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El increíble mundo de Geny

Un osito de peluche en manos de un recién nacido se convierte a veces en un arma mortífera: mal manipulado es capaz de provocar la asfixia. A los cinco años, uno mullidito del tamaño de una sandía es el compañero ideal para acurrucarse entre las sábanas durante una noche fría. A los 15, el regalo perfecto para jurarle a alguien amor eterno (mientras dure). Y a los 25, lo primero que arrinconamos en el armario cuando hacemos limpieza. A esa edad, en la que uno suele deshacerse de los viejos recuerdos, Genaro Alfonso Alurralde, más conocido como Geny, comenzó a armar su colección de ositos sin haberlo planeado antes, cuando su hermana le obsequió uno blanco con la tripa profanada y los intestinos de algodón afuera que adecentó después con la ayuda de una buena amiga.

Hoy, el increíble mundo de Geny es un dormitorio del tamaño de una baulera mediana en el que cada metro cuadrado es un homenaje a los teddy bears, esos ositos entrañables con extremidades articuladas que le deben su nombre a un expresidente: Theodore Roosevelt, quien en 1902 se negó a disparar a uno de verdad durante una cacería amañada en Misisipi. Poco después de aquel episodio que The Washington Post inmortalizó en una caricatura, Morris Michtom, un comerciante judío de origen ruso y  prominente calva, puso a la venta el único juguete de felpa que ha conquistado por igual a niños y adultos de todo el planeta. Y en 1903, Margarete Steiff, una hábil costurera atrapada en una silla de ruedas, popularizó una línea de ositos similares en el occidente europeo.

Desde entonces, estos seres de cuerpo rollizo y de patas cortas que llevan más de 100 años sin pasar de moda han protagonizado series, películas y libros; antes de llenar las pasarelas con sus vestidos delirantes, provocativos y modernos, el diseñador Jean Paul Gaultier experimentó con uno al que le colocó conos puntiagudos de papel periódico en los pechos; y en Seúl, donde hay cierta veneración por ellos, les han dedicado hasta un museo. Según el cronista mexicano Juan Villoro, el único con ganancias de todo Corea del Sur.  

Osos viajeros

Geny, que tiene más de 800 de estos peluches en estantes que él mismo ha improvisado con tablones y cajones de madera, recuerda que en los 60 su padre pidió la mano de su madre con un osito de Alemania que reposa en una silla de mimbre como si no hubiera transcurrido el tiempo. A su vera, como si formaran parte de una familia numerosa, hay ahora apilados osos rosados, osos polares, osos de color mostaza y osos granates; osos pardo, osos panda y osos simiescos; osos desnudos y con disfraces; osos de narices chatas y de hocicos coquetos; osos con gorra y con sombrero; osos sonrientes y ositos con expresión indiferente; osos con chompa y con tirantes; osos sin pedigrí y de marca. “Los más cotizados son los Ty y los Russ”, explica Geny mientras sujeta algunas etiquetas con sus dedos hinchados, de charcutero. “Sacárselas, en mi opinión, sería un sacrilegio”.

Algunos llegaron hasta acá en los 90, tras atravesar aguas rebeldes y turbulentas. Al menos 300 los adquirió en tiendas especializadas cuando vivía en Nueva York y los envió a La Paz en un barco de carga que los entregó —en algún país limítrofe con acceso al mar— a una empresa de correos. “Tardaron dos meses en completar el viaje. Casi me muero”. Tuvieron suerte. Por esas mismas fechas, durante una tormenta, un portacontenedores parecido dejó caer un container al Pacífico con 28.800 muñecos de goma: tortugas azules, castores rojos, ranitas verdes, patitos amarillos (el periodista estadounidense Donovan Hohn llamó Moby-Duck al libro en el que narra la “tragedia”).

Entre las piezas emblemáticas del cuarto de Geny hay una foto enmarcada con un teddy bear muy elegante que viste un traje de Ralph Lauren; también, ositos de mazapán pequeños a los que prefirió no hincarles el diente, un dispensador de jabón con un osito dentro y un oso de cera; ositos populares, como Winnie the Pooh o los country bears; “y otros que tenían las costuras abiertas o a los que les faltaba relleno y que mi madre, poco a poco, ha ido recomponiendo”. Geny suele utilizar algunos para armar la decoración de Navidad —uno de ellos está hecho con falso pino noruego—. Les quita el polvo a todos en sus ratos libres. Comenta que no suele sacarlos de su habitación para no perderlos. Y confiesa que jamás se compró “cariñositos”. “Nunca fui su fan” (se ríe).

Sobre los pies de su camastro, un mensaje enganchado con un imperdible a la cortina nos recuerda por qué se muestra tan entusiasta con el resto: “Ojalá algún día fuera un teddy bear: a todos les gustan. Valen más cuando envejecen. Y a nadie le importa lo gordos que están”, lee en voz alta.