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La habitación vacía

El Señor Quince es un termómetro que no funciona y marca siempre 15 grados centígrados, blanco, negro y rojo, rectangular, made in China. Lo compró hace unas semanas, sin fijarse mucho, el francés Christian Lombardi —tez transparente, cabello corto, 1,78 de estatura, exchofer, exalbañil, exmilitar, exfotógrafo, exbarman—, y lo ha colgado sobre la payasa en la que se acuesta todas las noches. Su dormitorio se completa con un reloj de pared que solo da la hora a ratos —“cuando le pongo pilas”, bromea—, con un casco de guerra, con un bote metálico para quemar alcohol cuando el frío arrecia, con una maza de estilo medieval que él mismo se fabricó, con un arcón que rescató del depósito de su casera, con un ropero invadido por la humedad en el que guarda las mudas justas y unas pocas chaquetas bomber de aviador en las que apenas entran sus brazos largos, de saltador de pértiga, con un peluche que se llama Atila y con una botella de whisky Grant’s que guarda en homenaje a un amigo que chupaba mucho.

Para Christian, el espacio ideal para descansar es una habitación vacía (o casi). La que ocupa ahora tiene el suelo crujiente (de madera) paredes salmón y es desprolija.   

“Mi ropa, mi colchón, mis botas. No me hace falta nada más”, me dice mientras me enseña en su computadora la imagen de un espacio similar —pero más desangelado aún— en el que vivió parte del año pasado. Otra foto muestra una estrella fosforita, de esas que alumbran en la oscuridad y se usan para decorar ambientes para niños, que él utilizaba para ver bien el interruptor y no electrocutarse con los cables que lo rodeaban.

La cantimplora alemana

Christian piensa que todos los objetos con valor sentimental caben perfectamente en un maletín pequeño. La actriz mexicana María Félix, que falleció en abril de 2002, tenía uno que jamás abandonaba en el que se especulaba que guardaba el feto de un bebé que alguna vez estuvo en su vientre (y que en realidad ocupaba con sus joyas más caras). El cronista estadounidense Jon Lee Anderson cuenta que el difunto Hugo Chávez Frías se hacía acompañar por un ayudante que cargaba uno de cuero, como los de los ejecutivos, en el que transportaba uno o dos termos de café, ya que el expresidente acostumbraba a tomar más de una docena de tazas diarias. El de Lombardi está hecho de metal, lleva un tapizado simple dentro y contiene pasaportes viejos, documentos, algunas credenciales de sus andanzas como fotorreportero, un cuchillo de las islas Comoras de doble punta, una bala calibre 45 reconvertida en llavero que le compró a un taxista, la hebilla de un cinturón que perteneció a su padre y una nariz de payaso que halló en el Cerro Rico de Potosí a mediados de los años 90, cuando no tenía ni para almorzar y trabajó en la mina.

“Cuando aterricé en Bolivia, no sabía muy bien cómo sobreviviría —recuerda—. Y varias veces me salvó una cantimplora alemana que se abría y se dividía en dos. Ahí cocinaba mi sopita para calentarme. Ahí tomaba agua. Ahí escupía”. Christian dice que la conserva después de tanto tiempo porque cree que todavía podría servirle en algún momento. Luego, mira a su alrededor y me comenta que las otras cosas que decoran su minidepartamento nunca fueron imprescindibles, que no le costaría deshacerse de ellas.

Las otras cosas son varias cámaras réflex; entre ellas, una que le dio su madre una de las últimas veces que se vieron. Las otras cosas son retratos. Las otras cosas son una máquina de coser de los 40 con la que se gana la vida actualmente y una cuerda que hace las veces de tendedero para todo menos para la colada: del que se deslizan, por ejemplo, pedazos de hojas bond, hilos casi irrompibles y hasta un barbijo. Las otras cosas son también clavos, clavos y más clavos. “Mi familia los usaba mucho. Son muy prácticos y permiten que todo esté a la mano, desde una gorra hasta una cinta aislante”.

En una esquina, al lado del fregadero, Lombardi tiene además un calentador de agua. Y cerca de ahí, sus cigarrillos. “Es en lo único que gasto. En eso y fruta”, aclara. Y mientras se mueve de un lado para otro no para de repetir que no hay mejor hogar que uno sin muchos cachivaches: “fácil de limpiar y de organizar, como para sentirse libre”.

Cuando se mude de este lugar, seguramente, no se llevará de aquí ni la mitad de lo que ahora le rodea. “¿Para qué? —se pregunta—. Al final, todos nos marchamos de este mundo sin nada”. Él sabe mejor que nadie de lo que habla. Ha sido testigo cientos de veces del proceso: uno de los oficios que ejerció en su juventud fue el de sepulturero.