Icono del sitio La Razón

Ese olor a Pan

Estamos en un hotel fino, Guayaquil late casi frío, raramente nublado. Las señoritas garzonas con sus nalguitas paradas son lindas, amables, circulan como azafatas latinas.

Entramos a un restaurante recóndito que ofrece bufete con animales marinos, el señor cheff con gorro produce un miniincendio de mago, hace malabarismos con una pasta rebosante, vuelan los fideos, tres hacen cola. Mi acompañante está callado, sobrio, observa los arroces,  camina firme, alza un plato y emprende con los pescados; yo detrás, me decido por un cebiche.

Ya sentados en la mesa, el aire acondicionado exagera sus fríos, bebemos agua y para cortar ese silencio espeso pregunto sin temor:

— ¿Cómo fue tu infancia, dónde naciste?

— En la República independiente de Aiquile, dice y sonríe por primera vez, con su diente del medio encima del otro.

— ¿Y hasta los cuántos años viviste en Aiquile?

— Hasta los doce, saborea. Aiquile era un valle cercado de pisos ecológicos diversos. En la ladera del frente se cortaban los cocales, a la derecha nacían choclos pletóricos, atrás un suka kollo ofrecía cebollas,  las frutas sonreían por todo lado. A pie, los hermanos indígenas bajaban con sus productos en la espalda. Entonces, mis tías iban con una camioneta destartalada hasta que el camino expiraba, luego caminaban, caminaban, hasta darles encuentro.

Después llegaban entusiastas, con los productos frescos a la casa. Mis tías eran unos figurines, con tanto maíz y caminata… Vivieron hasta los 100 años, dice con un sorbo de agua y su mirada en Aiquile.

— ¿Y tú?, seguro en el colegio…

— En la escuela, me mira firme. Mi escuelita era tan pobre que teníamos que ir con silla a pasar clases. Por suerte, frente a la escuelita estaba mi abuelo, era el peluquero y también sastre de Aiquile. Me esperaba tempranito con su bondad y su cigarro eterno, y me entregaba una silla que él mismo había tejido, livianita, con sus patas delgadas de madera. Yo cruzaba feliz al frente  cargando mi sillita, dice escarbando un tomate.

— ¿Y tus padres?

— Eran profesores, pero de los más grandes. Teníamos una casita de adobe mediana y un terreno en el fondo. Mi padre volvía de dar clases y emprendía a amasar la tierra, sembraba duraznos pero no brotaban, la naturaleza lo derroto nomás. Mi madre le secaba el sudor con una toallita, el atardecer caía en Aiquile con un cielo increíble, morado, entonces llegaba ese olor a pan…ese pan de trigo oscuro que todos los vecinos compartíamos al atardecer. Mi madre sacaba al ch’amillo del horno que resplandecía de gozo.

— ¿Y por qué te fuiste de aquel valle hermoso?

— Mi madre insistió que nos vayamos a la ciudad, a Cochabamba, mis hermanas mayores querían estudiar en la universidad, fue así que los dos pidieron su cambio. Llegué con 12 años, con mis abarquitas desde Aiquile. Por mala suerte se les ocurrió inscribirme al colegio La Salle, fue allí que sentí lo que es la discriminación, yo chango provinciano, en aquel colegio de curas matones. Mis compañeros se burlaban de mi acento, cuando terminábamos las clases a las cinco de la tarde el cura venía y me obligaba a barrer el aula. Yo le preguntaba por qué solo a mí, él respondía “porque así lo quiero yo”. Hasta que entraba la noche tenía que limpiar el curso…

— ¿Y saliste bachiller ahí?

— Un curso antes me fui al Colegio Militar, allí me sentí libre de curas y cochalas de clase alta, en el cuartel éramos todos iguales, conocí lo plurinacional…

— Y te quedaste diez años

— No, 18 años, es linda profesión, pero me empezó a interesar demasiado el estudio de las ciencias sociales, necesitaba más tiempo para leer. Entonces, me doy cuenta que habíamos dado fin con todo y que mi interlocutor debía irse a una reunión importante.

— A mi padre nunca le gustó la ciudad, murió añorando Aiquile y sus duraznos, así nomás es la vida, Papirri, un sorbo, una imagen.

– Me quedo con el olor a pan, le digo. Y se va, firme, circunspecto, Juan Ramón Quintana, el duro del gobierno de Evo.

El Papirri es un personaje de la Pérez, también es Manuel Monroy Chazarreta.