Un día en Teherán
El periodista Coco Cuba cuenta detalles de la capital iraní, una ciudad que contrasta tradición con modernidad
Domingo, día laboral en Irán. El avión de Turkish Airlines tomó tierra en el aeropuerto Jomeini, el más importante del país que sirve a su capital, la ciudad de Teherán, y desde las ventanillas se observa enfrente una terminal moderna, de pilares cromados, de lujosos salones, de pisos de cerámica como espejos.
La primera impresión de Teherán, cubierta por la bruma de febrero, era la de un portentoso edificio de servicios para la aeronavegación y líneas de luces de alucinación policromática, que designan carreteras y autopistas. Frío de invierno. Montañas cubiertas de nieve y agua de deshiele. El coche, uno de los miles de Peugeot que se fabrican en el Irán de la revolución islámica, se desliza por el principio de una autopista de ocho carriles. Distan 40 km para llegar al centro de la capital. A la diestra del conductor, en un descampado, lo que fuera una casa, una sola, de paredes de adobe lavadas por el tiempo y la lluvia, dispara la imaginación tocada por lo que se ve, dice y escucha. Movido por esa influencia, uno espera ver a un hombre con esparadrapo y tal vez armado.Nada de eso. Es un techo abandonado.
Teherán amanece y mientras el Peugeot devora la autopista se dibuja la ciudad de 10 millones de habitantes, emplazada en al menos 700 km2 de mancha urbana, que se extiende al fondo del monte Alburz o Alborz es, vista desde la torre de telecomunicaciones —la sexta más alta del planeta, subida a 435 m de altura— un enjambre de autopistas, una sobre otra, complejos habitacionales, es decir edificios de apartamentos y coquetas casas, tal vez unifamiliares, jardineras, enormes óvalos de césped donde se han instalado plazas y monumentos y senderos peatonales.
Emplazada en el noreste de la ciudad, en lo alto de una colina en medio de los distritos urbanos Shahrak-e Gharb y Gisha, la torre Milad (Borj-e-Milad, en persa) es la expresión de modernidad del Irán post 1979. Sus constructores han ajustado el ascensor a desplazamientos meteóricos, siete metros por segundo, es decir que se necesita minuto y pico para subir a la cima de la antena mayor del emporio. A esa velocidad uno siente que el estómago y el diafragma tienen amistad de siameses.
En la construcción de ese gigante de las comunicaciones se vaciaron 33.000 metros cúbicos de hormigón. Sus cimientos tienen una particularidad muy persa, una base octogonal que soporta las 25.000 toneladas que debe pesar de piso a punta esa construcción de acero básicamente.
En el antepenúltimo piso de la cabeza de la torre de 12 pisos funciona desde 2008 un muestrario de finísima artesanía y, plantas más abajo, hay exclusivos restaurantes (a los que se debe llegar con previa reserva); hotel cinco estrellas y el Centro Internacional de Convenciones y Comercio Exterior de Teherán, salas para congresos y negocios, además de un parque tecnológico.
En el fondo de la ciudad, donde deberían crecer los arrabales, se divisa, como hongos, bloques de edificios y, como en el centro histórico de la ciudad, rotondas, pasos a desnivel y arboledas.
Los tehraníes han desarrollado un atípico sistema para canalizar las aguas de deshiele que descienden desde las montañas que circundan la ciudad.
Se trata de canales que corren en paralelo por las avenidas ciudad abajo y que de paso alimentan, en ingenioso sistema de cauces artificiales, una cadena de árboles de gruesos troncos y que la naturaleza los ha preparado para succionar aguas muy frías en el invierno y no tanto en otras estaciones más calientes del año. A simple vista corren limpias por toda la ciudad y no parecen arrastrar basura.
Es, dicen sus habitantes, otra ciudad desde que el líder de los iraníes, Ayatolá Seyed Ruhollah Musavi Jomeini, se la arrebató a occidente y sentó la autoridad indeclinable del Corán. En Tehran (así se escribe del persa) no se vende ni consume alcohol y, como reseña con énfasis el traductor Hassan, aspirante a una maestría en relaciones internacionales, “el amor no se encuentra en calle ni avenida”.
El Peugeot deja atrás una de las autopistas y, por una bocacalle, se interna por un barrio de clase media, diríamos para efectos de ilustración. A los lados de una avenida de cuatro carriles, dos de ida y otros tantos de vuelta, se alzan hileras de casas de dos y tres pisos, con vitrales y ventanas de arcos de medio punto, para el estatus boliviano, es justo decir lujosas.
Desde ese barrio se abre otra pincelada de ciudad. En el fondo un complejo de apartamentos, de entre seis y ocho pisos, “populares”, reponen apenas pregunto, rodeado de jardineras y, detrás de él, edificios en construcción. Como europeos y estadounidenses, los iraníes usan vigas de acero, más gruesas que los rieles de ferrocarril, para levantar el esqueleto de sus edificios. Es un esquema de ingeniería civil en que se estructura, primero, la osamenta que prescinde de las consabidas barras (fierro de construcción) y el concreto. Llevan décadas dominando el acero. Es usual ver enormes grúas cerca de esos emporios de acero moviendo vigas de acá para allá.
De ahí que, aunque con tecnología forastera, se explica que fabriquen automóviles (Irán exporta 800.000 vehículos al año) y hasta que construyan su propio metro, tan moderno como el de Madrid o Ámsterdam. En cada una de las estaciones se observan murales representativos de obras de arte nacional.
De camino a un centro de venta de artesanía persa, entre otras cosas, relojes de pared —plenos de incrustaciones, platería y diamantines— alfombras y lo inimaginable, particularmente en joyas de oro, el motorizado parece competir con una flota de autobuses de transporte público que corre por vías exclusivas.
¿Viaductos? Sí. Nada menos ni más que 150 km de líneas de vías para autobuses y diez líneas de servicio. Claro está, es transporte público. En Teherán —donde se ve, lo mismo, a mujeres vestidas de un reverencial negro, de chador a los zapatos, y también a otras que visten a lo occidental, es decir, jean, pulover o sacón, pero siempre con el cabello y cuello cubiertos— se mueven al día 15 millones de pasajeros. Esta población implica, por supuesto, a gente de otras ciudades del Irán. Y hasta seis y siete repeticiones de estación en estación, de parada en parada.
En una ciudad cruzada por 900 km de fibra óptica, lo que supone comunicaciones modernas y expeditas, se desplazan 6.000 autobuses, de ellos 3.600 privados y 2.400 públicos. También circulan 1.600 autobuses de doble cabina.
Este mosaico de motorizados se mueve por avenidas de 20 km de longitud, el sistema nervioso de Teherán, con conectividad a la periferia, que cuenta también con su propio sistema de engarce.
En una ciudad donde giran 80.000 taxis —unos negros y otros amarillos, es decir, unos privados y otros públicos—, todos con aire acondicionado, como todas las reparticiones públicas, oficinas, comercios y mercados, cada una de las diez líneas de autobuses, todos con GPS incorporado, mueve 350.000 pasajeros día.
Los tehraníes, que también se trasladan por ferrocarril y en coches particulares, se meten, sí y solo sí, sentados en los autobuses: los hombres en la parte delantera y las mujeres en la parte posterior. Es decir no se ve gente parada o, por lo menos, no es usual. Es un transporte digno y seguro.
Un centro de tráfico vial, controla, a través de 1.000 cámaras de alta definición, otras tantas intersecciones de la ciudad capital del Irán. Digitalizado de punta a cabo, el centro de control del tráfico, emplazado en varios pisos, entre el diez y el 15 de un edificio exclusivo, en el centro de Teherán, permite a las autoridades locales, es decir del ayuntamiento, controlar incluso, en consorcio la Policía, el crimen. Aunque no se ve, como en otras ciudades del orbe, a uniformados a la caza de malhechores, sino facilitadores de tráfico.
Falta un mercado persa. No pasearlo es como no detenerse a admirar de lejos o cerca una mezquita, así y todo sin comprender, en su mediana extensión, su significado espiritual. El Peugeot se detiene cerca de uno, muy popular, donde los compradores lo hormiguean. Se encuentra en él de todo, desde especies, bienes para la alimentación, prendas de vestir de manufactura iraní, hasta joyas de orfebrería. En sacones, pistacho y los imperdibles dátiles.
Para situarse en el umbral de tal centro de expendio, hay que cruzar una avenida de alto tráfico, atravesada por pasarelas, a simple vista como las nuestras, pero con un agregado. El Estado las financia y las sostiene y para que no sufran las rodillas, las gradas y los pasos largos horizontales, son eléctricos, es decir que se puede ser viejo y salir de compras.
Es hora de un Kabab. Carne de cordero, vacuno o ave, tan suave que se deshace en la boca. Por supuesto con arroz. Es un platillo popular, sabroso y accesible. “Señor, por favor con una cerveza… de limón”.