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Vida en el cementerio

Dicen que es la última morada. El sitio donde la mayoría llora a sus seres  queridos, a quienes ya no volverán a ver con vida. Pero en este lugar también reina un ambiente apacible, donde solo se escuchan las hojas movidas por el viento y las aves trinan en una tarde soleada. Se trata del Cementerio General de La Paz, donde a partir de la muerte surgen actividades que dan vida a este espacio.

Uno de los oficios que dinamizan el camposanto lo lleva a cabo doña Concepción, quien trabaja desde las 08.30 hasta que cierran las puertas.

Ella permanece en una de las esquinas de los cuarteles, metros arriba del templo principal, a la espera de que alguna persona le pida “en arriendo” una escalera. “Me encuentro diez años en este lugar; antes, mi mamá Inés estaba aquí, unos 40 años”, recuerda, mientras un niño le solicita una escalera, que es utilizada para subir a los nichos que se encuentran entre la cuarta y la sexta fila de los cuarteles, adonde es difícil llegar.

“A veces no quieren pagar, y nosotros no tenemos sueldo, por eso baratito les damos”, afirma, debido a que algunas personas se prestan una escalera y se niegan a darle siquiera un peso.

Además de esta labor, Concepción tiene otra misión, cuidar que las personas no se lleven objetos ajenos. “Hay harto ratero. Roban flores y eso nomás colocan para sus almas”, cuenta la señora.

En el mausoleo de los Beneméritos de la Patria, al lado derecho de las oficinas de la Alcaldía, Herbasia y su hija Janeth alquilan, además de las escaleras, bidones para limpiar los nichos o llenar los floreros con agua. “El día que más se llena es el domingo”, afirma Janeth, quien acompaña a su madre más de nueve años en este lugar  cerca de la avenida Héroes del Pacífico.

“La gente más viene en época de Todos Santos, ahí aparece full gente, pero solo se recuerdan ese día”, critica, pues varios sepulcros de los excombatientes están abandonados durante gran parte del año.

El Cementerio General se encuentra en un área de aproximadamente 92.000 metros cuadrados, entre las avenidas Héroes del Pacífico y Entre Ríos, y las calles Picada Chaco y Lino Monasterios.

Durante la época colonial, las iglesias en la ciudad de La Paz servían como lugares de sepultura, debido a la creencia religiosa de que los católicos no alcanzarían el cielo si sus cuerpos no eran enterrados en áreas sagradas, en sus atrios o por lo menos en sus alrededores.

La tradición de hacer inhumaciones en templos y atrios religiosos se hizo antihigiénica y peligrosa con los años por el aumento de la población paceña y por los muertos de la Guerra de la Independencia.

Después de la fundación de la República de Bolivia, el Mariscal Andrés de Santa Cruz y Calahumana ordenó en 1831 la construcción del actual Cementerio General, en la zona Callampaya.

Antonio Paredes Candia, en su libro Tukusiwa o la muerte, relata que el primer entierro fue de una persona de la tercera edad, llamada Ana Paredes, quien en vida se opuso a la edificación de un camposanto en esa zona, pues no estaba de acuerdo con alejar las almas de los templos.

Los ‘cascos azules’

Al cruzar el arco principal de la necrópolis a la derecha se encuentra el grupo autodenominado “cascos azules”, quienes se encargan de los trabajos de albañilería.

“Para nosotros, trabajar en el cementerio es normal, después de tantos años ya estamos acostumbrados”, asegura Juan Alanoca, uno de los 30 albañiles independientes organizados en el Sindicato Primero de Mayo, que se dedican a poner lápidas, mármol, marcos y al planchado de paredes, principalmente.

Otra de las especialidades en esta área es la de los pintores. Uno de ellos es Tito Calle, quien lleva al menos 40 años trabajando en el camposanto. “Tantos años acá, uno ya está acostumbrado, es como si fuera la casa; nosotros somos amigos de los muertos. No hay miedo, hay que tener miedo más bien de los vivos”, ironiza Calle, quien con una caja con latas de pintura y una mochila con pinceles y trapos se encarga de poner nombres en los nichos, pintar las jambas (piezas verticales que se ponen a los costados de los marcos), el interior, exterior y el fondo de las lápidas.

Durante todo el día circulan las personas, quienes llegan para poner flores a sus seres queridos o limpiar las lápidas. Tampoco faltan los entierros. Atravesando los árboles y varios mausoleos que parecen obras de arte, al final de la calle 46, en la pared que colinda con las instalaciones de YPFB, devotos de las ñatitas dejan velas, cigarrillos y flores. Asimismo, los guardias municipales circulan por ese sector para impedir que haya actividades prohibidas.

“En el sector ñatitas prenden velas blancas para pedir favores y dejan flores y cigarrillos, pero está prohibido que prendan velas negras”, explica Giorgina Coria, guardia municipal que le toca hacer el recorrido por ese sector de la necrópolis.

Giorgina indica que se debe cuidar que no haya personas ebrias, que no roben lápidas y todo lo relacionado con la seguridad física dentro del recinto. Asimismo, confiesa que en un principio le daba miedo trabajar “porque decían que había almas que te jalaban”.

“La primera semana que he llegado sentí como si alguien me estuviera empujando o jalando la ropa, dicen que es la bienvenida. Me daba miedo caminar de noche, pero después te acostumbras”, asevera una de los 33 guardias municipales que trabajan distribuidos en tres turnos.

El administrador del Cementerio General, Alexis Tavera, dice que hay 24 obreros dependientes del Gobierno Municipal, quienes están divididos en dos grupos, uno que se dedica al traslado y entierro de los muertos y otro que lleva a cabo el mantenimiento de los nichos y obras menores.

“Se diría que entre los muertos tenemos vida, porque realmente hay un conglomerado de gente que trabaja acá y eso es lo que le da vida a este cementerio. Tenemos muchos trabajadores, nosotros somos aproximadamente 50 personas en administración y en la parte operativa que trabaja diariamente. Tenemos una guardia municipal que cubre las 24 horas del día para dar seguridad al cementerio”, comenta.

“Estoy tan acostumbrado acá, que prácticamente los muertos son los amigos y la familia que tengo en el cementerio, aquí encuentro una paz bastante buena y estamos siempre tratando de mejorar estos ambientes para dar mayor utilidad al usuario”, añade Tavera.

Misa de vigilia

“Oh, Señor, dónde está mi mamá, dónde está la que siempre nos ha ayudado, solo y triste llorando estoy, por qué me habrá abandonado mi mamita buena”, canta Fabián Luizaga en honor de Isabel Zarco, quien falleció hace cuatro años y recibe el homenaje de sus familiares.

Fabián lleva en esta actividad desde hace 17 años, cuando “vine en una oportunidad en la festividad de Todos Santos y vi que había gente con guitarra haciendo música. Me atreví a venir con dos parejas que me invitaron para que les cantara, así es que me hice un trabajo”.

Los diez guitarristas que ofrecen sus servicios en todo el camposanto interpretan boleros de caballería, aunque también les piden canciones que les gustaban a los difuntos, como boleros, valses o morenadas.

En frente a la lápida de Isabel también está el hermano Raúl Valle, quien lleva a cabo la misa de vigilia para rendir un homenaje a la difunta.

“Estoy trabajando acá más de 25 años, soy licenciado en Teología, lo que me ayuda mucho en esta actividad espiritual”, sostiene Raúl, quien efectúa este ritual en recordación de los fallecidos, por cumpleaños, en el Día de la Madre, Día del Padre o en la fiesta de Todos Santos.

Flores, lápidas y comida

La muerte también origina otro tipo de vida en las afueras del Cementerio General.  Rosemary Mayta tiene su puesto en el Mercado de las Flores, ubicado justo al frente de la puerta principal de la necrópolis.

“Estoy desde hace 25 años porque mi mamá es fundadora del mercado”, recuerda Rosemary, quien asegura que hay bastante demanda, a ella le llegan flores de Cochabamba, Tarija y Santa Cruz, además de Perú y Ecuador.

Por ejemplo, para esta época hay claveles, rosas, gladíolos, lirios y clavelines, entre la gran variedad de ofertas que los clientes eligen para dejar en los nichos de aquellos sus seres queridos.

Por otra parte, Rosemary pide mayor control municipal porque “están creciendo bastante las ambulantes, ellas nos hacen competencia y bajan las ventas; como somos un mercado de prestigio y de antigüedad, queremos mantener nuestros puestos dentro del mercado”.

Unos metros más abajo se encuentran varias tiendas que ofrecen el armado y la venta de lápidas, entre las que está Lápidas Génesis. Adentro, Juan Balboa está terminando una dedicatoria en mármol, trabajo que le ha demandado medio día.

“Ponemos el nombre completo, los familiares nos dan una dedicación y una oración y se las grabamos ahí, de acuerdo con la vida del difunto”, expresa Juan, mientras quita el adhesivo que ayuda a marcar el texto en el material.

Este trabajo “es bonito, solamente que  hay personas exigentes, algunas son muy detallistas y te observan. Como el mármol es piedra, tenemos que armar las piezas, porque no se fabrica, pero la gente no quiere que esté pegado”, comenta.

En el área gastronómica, uno de los lugares casi obligados después de ir al camposanto es la Plaza del Helado de Canela, creada en 1963 y ubicada atrás del Mercado de las Flores.

Los siete puestos de venta de helado, que se distinguen por el color de sus manteles y por sus nombres, tienen vendedoras que cada día se disputan los clientes. “Yapadito te voy a dar caserito, sentate en este puesto”, dice cada una de las ayudantes.

“La gente viene a hacer arreglar los nichos y a tomar sus heladitos de canela, porque son una tradición de La Paz”, sostiene Lidia Costas, dirigente de las comercializadoras de este postre.

“Es una terapia. Cuando pierden a un ser querido no lo pueden olvidar, vienen a visitar a sus difuntos, salen del cementerio y vienen a tomar sus heladitos”, agrega Lidia mientras sirve dos vasos con helado de canela y en un panero están preparadas empanadas para los potenciales comensales.

Bajando por la Héroes del Pacífico, por el sector derecho, al lado de la pared blanca del camposanto, hay más de una decena de personas sentadas en banquitos cerca de un puesto de comida. Se trata de los pescados de doña Justina, quien lleva en este negocio 15 años y ofrece pejerrey, q’arachi, trucha, ispi y mauri.

“Otra cosa vendía antes, pero un día me decidí a comprar pescadito; entonces, poco a poco he ido ganando gente”, narra esta cocinera que es conocida por traer pescado fresco, preparado de manera limpia e higiénica. Son aproximadamente las 17.00 y doña Justina y sus ayudantes no tienen tiempo porque deben servir el pescado crujiente.

El platillo puede ser servido con mote o con fideo, de acuerdo con el gusto del cliente, con precios que oscilan entre los 15 y los 25 bolivianos la porción.

Para quienes prefieran una bebida caliente y tradicional, Teresa Vásquez ofrece api con pastel. “Después del sepelio, para enterrar las penas, la gente siempre viene a servirse ‘apicito’ y luego se van tranquilos, satisfechos”, asegura Teresa, cuyo negocio se encuentra en la esquina de la avenida Baptista con la calle Lino Monasterios.

“Somos una familia que se dedica a la venta de api, desde Navidad hasta Alasita, siempre vendemos en las ferias, justamente por eso alquilé una tienda”, refiere con respecto a la experiencia que tiene para ofrecer esta bebida hecha a base de maíz y que se vende junto con un pastel o un buñuelo.

Entre los nichos y árboles se siente la paz del Cementerio General pero, a la vez, existe un movimiento de gente que da dinamismo y brinda esperanza. Después de todo, en este lugar hay vida en medio de la muerte.