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Beethoven y compañía

En la avenida Ecuador de La Paz, un número: 2448. A su izquierda, una pizarra. En la pizarra, una fecha: 27 de septiembre. Bajo la fecha, algunos hombres ilustres: Bach, Beethoven, R. Strauss, A. Schönberg, D. Shostakovich. Tras la puerta, un pasillo entre paredes rodeado de maleza y alfombrado con piedras chicas. Tras el pasillo, un árbol de guindo en el que brotan ya las primeras flores primaverales. A su vera, una casona. Y en la casona: Eduardo Machicado, actual responsable de las Flaviadas, sesiones a puertas abiertas para melómanos —todos los sábados—, para que quien lo desee se deleite con los maestros clásicos, como Mozart o Verdi, y con los no tan clásicos, como John Cage.

Eduardo Machicado, de 74 años, tiene ojos marinos, el cabello hacia atrás de un director de orquesta y es hijo del difunto Flavio Machicado Viscarra, un inquieto boliviano —conocido entre sus amigos por sus chaquetas acabadas en una pajarita elegante— que se aficionó a los grandes compositores en 1916 cerca de Harvard, donde estudiaba. Un día, mientras caminaba por la playa, escuchó una melodía a lo lejos. “Me aproximé al lugar, encontré que salía de un aparato de sonido y, como tenía dinero, compré uno inmediatamente”, contaba Flavio hace mucho tiempo. Una noche calurosa, al terminar de saborear uno de sus vinilos al lado de la ventana, se sorprendió con una ovación cerrada: de sus vecinos, que habían disfrutado de aquel momento en completo silencio. “Podría considerarse que aquella fue la primera Flaviada’”, comentaba a veces.  

Desde entonces —primero en Estados Unidos, luego en la calle Potosí del centro paceño y desde 1938 en el barrio de Sopocachi—, las Flaviadas han reunido a curiosos, artistas, bohemios y polemistas semana tras semana. “Antes, empezaban a las nueve de la noche y dos o tres horas más tarde se hacía un break en el que se servía el té acompañado de pastelitos que preparaba mi madre —recuerda Eduardo—. Mi padre se las ingeniaba para no repetir en el mismo año una sola pieza. Y en ocasiones, la velada continuaba hasta las cinco de la mañana, hasta que a él le daba sueño. “Cuando quería acostarse, solía poner una cantata de Bach específica y todos entendían que debían irse”.

Ahora, las reuniones comienzan a las 18.30 y acaban a las 20.30. “El horario es bastante similar al que ocupábamos durante las dictaduras por culpa del toque de queda —explica Eduardo—. Pero ya no por obligación, sino porque lo hallo muy confortable”.

Historia viva

La obsesión de Flavio Machicado Viscarra por la cultura reside aún en cada rincón de la que fue su residencia, donde en 1986 lo velaron con una Flaviada. La primera planta de la estructura se ha transformado en una hemeroteca con más de 50.000 publicaciones —entre ellas, decenas de ejemplares de la revista Life— que se han adueñado hasta del hueco que hay bajo la escalera principal. Además, una biblioteca acoge centenares de volúmenes, entre los que destacan una biblia de 1618 y 2.000 libros relacionados directa o indirectamente con la música, como Mi vida, de la bailarina bisexual Isadora Duncan.  

Unos metros más arriba, en el segundo piso de la vivienda, queda el salón con los dos muebles empotrados que dan cabida al legado más valioso de la familia: alrededor de 7.000 discos de todo tipo; de 78 y 33 revoluciones por minuto; grabados por una cara o por ambas, atrapados en fundas de cartón o cuero; algunos, con teatro hablado o ritmos de África y el Tíbet; otros, con sonatas, operetas, sinfonías y traviatas.    

Todos estos vinilos, que en la mayor parte de las ciudades del planeta son considerados ya un anacronismo —historia muerta—, en manos de Eduardo Machicado, se convierten en historia rabiosamente viva. Sobre todo, cada vez que pone en marcha un reproductor Fisher y los parlantes se adueñan de la escena, incluso cuando uno se mueve de sitio y se aleja de ellos. “Lo mío es solo una imitación de lo que hacía mi padre”, dice él con modestia. Y luego asegura que en los casi 100 años de Flaviadas también se dejaron seducir personajes ilustres, como Leonard Bernstein, uno de los impulsores más dinámicos de la Filarmónica de Nueva York, o el pianista Wilhelm Backhaus, famoso por sus interpretaciones magistrales de Chopin, Brahms y Beethoven.

Precisamente este último —Beethoven— es aquí protagonista omnipresente. En la habitación por la que estamos caminando hay más figuras y retratos del genio alemán que de don Flavio. Uno de ellos es un poco raro: se trata de una máscara sin ninguna clase de expresión, simplemente con la forma inquietante de su rostro. Lo talló un señor extraño que había sido nazi. “Que estaba casado con la sobrina de un organista que recibió el Premio Nobel de La Paz: Albert Schweitzer”, puntualiza Eduardo. Y después me muestra una carátula en la que Albert acaricia suavemente las teclas del instrumento.