Icono del sitio La Razón

El cuarto oscuro

El cuarto oscuro en el que Juan Gabriel Estellano (27) revela manualmente algunas de sus fotos es mucho más que un ambiente húmedo y estanco en el que lo habitual es que alguien apague la luz en algún momento. Se trata de una habitación —en el patio de una casona que cruje— con un armario cubierto de polvo, varios colgadores, periódicos apilados, un grifo precario y otros detalles que nadie suele ver mientras se mueve y con los que uno fácilmente tropieza, de un rincón cinco por tres repleto de enseres prestados.

El lugar lo comparte con la archivista y gestora cultural Cristina Machicado. Ha sido bautizado como L’obscurito y está plagado de herramientas que nos trasladan a otra época, de aparatos y utensilios que han sido reciclados, intervenidos o restaurados.

“Hemos armado una mesa para iluminar los negativos gracias a una normal y corriente que modificamos —explica Juan Gabriel mientras se esfuerza por apartar algunas cajas y un par de folders para que alcance a verla—. Tenemos dos ampliadoras antiguas que funcionan perfectamente: una de la abuela de Cristina y otra que nos deja usar un japonés llamado Toshi Fujimoto. Las solemos utilizar con rollos y papel para impresión vencidos que también nos ha cedido él y que son valiosísimos para nosotros”.

Algunos de estos rollos caducaron a principios de los 80, cuando Juan Gabriel ni siquiera había nacido. “Y es algo muy loco. Porque uno nunca sabe muy bien de qué manera esto afecta a la película luego. A veces, las imágenes quedan demasiado sobreexpuestas y en ocasiones, lo contrario”, dice. Ocurre algo parecido con los papeles especiales en los que inmortalizan escenas sobre todo familiares, muy cotidianas, pues también caducaron por esas fechas. “La textura resultante, en este caso, es similar a la de un retrato viejo. Es como tener entre los dedos una imagen de hace 30 años, algo muy surrealista. Las fotografías las has sacado hoy, anteayer o hace dos semanas, pero te recuerdan a la casa de tus abuelos. Y te llevan a pensar en la subjetividad del tiempo”.

Tiras de prueba

A menos de metro y medio de Juan Gabriel, sobre unas baldas, hay un puñado de siluetas difusas en blanco y negro. “Son varias de las tiras de prueba que hemos usado para experimentar con la exposición y el contraste”, me comenta mientras me acerca un par de ellas. En la primera aparecen posando algunos de sus amigos. En la segunda está su padre, con una boina y un pocillo de mate que casi le roza la boca. “La gente se va, la gente cambia —filosofa luego, tras armar un collage con ellas en el suelo—. La foto es un instante que rescatamos, que se queda con nosotros pero que no sucederá de nuevo”.

A veces, Juan Gabriel emplea alguna de las cámaras pasadas de moda que trajo de Francia tras trabajar una temporada allá como voluntario: una Kodak Anastigmat de los años 30, una Agfa de los 60, una Regula Picca de los 70, una Vivitar transparente de los 90 y una Nikon analógica de esa misma década muy parecida a las digitales de ahora. Todas eran material de desecho: artefactos impecables pero que ya no llamaban la atención de sus dueños, que se habían convertido en carne de botadero. Y todas ellas, antes de acabar en las garras de Estellano, habitaron las entrañas de los Traperos de Emaús, una organización que apoya a los extranjeros indocumentados, a los parias y a los desempleados. Una comunidad especializada en los útiles recuperados, integrada por personas que aseguran que algunos sustituyen sus muebles con la misma rapidez con la que otros se arreglan el pelo, y que nos recuerdan que no hay que dar nada por perdido sin haberle dado antes una segunda oportunidad, sin haberle aplicado terapia de choque.

Inspirado por su experiencia con Emaús, Juan Gabriel rodó un documental: La vie des choses (la vida de las cosas). “Entendí que los objetos a menudo tienen muchos significados —subraya—. Y sentí mucha curiosidad: quería escuchar a la gente hablar de ellos”. En su corto, un tipo relaciona su tabaco de liar con lo que fue la guerra de Afganistán; otro se emociona al ver una máquina de coser igualita a otra que perteneció a su madre; y muchas de las tomas están llenas de tesoros domésticos: libros con anotaciones únicas en los márgenes, guitarras que resucitaron y volvieron a sonar como el día que las estrenaron, clavos, tornillos y tuercas para apuntalar cachivaches diversos. Entre ellos, seguramente algunas de las máquinas que acabaron en manos de Estellano.

Hoy, mientras me las muestra, cuenta que el cuarto oscuro (en el que se pierde en sus ratos libres) era un depósito que tuvieron que limpiar a conciencia antes de poder disfrutar de un ambiente decente. “Algunos creían que no lograríamos acondicionarlo”, se sonríe. A veces el peor ciego no es el que no puede ver, sino el que no quiere hacerlo.