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Radiografía de cuy

El valle ecuatoriano se extiende sosegado, las vacas inclinadas se pegan a los cerros, los arbolitos en miniatura bordean el camino. Vamos rumbo a Cotacachi, un poblado rodeado de volcanes con  la laguna sagrada de Cuicocha al fondo que en realidad es la boca callosa de un volcán mudo. Mi amigo Stalin (estos nombrecitos ecuatorianos…) dice bajémonos acá, nos lanzamos al vuelo del bus, caminando caminando llegamos a un pueblito donde viven los trabajadores que cultivan rosas. “Ecuador es el máximo exportador de rosas”, menciona mi ñaño Stalin masticando un pedazo de pan que de dónde lo habrá sacado. Llegamos a una casa apacible, en la puerta cuelga un letrero mal pintado que indica Clínica Tradicional. “Aquí te dejo”, dice el ñaño y se va en su paso tranquilo, “en dos horas vuelvo”, grita y se lo come el camino.

Ingreso a la clínica, es una casa de dos pisos, un letrero informa en cartulina: radiografía de cuy diez dólares, baños de yerbas cinco dólares, enema de flores cinco dólares. Voy a la caja, la cajera es una joven indígena con un hermoso collar redondo de piedritas doradas en el cuello, tiene una camisa blanca bordada con palomas celestes, en sus ojos negros se refleja mi cara desesperada.

— Una radiografía de cuy, le digo tartamudo. Pago, me da un recibo.

— Espere en esa silla, por favor, responde en agudo.

Veo el cielo, pasan nubes negras con forma de conejo, en qué me ha metido este ñaño, me pregunto. Pues, resulta que mis amigos ecuatorianos están preocupados por mi salud y me mandaron acá. “Hazte hacer la radiografía de cuy, ya verás, es tenaz”, me aconsejaba la Laurita en rima dulce.

Entonces llega la doctora, es una doña mayor, camina como en ceremonia, lleva la misma camisa de la señorita, tiene una pollera negra de bayeta fina que le cae hasta las sandalias, me mira con su carita de cuy precolonial, tiene mil arrugas, dientes de oro, el pelo blanco con canas negras.

— Pase, dice sonriendo al sentir mi espanto.

Ingreso a un cuarto, hay dos sillas, me siento en una.

— ¿Qué tienes?, pregunta.

— El intestino, le digo.

— El largo o el corto, dice.

— El grueso, respondo.

Se acerca, su olor es a yerba buena.

— ¿Aquí?, señala y me punza con sus dedos arcaicos.

— Ay, si, ahí, chillo.

Entonces empieza a cantar una melodía pentatónica milenaria con una voz dulce, me recuerda a las ceremonias shintoístas de hace aaaños. Cantando cantando destapa una jaulita con rejas cuadradas,  pellizca del cuello a un conejo cafecito que me mira con los mismos ojitos de ella, el cuy dice: “Ay estoy jodido”. Cantando cantando lo trae hacia mí, retrocedo, casi me voy de culo con la silla, me frota con el cuy, empieza por la cabeza, luego el cuello, el cuy chilla, ella canta más fuerte, el cuy pasa por mi pecho, siento su olor a tierra y estiércol, llega al estómago, lo frota más fuerte, sus patitas se quieren aferrar a mi panza, cantando cantando, en pleno ombligo, le mueve la cabecita y suena un kerj: el cuy descansa en paz.

Se sienta en la silla del frente y con un cuchillo finito de aquellos de hacer zampoñas y quenas lo va pelando, desollando, con tres trazos el cuy desollado se vuelve gris claro, del color del moco moco, veo sus tripas y me dan asco. Cual artesana va recorriendo los intestinos del animal hasta llegar al lugar de mi dolor, entonces con las dos uñas de sus pulgares hace explotar unos globitos mínimos, explota uno, me mira, explota otro, se ríe con sus dientes de oro.

Como sacando pulgas va recorriendo con los pulgares el intestino del animalito… y va aplastando globitos, es una tejedora de ampollas inflamadas. El cuy desollado, con la cabeza hacia atrás, es instalado en una ollita de barro. Cantando cantando lo tapa, me mira sonriendo, camina serena, mete las manos en un bañador con agua de rosas, se seca con un paño blanco.

— ¡Yasta¡, dice y se va.

Me quedo absorto con el cadáver del cuy latiendo al frente, me toco la panza, no sé qué hacer, siento que la olla empieza a moverse, la tapa se está por abrir, me paro mojadito de sudor, abro la puerta, me vuelve el alma al cuerpo al ver a  mi ñaño Stalin que está sentado en aquella silla .

— ¿Qué tal?, pregunta suave.

— Grave che, le digo.

— Tranquilo, no te olvides de tu canción, “aquí se vende el auténtico falso conejo”, me dice salpicándome de palmadas en la espalda.

(*) El papirri es personaje de la Pérez, también es Manuel Monroy Chazarreta