conocí a muchas en esquinas como ésta —me dice—, metiendo un poquito más de sabrosura a mis movimientos”.  A tantas que ya ha perdido la cuenta.

Según el periodista Ander Izagirre, “el caminante elimina siempre lo superfluo”. Y Wicho, que ha convertido su manera peculiar de andar en parte de su propio oficio, cuenta que cada vez que se mueve a un nuevo destino suele desprenderse mayormente de ropa. Entre lo que no dejaría nunca, hay una foto de su madre. “De la jefa”, bromea, y luego me mira y asegura que ella se preocupa mucho cuando no la llama por teléfono.

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